martes, 6 de mayo de 2014

Todas las mañanas. (segunda parte)



El vetusto traje que pendía del apolillado perchero había conocido tiempos mejores. Con sumo mimo cada noche cepillaba ese trozo de tela que algún día fue gris marengo, y que ahora estaba más cercano a un gris sucio, portaba coderas para tapar los boquetes como monedas de dos reales en sus antebrazos, remiendos en el forro que le dieron segundas y terceras oportunidades de ser usado, y un empaque que dejaba mucho que desear.
Una vez en aceptable estado de revista, dadas las circunstancias, y con la brillantina ordenando hasta el exceso cada pelo de mi cabeza,  salí dirección a la fábrica, dueña de mis desvelos, no sin antes, volver a apagar la luz de ese maldito cuarto de baño.
El paseo no era tal; era una larga y fatigosa caminata de poco más de 6 kilómetros de asfixiantes subidas y peligrosas bajadas hasta la terminal de mercancías del puerto. Desde aquel día me prometí que no volvería a conducir el viejo Ford que agonizaba en un lateral de la casa lleno de oxido y nido de todo ratón que pasara por los alrededores. Lloviera, nevara o hiciera un calor asfixiante el paseo era diario. Sin embargo, siempre encontraba una excusa para desviarme unas calles de mi recorrido teniendo la esperanza de cruzarme con una bella señora de mediana edad, enviudada muy joven, por la que bebía los vientos y a la que amé en silencio desde el día que por mor del azar me crucé con ella en el mercado central de abastos. Las circunstancias personales  me lastraban a la hora de acercarme a ella y entablar conversación, por lo que opté por esos encuentros furtivos y miradas de apenas segundos. ¡Demonios! Ya habían pasado cuatro largos años de lo del “accidente” y nadie me iba a señalar por intentar rehacer mi vida de nuevo. Y si lo hacían… ¡Pues que les den a todos! Pero acto seguido, me deshacía de mis ideas revolucionarias y volvía a optar por la prudencia y un papel secundario.
Lo que ocurrió aquella noche me llevó a las catacumbas del averno más allá de la entrada del inframundo, y muy cerquita de la locura más absoluta, donde el nivel de autodestrucción rozó el suicidio en vida y la dejadez más absoluta se instaló en mi vida arrebatándome de cuajo cualquier atisbo de felicidad. Voluntariamente me arrodillé ante el Dios Plutón y ante sus tres jueces, Minos, Eaco y Radamanto para ser juzgado por no haber llegado a tiempo a salvarlas. Como Prometeo quise ser atado a una roca hasta ser devorado por un águila y volver a renacer, para pasar el resto de mis días purgando mi delito en el Tártaro y volviendo a ser devorado por águilas voraces.
¡Aquella maldita noche los demonios montaron un aquelarre con mi alma, catapultándola a un lugar olvidado en los mapas y del que ningún humano ha vuelto jamás! Me arrebataron las dos personas que más quería y querré, a las que adoraba como se adora al Vellocino de Oro, o al gran Dios en la Cruz. Se llevaron de un plumazo mis manos y mis pies, y dejaron un cuerpo  malherido sin capacidad de reacción. ¡Si tan solo hubiera llegado dos minutos antes! ¡Podría haberlas salvado, sé que podría haberlas salvado! ¡O hubiera perecido en el intento! Al menos, hubiera dejado este mundo de mierda en el que nos arrogamos la prerrogativa de no dejar vivir a los demás tal y como quieran hacerlo. Donde criticamos y despedazamos al diferente sin saber sus motivos; Destrozamos vidas por vanidad, venganza, o peor aún, por diversión. El ser humano es el más cruel de todos los animales que existirán sobre la tierra. Cada día paso por aquella curva y veo ese maldito coche negro huyendo como gallina de una comadreja sin haberlas auxiliado y los demonios me llevan, me elevan y me incitan al más cruel de los asesinatos. 
Mi jornada laboral no era más que una pantomima llena de miradas al techo de chapa, jugueteos inconscientes con el lápiz o paseos sin rumbo definido por aquel lugar sin vida. De vez en cuando, un despistado cliente me encargaba algún que otro transporte especial que yo mismo realizaba para ahorrarme los costes de contratar a personal exterior y que me proporcionaban el poco dinero con el que mantenía mis huesos rodeados con algo de carne.
Pasaban semanas sin que una sola persona entrara en las instalaciones. No puedo culparlos, más que una empresa parecía una funeraria sin el mortecino cliente y plañideras de turno llorando al finado.
Por la tarde, el paseo lo realizaba en sentido contrario con acompasados movimientos que me mantenían concentrado en mis pensamientos más abstractos y carentes de sentido. Casi sin quererlo, mis pies se dirigían hasta la puerta de aquella señora, que como yo, siempre se encontraba sola sentada en la puerta de su casa cuidando de sus labores o simplemente contemplando el tranquilo transitar de nubes y transeúntes.
Algún día reuniré las suficientes fuerzas y arrojo para pararme delante de ella y entablar una conversación alrededor de una taza de achicoria molida. Pero hoy no sería ese día.
Desde aquella mañana sentía unas ganas irrefrenables de volver a mi morada y sentarme a charlar con mi bisabuela al pie del almendro hasta que la oscuridad y el cansancio dirigieran mis pasos hasta la cama.
Llegando a la cima de la colina aparecía imponentemente tétrica la enorme casa que había pertenecido a la familia desde siempre. Lo que en un principio parecía un reflejo del sol vespertino ocultándose tras el inmenso mar, pronto se tornó en algo parecido a una figura humana con la mirada fija en mí. El corazón galopaba dentro de mi pecho como si no hubiera un mañana, y la mente hacía y rehacía conjeturas a cual más descabellada de quien podría ser aquella persona. Quería llegar y descubrirlo pero no me atrevía a hacerlo. Por momentos parecía correr al encuentro y otras me frenaba hasta casi detenerme.
Poco a poco la casa se fue acercando y la imagen se fue aclarando. Una mujer de una cierta edad me miraba fijamente…

2 comentarios:

  1. Habrá...Aún no está escrita. Escribo lo que mi imaginación me dicta y sin mirar atrás. Haber que me sale...

    Besos silvia.

    Manolo F.

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