lunes, 12 de mayo de 2014

Desdichadas desventuras de una mujer de mediana edad en busca de una noche loca. (segunda parte)



Después de comer llegó el momento que había estado esperando todo el día. ¡Cuidado centro comercial que llega la Sonia con la tarjeta bien caliente dispuesta a arrasar! Toda cena romántica lleva asociado un buen envoltorio, ¿no? Pues con ello me disponía a aprovechar la tarde.

La ducha me relajó de todo el ajetreo que había sufrido por la mañana y me permitió dejar volar la imaginación con lo que sucedería aquella noche. Una serie de imágenes de lo más sugerentes comenzaron a pasar por mi mente, como en un tebeo,  inundándola de carne por todas partes, posturas y actos que os juro que, como una señora que soy, me niego a practicar. Pero como en la intimidad de mi dormitorio aún no habéis entrado no sabréis si lo que digo es verdad o pura fachada…

El caso es que, cuando pude darme cuenta, el chorro de la ducha apuntaba directamente a la “pomada”, y la excitación llegó a un punto de no retorno que no me privé de disfrutar. ¡Qué demonios, me merecía un momento de relax como cualquiera!

Descargada, duchada y arreglada para la ocasión llegué al centro comercial donde me sorprendió la escasez de vehículos estacionados. ¡Todas las tiendas para mi solita! ¡Toma ya! El paraíso de cualquier mujer. Aquello prometía ser inolvidable; una tarde entera para mi sola, una tarjeta de crédito sin límite y un universo de tiendas por el que ir desmontando estanterías a mi antojo.

¡Temblad reponedoras de tienda que llega Sonia con ganas de armarla!

La primera tienda, con nombre de mujer con falta ortográfica, estaba vacía. Las dependientes, muy monas y anoréxicas ellas, charlaban mientras le daban los últimos retoques al vestuario. Me miraron mezcla de “Por fin clientela…”, “Siempre hay una dispuesta a dar por culo a estas horas” y “Esta no se ha enterado aún que aquí no hay tallas para ti, gorda de mierda”. Pero a mí me dio igual sus miradas.

Comencé con tranquilidad, echando una visual para localizar los trajecitos para seducir. A mi derecha, se encontraba perfectamente ordenado un perchero con minúsculos vestidos de entretiempo, que harían las delicias de mi marido, o de cualquier hombre con ojos en la cara…Qué también los hay sin ojos, y aunque te pongas un traje de buzo, con peineta y mantilla incluida, ni se dan cuenta que tienen una mujer al lado. El mío es como le pille el día. Unos, se da cuenta que he movido un jarrón cinco centímetros y otros, no es capaz de saber si tiene que rascarse la corbata, o hacerse un nudo en el cuello.

¿Y lo de la tapa del wáter? ¡Eso sí que tiene delito! Ni os cuento, ya me comprendéis. Es una batalla que tenemos perdida.

Como perdida está la de que nos escuchen:

-“Cariño, hoy me he encontrado a mi amiga Marisa de la ‘uni’, que tanto tiempo hacía que no veía. Hemos quedado el sábado para tomar café juntas…” 

Y te responde: 

“Lo que tú quieras, Chata. No tengo mucha hambre. Con una tortillita me apaño.”

Te entran ganas de cogerlos por los cataplines, arrastrarlos por toda la casa, y cuando ya has conseguido toda su atención, gritarles que se hagan los huevecillos pasados por agua, a ver si consiguen quitarse el tapón de los oídos.
Sigamos con la tienda que como me ponga a hablar de maridos no acabamos nunca. 


Al final cogí un par de modelos en color negro, uno turquesa, y dos en color rojo que en un pañuelo se utiliza más tela. De camino al probador cogí, un par de zapatos de tacón, que si te caes desde esa altura eres capaz de  no contarlo, y un par de bolsos que valían para llevar la barra de labios y un paquete de pañuelos como mucho. ¿Y qué hago con las llaves de casa y del coche, el mando del garaje, la libretita y el bolígrafo, el paquetito de toallitas húmedas, la  cartera tipo álbum de fotos, el monedero, el estuche de las gafas de sol, polvos compactos, delineador, cepillo y el espejo para los retoques? ¿Me los meto en el sujetador? ¿O me los llevo en una riñonera? Seguro que el que ha diseñado el bolsito es un tío que no tiene ni idea de lo que llevamos las mujeres en los bolsos. 

¡¡¡¡Pero eran tan monos!!!!

Me desnudé muy dispuesta y abrí la cremallera del primero. Dos dedos después de las rodillas se quedó atascado y ni podía subir, ni quería bajar. Intenté sacar un pie, dando saltitos a la pata coja para equilibrarme y tropecé, me golpeé la frente con el perchero y caí fuera del probador llevándome por delante la cortinilla que guardaba mi intimidad y haciendo rodar todas las argollas que la sujetaban a la barra superior. La estampa era bochornosa. Argollas por media tienda, la cortina que me abrazaba como si fuera un gusano de seda, desnuda y con un vestido que no quiso poner de su parte para evitar la caída. Suerte la mía que la tienda estaba vacía y que solo las anoréxicas fueron las que entre gritos entrecortados corrieron a auxiliarme.

No sé qué me dolía más, sí el tremendo golpe en la frente, el porrazo contra el parqué o la estima tirada por los suelos y pisoteada por una panda de anoréxicas que tendrían hoy motivos más que suficientes para descojonarse a mi costa.

Medio aturdida me sentaron en un taburete para que me recuperase. La que parecía la jefa de tienda ordenó a la que sería la correveidile que fuera corriendo a buscar al médico del centro comercial.

Como pude me fui incorporando para, cuantos antes, dejar atrás tan vergonzosa situación, que el médico solo vino a complicar. Sin mediar palabra, me acostó en una camilla y todavía envuelta en la cortina, me llevaron hasta sus instalaciones para hacerme un chequeo. 

Ni en urgencia te hacen tantas cosas en tan poco espacio de tiempo, hasta se ofrecieron a que la enfermera me acompañara a mi casa y me ayudara en lo necesario. Decliné el ofrecimiento tan gentilmente como pude y salí del lugar con un pequeño chichón en la frente y envuelta en una cortina. 

Aquello tenía que ser una venganza por algo malo que había hecho en la otra vida. Como por arte de magia la galería comercial estaba llena de gente acarreando bolsas, empujando carritos y mirando escaparates. 

Disimuladamente me iba deslizando entre los maceteros, columnas y cualquier objeto que me sirviera de parapeto ante las miradas más curiosas. El imprevisible niño que grita a viva voz: “Mira mamá, una mujer desnuda” a los que escuchas cuchichear y reírse a carcajada libre.

Una voz grave que me resultaba familiar me ordenó que la siguiera a toda velocidad.

“Coño, mi suegra.” ¿Después de lo de esta mañana, como le explico yo a esta mujer esto?

-Ni una palabra.-Me paró en seco cuando observó que iba a decir algo.- No quiero saberlo.

Aquello no sé si fue un guiño de complicidad o un “ya te enterarás”. Sonó como “Te preguntaré cuando menos te lo esperes…” “Un polvo en condiciones…si solo quiero echar un polvo en condiciones, por Dios, y con mi marido… ¿tan difícil es?”

Las dependientas anoréxicas me había guardado mi ropa y me acompañaron a un privado donde me dieron la tranquilidad que no había tenido. Mi suegra, tal y como apareció, había desaparecido lo que me ayudó a tranquilizarme y ordenar mis ideas. Cuando salí de aquel cuarto, la jefa de tienda me estaba esperando con dos bolsas de la marca, llenas de artículos que me obligaron a coger, con la condición de que aquel pequeño incidente no saliera a la luz.

Después de todo las anoréxicas se habían portado.  Zapatos, bolsos, y varios vestidos iban en aquellas grandes bolsas con una nota de disculpas y poniéndose a mi entera disposición.

Sinceramente, las ganas de quemar la tarjeta se me habían esfumado de tal manera, que decidí volver a casa para comenzar a prepararme para el asalto final.

En cuanto atravesé la puerta de mi casa, volqué sobre el sofá el contenido de las dos bolsas y mi vida cambió para siempre. Cuatro vestidos, tres bolsos y tres pares de zapatos a juego se hallaban ante mi como salidos frotando de la lámpara maravillosa. Me inundó una sensación de alegría que fui incapaz de frenar la euforia y me puse a saltar a gritar y a llorar como una loca por toda la casa. Después de todo lo que había pasado, por fin, un golpe de suerte.
Decidí posponer la elección del vestido para mas tarde y ponerme inmediatamente a cocinar.

Saqué los pichones del frigorífico y de dos certeros hachazos le corté las cuatro alas. Estas las rehogué con un poco de zanahoria, ajo, cebolla y un puerro bien grande. Cuando ya lo tenía dorado le añadí un buen vaso de vino tinto y dejé que se redujera un poco. Al rato ahogué el resultado en medio litro de agua y dejé que volviera a reducir lentamente. Cuando estuvo hecho lo colé y se lo agregué a una reducción de vinagre, pomelo y azúcar; a la que ayudé con un poquito de mantequilla. 

Todavía recuerdo, cada vez que miro la mantequilla, la primera vez que vi “El último tango en París”. Estaba recién casada y me impactó tanto, que fue motivo de bastantes revolcones de los que no olvidas. ¡Pero no se lo digáis a nadie!

Sigamos que me disperso. Os estaba contando como iba a cocinar los pichones.
Ya solo me quedaba sazonar los pichones y meterlos al horno, pero eso no sería hasta que mi marido llegara. Como guinda del plato, y para utilizarlo como guarnición confité unas peras al vino  que las serviría con unos gajos de pomelo.
Con que, la cena en marcha, la tarta en el congelador, el vino enfriándose y la mesa del salón con un aspecto inmejorable, a base de centros de flores ricamente adornados, velas rojas en sus portavelas y la mejor vajilla y cubertería milimétricamente alineadas. 

Llegó el momento de arreglarme y hacer salir a la mujer que llevaba dentro. No en vano, diez años de casado no se cumplen todos los días, y aquella pretendía que fuera inolvidable.

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