Después
de comer llegó el momento que había estado esperando todo el día. ¡Cuidado
centro comercial que llega la Sonia con la tarjeta bien caliente dispuesta a
arrasar! Toda cena romántica lleva asociado un buen envoltorio, ¿no? Pues con
ello me disponía a aprovechar la tarde.
La
ducha me relajó de todo el ajetreo que había sufrido por la mañana y me
permitió dejar volar la imaginación con lo que sucedería aquella noche. Una
serie de imágenes de lo más sugerentes comenzaron a pasar por mi mente, como en
un tebeo, inundándola de carne por todas
partes, posturas y actos que os juro que, como una señora que soy, me niego a
practicar. Pero como en la intimidad de mi dormitorio aún no habéis entrado no
sabréis si lo que digo es verdad o pura fachada…
El caso
es que, cuando pude darme cuenta, el chorro de la ducha apuntaba directamente a
la “pomada”, y la excitación llegó a un punto de no retorno que no me privé de
disfrutar. ¡Qué demonios, me merecía un momento de relax como cualquiera!
Descargada,
duchada y arreglada para la ocasión llegué al centro comercial donde me
sorprendió la escasez de vehículos estacionados. ¡Todas las tiendas para mi
solita! ¡Toma ya! El paraíso de cualquier mujer. Aquello prometía ser
inolvidable; una tarde entera para mi sola, una tarjeta de crédito sin límite y
un universo de tiendas por el que ir desmontando estanterías a mi antojo.
¡Temblad reponedoras de tienda que llega Sonia con ganas de armarla!
La
primera tienda, con nombre de mujer con falta ortográfica, estaba vacía. Las
dependientes, muy monas y anoréxicas ellas, charlaban mientras le daban los
últimos retoques al vestuario. Me miraron mezcla de “Por fin clientela…”,
“Siempre hay una dispuesta a dar por culo a estas horas” y “Esta no se ha
enterado aún que aquí no hay tallas para ti, gorda de mierda”. Pero a mí me dio
igual sus miradas.
Comencé
con tranquilidad, echando una visual para localizar los trajecitos para
seducir. A mi derecha, se encontraba perfectamente ordenado un perchero con
minúsculos vestidos de entretiempo, que harían las delicias de mi marido, o de
cualquier hombre con ojos en la cara…Qué también los hay sin ojos, y aunque te
pongas un traje de buzo, con peineta y mantilla incluida, ni se dan cuenta que
tienen una mujer al lado. El mío es como le pille el día. Unos, se da cuenta
que he movido un jarrón cinco centímetros y otros, no es capaz de saber si
tiene que rascarse la corbata, o hacerse un nudo en el cuello.
¿Y lo
de la tapa del wáter? ¡Eso sí que tiene delito! Ni os cuento, ya me
comprendéis. Es una batalla que tenemos perdida.
Como
perdida está la de que nos escuchen:
-“Cariño,
hoy me he encontrado a mi amiga Marisa de la ‘uni’, que tanto tiempo hacía que
no veía. Hemos quedado el sábado para tomar café juntas…”
Y te
responde:
“Lo que
tú quieras, Chata. No tengo mucha hambre. Con una tortillita me apaño.”
Te
entran ganas de cogerlos por los cataplines, arrastrarlos por toda la casa, y
cuando ya has conseguido toda su atención, gritarles que se hagan los
huevecillos pasados por agua, a ver si consiguen quitarse el tapón de los
oídos.
Sigamos
con la tienda que como me ponga a hablar de maridos no acabamos nunca.
Al
final cogí un par de modelos en color negro, uno turquesa, y dos en color rojo
que en un pañuelo se utiliza más tela. De camino al probador cogí, un par de
zapatos de tacón, que si te caes desde esa altura eres capaz de no contarlo, y un par de bolsos que valían
para llevar la barra de labios y un paquete de pañuelos como mucho. ¿Y qué hago
con las llaves de casa y del coche, el mando del garaje, la libretita y el
bolígrafo, el paquetito de toallitas húmedas, la cartera tipo álbum de fotos, el monedero, el
estuche de las gafas de sol, polvos compactos, delineador, cepillo y el espejo
para los retoques? ¿Me los meto en el sujetador? ¿O me los llevo en una
riñonera? Seguro que el que ha diseñado el bolsito es un tío que no tiene ni
idea de lo que llevamos las mujeres en los bolsos.
¡¡¡¡Pero
eran tan monos!!!!
Me
desnudé muy dispuesta y abrí la cremallera del primero. Dos dedos después de
las rodillas se quedó atascado y ni podía subir, ni quería bajar. Intenté sacar
un pie, dando saltitos a la pata coja para equilibrarme y tropecé, me golpeé la
frente con el perchero y caí fuera del probador llevándome por delante la cortinilla
que guardaba mi intimidad y haciendo rodar todas las argollas que la sujetaban
a la barra superior. La estampa era bochornosa. Argollas por media tienda, la
cortina que me abrazaba como si fuera un gusano de seda, desnuda y con un
vestido que no quiso poner de su parte para evitar la caída. Suerte la mía que
la tienda estaba vacía y que solo las anoréxicas fueron las que entre gritos
entrecortados corrieron a auxiliarme.
No sé
qué me dolía más, sí el tremendo golpe en la frente, el porrazo contra el parqué
o la estima tirada por los suelos y pisoteada por una panda de anoréxicas que
tendrían hoy motivos más que suficientes para descojonarse a mi costa.
Medio
aturdida me sentaron en un taburete para que me recuperase. La que parecía la
jefa de tienda ordenó a la que sería la correveidile que fuera corriendo a
buscar al médico del centro comercial.
Como
pude me fui incorporando para, cuantos antes, dejar atrás tan vergonzosa
situación, que el médico solo vino a complicar. Sin mediar palabra, me acostó
en una camilla y todavía envuelta en la cortina, me llevaron hasta sus
instalaciones para hacerme un chequeo.
Ni en
urgencia te hacen tantas cosas en tan poco espacio de tiempo, hasta se
ofrecieron a que la enfermera me acompañara a mi casa y me ayudara en lo
necesario. Decliné el ofrecimiento tan gentilmente como pude y salí del lugar
con un pequeño chichón en la frente y envuelta en una cortina.
Aquello
tenía que ser una venganza por algo malo que había hecho en la otra vida. Como
por arte de magia la galería comercial estaba llena de gente acarreando bolsas,
empujando carritos y mirando escaparates.
Disimuladamente me iba deslizando
entre los maceteros, columnas y cualquier objeto que me sirviera de parapeto
ante las miradas más curiosas. El imprevisible niño que grita a viva voz: “Mira
mamá, una mujer desnuda” a los que escuchas cuchichear y reírse a carcajada
libre.
Una voz
grave que me resultaba familiar me ordenó que la siguiera a toda velocidad.
“Coño,
mi suegra.” ¿Después de lo de esta mañana, como le explico yo a esta mujer
esto?
-Ni una
palabra.-Me paró en seco cuando observó que iba a decir algo.- No quiero
saberlo.
Aquello
no sé si fue un guiño de complicidad o un “ya te enterarás”. Sonó como “Te
preguntaré cuando menos te lo esperes…” “Un
polvo en condiciones…si solo quiero echar un polvo en condiciones, por Dios, y
con mi marido… ¿tan difícil es?”
Las
dependientas anoréxicas me había guardado mi ropa y me acompañaron a un privado
donde me dieron la tranquilidad que no había tenido. Mi suegra, tal y como
apareció, había desaparecido lo que me ayudó a tranquilizarme y ordenar mis
ideas. Cuando salí de aquel cuarto, la jefa de tienda me estaba esperando con
dos bolsas de la marca, llenas de artículos que me obligaron a coger, con la
condición de que aquel pequeño incidente no saliera a la luz.
Después
de todo las anoréxicas se habían portado.
Zapatos, bolsos, y varios vestidos iban en aquellas grandes bolsas con
una nota de disculpas y poniéndose a mi entera disposición.
Sinceramente,
las ganas de quemar la tarjeta se me habían esfumado de tal manera, que decidí
volver a casa para comenzar a prepararme para el asalto final.
En
cuanto atravesé la puerta de mi casa, volqué sobre el sofá el contenido de las
dos bolsas y mi vida cambió para siempre. Cuatro vestidos, tres bolsos y tres
pares de zapatos a juego se hallaban ante mi como salidos frotando de la
lámpara maravillosa. Me inundó una sensación de alegría que fui incapaz de
frenar la euforia y me puse a saltar a gritar y a llorar como una loca por toda
la casa. Después de todo lo que había pasado, por fin, un golpe de suerte.
Decidí
posponer la elección del vestido para mas tarde y ponerme inmediatamente a
cocinar.
Saqué
los pichones del frigorífico y de dos certeros hachazos le corté las cuatro
alas. Estas las rehogué con un poco de zanahoria, ajo, cebolla y un puerro bien
grande. Cuando ya lo tenía dorado le añadí un buen vaso de vino tinto y dejé
que se redujera un poco. Al rato ahogué el resultado en medio litro de agua y
dejé que volviera a reducir lentamente. Cuando estuvo hecho lo colé y se lo
agregué a una reducción de vinagre, pomelo y azúcar; a la que ayudé con un
poquito de mantequilla.
Todavía
recuerdo, cada vez que miro la mantequilla, la primera vez que vi “El último
tango en París”. Estaba recién casada y me impactó tanto, que fue motivo de
bastantes revolcones de los que no olvidas. ¡Pero no se lo digáis a nadie!
Sigamos que me disperso. Os estaba contando como iba a
cocinar los pichones.
Ya solo me quedaba sazonar los pichones y meterlos al horno,
pero eso no sería hasta que mi marido llegara. Como guinda del plato, y para utilizarlo
como guarnición confité unas peras al vino
que las serviría con unos gajos de pomelo.
Con que, la cena en marcha, la tarta en el congelador, el
vino enfriándose y la mesa del salón con un aspecto inmejorable, a base de
centros de flores ricamente adornados, velas rojas en sus portavelas y la mejor
vajilla y cubertería milimétricamente alineadas.
Llegó el momento de arreglarme y hacer salir a la mujer que
llevaba dentro. No en vano, diez años de casado no se cumplen todos los días, y
aquella pretendía que fuera inolvidable.
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