Todas
las mañanas, antes del alba, me sacaba
de entre las sábanas que alimentan los sueños, el estridente repiqueteo de una
cucharilla de café rebotando en las paredes de una desportillada taza. El
cansino tintineo ascendía etéreo para enredarse, juguetear y hacerse permeable
a la estancia superior, a través del envejecido artesonado del techo de
principio del siglo XX, que había
conocido no menos de diez colores diferentes y, algo más de una treintena de
capas del ungüento oleaginoso que lo resucitaba del lánguido e inexorable
proceso de deterioro al que todo material es susceptible de sufrir debido al transcurrir
del tiempo.
Todas
las mañanas, antes del alba, me levantaba cansinamente y bajaba los
interminables y vetustos escalones de madera que separaban la planta baja de la
zona noble de la gran casa de campo. Atravesaba el inmenso corredor, pobremente
iluminado por un mortecino punto de luz que dejaba a la vista las vergonzantes
y descuidadas paredes empapeladas, y me dirigía a la cocina, no menos
desvencijada, en busca de olor a café recién hecho.
Todas
las mañanas, antes del alba, cerraba el nervioso goteo del grifo del lavabo y apagaba
la luz del cuarto de baño de la planta baja, que obstinadamente se empecinaba
en amanecer prendida.
Todas las
mañanas, antes del alba, me paraba en el vano de la puerta de la cocina y observaba
detenidamente la habitación vacía en busca del origen del sonido y, todas las
mañanas, antes del alba, encontraba la más absoluta Nada.
Todas
las mañanas, antes del alba, el intenso frío acumulado durante la noche se
convertía en heladora incapacidad para reaccionar ante tal cúmulo de
acontecimientos que me dejaban la desagradable sensación de que en aquella
vieja casa habitaba alguien más que mis recuerdos y yo.
Hacía
ya algunos meses que aquella ceremonia se repetía día tras día en una especie
de bucle sin sentido, exento de una explicación que llevarse a la boca, y que
me estaba obligando a plantearme el vender la casona familiar que construyó mi
bisabuelo como demostración palpable de su recién obtenida fortuna, a expensas
del comercio del tabaco con las Américas y a los incipientes tratos mercantiles
con los habitantes del cono sur.
Amanecía
y los primeros rayos del nuevo día me devolvían a mi solitaria existencia llena
de problemas y carente de familiares y amistades a quien recurrir. Aquella casa
era uno de esos problemas que vas posponiendo con la imposible esperanza de
volver a reverdecer lujosos pasados llenos de alegrías familiares, incesante ir
y venir de personas y cosas, y sobre todo, el inconcebible e improbable momento
de soledad que ahora se perpetuaba dolorosamente a mi alrededor.
Todo
comenzó el día en que mi bisabuelo desapareció en medio del océano atlántico en
un terrible naufragio, debido a una tempestad que destrozó la embarcación en la
que viajaba como si fuera de papel, no dejando más testigo que unas cuantas
tablas desperdigadas por el ancho mar. Mi bisabuela, rota de dolor terminó
sucumbiendo a la llamada de la muerte, y semanas después de la inesperada
noticia la enterramos en el patio trasero de la casa, bajo el almendro, que
había sido testigo perpetuo del ascenso y posterior caída del imperio familiar.
Caprichos
del destino, mi abuelo, por aquel
entonces un joven alocado, que combatió
en el lado nacional de la fratricida guerra civil licenció apresuradamente su carrera militar, y sin una clara idea de
los menesteres propios del negocio, se hizo cargo de llevar las riendas de una
empresa hecha a imagen y semejanza de la rectitud y orden de su padre.
Con
ayuda de un gerente traído exprofeso desde Suiza comenzó a llevar a cabo una modernización
de todas las estructuras de la empresa y que en poco más de dos años la llevó a
cotas inimaginables en tiempos de su progenitor; pero que en el lado contrario
de la balanza, endeudó el negocio de tal manera que una serie de incendios y malas cosechas, provocaron que se produjera
una severa falta de material con el que
negociar, mientras que los gastos de la nueva flota se multiplicaban
exponencialmente.
En esos
años, mi padre, el primogénito fruto de
una desenfrenada noche de primavera en la que mi abuela bajó la guardia, ya
vestía pantalón largo y comenzaba a estudiar
en el Liceo Francés de la capital; mi tío Felipe que unas fiebres habían
dejado postrado en una cama para el resto de sus días, necesitaba dedicación
completa y una serie de medicamentos que cada vez eran más difíciles y caros de
conseguir en la España de postguerra; y para ponerle la guinda al pastel, mi
abuela esperaba ya el tercer hijo llena de dolor maternal por su hijo enfermo y
un cuerpo bastante castigado por los embarazos anteriores en una edad tan
temprana.
Haciendo
arriesgadas inversiones y diversificando el negocio con contactos
norteafricanos, menos propensos a los riesgos marítimos, pudieron mantener la
empresa abierta durante los años que la Segunda Guerra mundial marcaba a fuego
el futuro de varias generaciones europeas. En los años de plomo y ajustes de
cuentas mi abuelo se destapó como un experto cortesano, ágil y hábil moviéndose
entre militares, clero, y demás poderes fácticos, ávidos de lisonjas más o menos elevadas, lo
que produjo un inmediato resurgimiento de las cuentas bancarias que fueron
alimentadas regularmente con dinero procedente de las arcas públicas.
El
tobogán de la vida volvía a dar una segunda oportunidad a la familia para
ascender a los cielos del éxito.
Todas las mañanas, después del alba, me deshacía
de las ganas de volver a la cama con una obligada ducha de agua fría que más
que reconfortar me helaba el alma. El agua caliente era un lujo que no podía
permitirme en aquellos momentos, por lo que me auto-convencía de las supuestas
bondades de comenzar el día castañeteando los dientes hasta la hora del
almuerzo.
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