lunes, 5 de mayo de 2014

Todas las mañanas. (primera parte)



Todas las mañanas, antes del alba,  me sacaba de entre las sábanas que alimentan los sueños, el estridente repiqueteo de una cucharilla de café rebotando en las paredes de una desportillada taza. El cansino tintineo ascendía etéreo para enredarse, juguetear y hacerse permeable a la estancia superior, a través del envejecido artesonado del techo de principio del siglo XX,  que había conocido no menos de diez colores diferentes y, algo más de una treintena de capas del ungüento oleaginoso que lo resucitaba del lánguido e inexorable proceso de deterioro al que todo material  es susceptible de sufrir debido al transcurrir del tiempo.
Todas las mañanas, antes del alba, me levantaba cansinamente y bajaba los interminables y vetustos escalones de madera que separaban la planta baja de la zona noble de la gran casa de campo. Atravesaba el inmenso corredor, pobremente iluminado por un mortecino punto de luz que dejaba a la vista las vergonzantes y descuidadas paredes empapeladas, y me dirigía a la cocina, no menos desvencijada, en busca de olor a café recién hecho.
Todas las mañanas, antes del alba, cerraba el nervioso goteo del grifo del lavabo y apagaba la luz del cuarto de baño de la planta baja, que obstinadamente se empecinaba en amanecer prendida. 
Todas las mañanas, antes del alba, me paraba en el vano de la puerta de la cocina y observaba detenidamente la habitación vacía en busca del origen del sonido y, todas las mañanas, antes del alba, encontraba la más absoluta Nada.
Todas las mañanas, antes del alba, el intenso frío acumulado durante la noche se convertía en heladora incapacidad para reaccionar ante tal cúmulo de acontecimientos que me dejaban la desagradable sensación de que en aquella vieja casa habitaba alguien más que mis recuerdos y yo.
Hacía ya algunos meses que aquella ceremonia se repetía día tras día en una especie de bucle sin sentido, exento de una explicación que llevarse a la boca, y que me estaba obligando a plantearme el vender la casona familiar que construyó mi bisabuelo como demostración palpable de su recién obtenida fortuna, a expensas del comercio del tabaco con las Américas y a los incipientes tratos mercantiles con los habitantes del cono sur.
Amanecía y los primeros rayos del nuevo día me devolvían a mi solitaria existencia llena de problemas y carente de familiares y amistades a quien recurrir. Aquella casa era uno de esos problemas que vas posponiendo con la imposible esperanza de volver a reverdecer lujosos pasados llenos de alegrías familiares, incesante ir y venir de personas y cosas, y sobre todo, el inconcebible e improbable momento de soledad que ahora se perpetuaba dolorosamente a mi alrededor.
Todo comenzó el día en que mi bisabuelo desapareció en medio del océano atlántico en un terrible naufragio, debido a una tempestad que destrozó la embarcación en la que viajaba como si fuera de papel, no dejando más testigo que unas cuantas tablas desperdigadas por el ancho mar. Mi bisabuela, rota de dolor terminó sucumbiendo a la llamada de la muerte, y semanas después de la inesperada noticia la enterramos en el patio trasero de la casa, bajo el almendro, que había sido testigo perpetuo del ascenso y posterior caída del imperio familiar.
Caprichos del destino,  mi abuelo, por aquel entonces un joven alocado,  que combatió en el lado nacional de la fratricida guerra civil licenció apresuradamente  su carrera militar, y sin una clara idea de los menesteres propios del negocio, se hizo cargo de llevar las riendas de una empresa hecha a imagen y semejanza de la rectitud y orden de su padre.
Con ayuda de un gerente traído exprofeso desde Suiza comenzó a llevar a cabo una modernización de todas las estructuras de la empresa y que en poco más de dos años la llevó a cotas inimaginables en tiempos de su progenitor; pero que en el lado contrario de la balanza, endeudó el negocio de tal manera que una serie de incendios y  malas cosechas, provocaron que se produjera una  severa falta de material con el que negociar, mientras que los gastos de la nueva flota se multiplicaban exponencialmente.
En esos  años, mi padre, el primogénito fruto de una desenfrenada noche de primavera en la que mi abuela bajó la guardia, ya vestía pantalón largo y comenzaba a estudiar  en el Liceo Francés de la capital; mi tío Felipe que unas fiebres habían dejado postrado en una cama para el resto de sus días, necesitaba dedicación completa y una serie de medicamentos que cada vez eran más difíciles y caros de conseguir en la España de postguerra; y para ponerle la guinda al pastel, mi abuela esperaba ya el tercer hijo llena de dolor maternal por su hijo enfermo y un cuerpo bastante castigado por los embarazos anteriores en una edad tan temprana.
Haciendo arriesgadas inversiones y diversificando el negocio con contactos norteafricanos, menos propensos a los riesgos marítimos, pudieron mantener la empresa abierta durante los años que la Segunda Guerra mundial marcaba a fuego el futuro de varias generaciones europeas. En los años de plomo y ajustes de cuentas mi abuelo se destapó como un experto cortesano, ágil y hábil moviéndose entre militares, clero, y demás poderes fácticos,  ávidos de lisonjas más o menos elevadas, lo que produjo un inmediato resurgimiento de las cuentas bancarias que fueron alimentadas regularmente con dinero procedente de las arcas públicas.
El tobogán de la vida volvía a dar una segunda oportunidad a la familia para ascender a los cielos del éxito.
Todas las mañanas, después del alba, me deshacía de las ganas de volver a la cama con una obligada ducha de agua fría que más que reconfortar me helaba el alma. El agua caliente era un lujo que no podía permitirme en aquellos momentos, por lo que me auto-convencía de las supuestas bondades de comenzar el día castañeteando los dientes hasta la hora del almuerzo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario