Mi dormitorio era un verdadero
paraíso terrenal para una mujer. Ordené cuidadosamente todas las dádivas, que
me habían costado un moratón y un buen rato de exhibir la más absoluta de las vergüenzas,
sobre la cama. La visión de tanta prenda me sumió en un estado de absoluta
felicidad que no empañó ni todos los dislates que había sufrido durante el día.
Llevareis tiempo
preguntándoos, después de todas las desventuras que había sufrido, sí aun me
quedaban ganas de esa noche de pasión. La respuesta es un rotundo sí. Cuando a
una mujer se le mete algo entre ceja y ceja, eso sí, bien depiladas, no hay
viento ni marea que la detenga. Y eso es precisamente lo que nos hace fuertes.
Es lo que nos distingue de los hombres, y nos hace sobrevivir en este mundo
hecho a la imagen y medida del macho.
Cuando realmente descubramos
el potencial que nos está, en la mayoría de los casos, vedado seremos una verdadera alternativa al poder machista
que nos rodea. Seremos capaces de cambiar el mundo y, adaptarlo y moldearlo
desde nuestro propio punto de vista, gustos y forma de entender la vida. Eso
sí, lo tendremos que cambiar desde nuestros ideales, no queriendo adoptar
formas masculinas para triunfar. Siendo nosotras mismas, pese a quien le pese,
y enfrentando a quien se enfrente. Con esto no os digo que tengamos que adoptar
la filosofía feminista a pies juntillas; tendríamos que ser capaces de imponer
la filosofía femenina con todas sus consecuencias. Imponer la abnegación y
sacrificio que demuestran todas las madres, todos los días y en todas las
situaciones. Imponer la capacidad de superación y de ir más allá de la mujer
trabajadora, que siendo en muchos casos mejores que sus superiores, se
encuentran a la sombra del macho alfa. Desde el sacrificio conjunto podremos
avanzar como grupo, reuniendo nuestro poder alrededor de la familia y las
relaciones de amor que sellan estas.
Por esto, bajo mi modesto
objetivo, no habrá imponderable que me impida poner lo que sea necesario de mi
parte para conseguir lo que quiero, o lo que necesito. ¿O no pensáis igual?
Después de una ligera ducha,
me fui probando todos los vestidos con sus respectivos complementos para
decidir cuál sería el elegido. Finalmente me decanté por uno rojo de seda que
se adaptaba a mis encantos como guante a mano. Me veía y sentía preciosa. Sí
yo, que soy mi primera y más acérrima detractora, me sentía así, os puedo
asegurar que a mi marido le iba a dejar con la boca abierta.
Había llegado la hora del
maquillaje, que escogí con sumo cuidado, y con más aún me lo apliqué. Sacando
de mi todo aquel recurso que no sabía que tenía conseguí un resultado que hasta
a mí me sorprendió.
Cuando observé el reloj y vi
la hora el corazón me dio un vuelco. Después de todo lo que había sufrido, no
me podía permitir el lujo de llegar tarde a mi propia cita. Con tan solo un
albornoz, pintada y peinada, salí disparada a la cocina para poner el horno a
calentar y preparar el delicioso plato que íbamos a compartir.
Me acordé que debía sacar del
congelador la deliciosa tarta que tenía destinada para el “primer postre de la
noche”. Abrí la puerta y vi una pequeña bolsa de papel al lado de la tarta que
no recordaba que contenía. El primer indicio, y más revelador era el nombre que
tenía impreso. “Sweet tongue”. ¿Podría
haber sido capaz de hacer lo que me estaba imaginando?
En un alarde del despiste más
absoluto había congelado el conjunto de braguita y sujetador que había comprado
esa mañana. Y no solo eso, sino las bolas chinas con las caritas smile, el
anillo vibrador que compré para mi marido, y unos pequeños botes de aceites y
lubricantes que para colmo eran de efecto frío y calor… “¿Más frío quieres, hija de mi vida?”
Todo el conjunto se había
convertido en un verdadero taco de hielo. El gracioso pom pom parecía una bola
de helado de pelo rojo. El elástico que completaba el minúsculo tanga parecía
esculpido en madera, y el resto de las cosas se enredaban con el taco de hielo.
“¡La madre que me parió!” Os
juro que fuera de este día, soy una persona bastante responsable, sin apenas
despistes y muy centrada; pero lo que me estaba sucediendo ese día no tenía nombre,
y mucho menos parangón con el resto de mi ordenada vida.
Aproveché que estaba el horno
encendido y metí el taco de hielo que contenía mis preciadas pertenecías para
empezar a descongelarlo. Os podéis imaginar la estampa.
Sentada en un taburete frente
al horno, observando cómo se descongelaba mi ropa interior, las bolas chinas
que había comprado para reforzar mi suelo pélvico, o lo que se encartara; y el
anillos vibrador que pretendía que mi marido se pusiera esa noche. Si se lo
llego a poner tal como estaba no se le levanta en un mes. La situación comenzó
a resultarme ciertamente cómica, hasta tal punto que no pude aguantar más, y
entre risas nerviosas, llantos y carcajadas, comencé a reírme de una manera tan
descontrolada que me llegó a faltar la respiración.
Los aceites esenciales
comenzaban a parecerse a una granizada amarilla y grasienta; el pom pom tenía
el aspecto de un gato de angora después de salir del baño, y las bolas tomaron
un tono dorado que no tenían antes.
Después de un buen rato el
bloque se había convertido en agua y los objetos volvieron a separarse. Dejé
solo el conjunto en el horno para que terminada de secarse y ver si el
resultado me serviría para poder colocármelo con plenas garantías. Al poco,
parecían estar ya secos y solo tuve que, con el secador, darle al pom pom un
poco de gracia.
Mientras que, con el secador
le intentaba dar forma redonda a aquello, se iban cocinando los dos capones en
el horno. En apenas 15 minutos iba a llegar mi marido y debía estar perfecta.
Tiré el albornoz desde la puerta del cuarto de baño y de camino al dormitorio
me fui colocando el conjunto. La hebilla metálica del sujetador me quemó
ligeramente la espalda, mal menor debido las
circunstancias. El vestido se ajustó a mi cuerpo como hecho a medida,
los zapatos eran una obra de ingeniería, con el talón sostenido por un finísimo
tacón con punta metálica;
Unas gotas de perfume de
Carolina Herrera, rematando unos zafiros engarzados en oro blanco daban el contraste perfecto a mi piel blanca.
Lo que vi en el gran espejo
del dormitorio me dejó satisfecha por completo. Me sentía como una novia a
punto de pisar el altar. Nerviosa y expectante ante lo que se avecinaba.
De camino a la cocina, encendí
las velas del salón, y saqué los jugosos capones del horno. Tenían una pinta
fabulosa y un olor que embriagaba.
En ese preciso instante
escuché la llave girar, esa voz masculina llamarme con timbre cantarín desde la
entrada. La alegría me asomó a la cara en forma de lágrimas que no pude
contener. Se presentó en el marco de la puerta, con su impecable traje gris de
la misma impoluta forma con la que salió esa mañana y una gran caja de porte
impresionante a sus pies. Por el tamaño bien podrían caber un par de niños
dentro. Se me acercó con los brazos en cruz, la cara que ponen los hombres
cuando ven algo que les gusta y un felicidades que bien lo podría haber
pronunciado Frank Sinatra.
Me rodeó con sus brazos y me
besó apasionadamente durante más tiempo del que puedo recordar. Caí rendida a
sus pies, tanto que tuve que agarrarme con fuerza a su cuello para no caer.
Las cosas que me dijo al oído,
me las guardo para mí en lo más profundo de mi corazón. Nunca las olvidaré
mientras viva. Aquellos sonidos provocaron una serie encadenada de lágrimas que
no recordaba desde el día que me casé. El abrazo fue largo y reconfortante.
Después de un duro día todo estaba llegando a su fin.
Como era su costumbre, me
agarró de las nalgas y me levantó en volandas con la misma facilidad del que
levanta a un bebé. Continuó besándome cada vez más apasionadamente hasta que me
dejó sobre la encimera. Estuve a punto de frenarlo y llevar las cosas por el
cauce que las había imaginado todo el día.
Lo siguiente que recuerdo fue
estar tumbada boca abajo semidesnuda, con un dolor terrible en trasero y
muslos; y a mi marido con las dos manos vendadas, y una terrible cara de culpa
inyectada en lágrimas que nunca olvidaré.
Estaba en el hospital
recibiendo las primeras curas de unas terribles quemaduras que dolían como un
ataque de apendicitis, que me produje al sentarme sobre una bandeja de horno
ardiendo. Finalmente el dicho de “lo que mal empieza, mal acaba” se había
cumplido a rajatabla, y ni mi férrea convicción de llevar a delante esa noche
no pudo impedir que el décimo aniversario fuera un completo desastre.
¡Chicas, el año que viene lo
volveré a intentar!
Trece de mayo de 2014.
Manuel F.
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