martes, 13 de mayo de 2014

Desdichadas desventuras de una mujer de mediana edad en busca de una noche loca. (tercera y última parte)



Mi dormitorio era un verdadero paraíso terrenal para una mujer. Ordené cuidadosamente todas las dádivas, que me habían costado un moratón y un buen rato de exhibir la más absoluta de las vergüenzas, sobre la cama. La visión de tanta prenda me sumió en un estado de absoluta felicidad que no empañó ni todos los dislates que había sufrido durante el día.



Llevareis tiempo preguntándoos, después de todas las desventuras que había sufrido, sí aun me quedaban ganas de esa noche de pasión. La respuesta es un rotundo sí. Cuando a una mujer se le mete algo entre ceja y ceja, eso sí, bien depiladas, no hay viento ni marea que la detenga. Y eso es precisamente lo que nos hace fuertes. Es lo que nos distingue de los hombres, y nos hace sobrevivir en este mundo hecho a la imagen y medida del macho.



Cuando realmente descubramos el potencial que nos está, en la mayoría de los casos, vedado seremos  una verdadera alternativa al poder machista que nos rodea. Seremos capaces de cambiar el mundo y, adaptarlo y moldearlo desde nuestro propio punto de vista, gustos y forma de entender la vida. Eso sí, lo tendremos que cambiar desde nuestros ideales, no queriendo adoptar formas masculinas para triunfar. Siendo nosotras mismas, pese a quien le pese, y enfrentando a quien se enfrente. Con esto no os digo que tengamos que adoptar la filosofía feminista a pies juntillas; tendríamos que ser capaces de imponer la filosofía femenina con todas sus consecuencias. Imponer la abnegación y sacrificio que demuestran todas las madres, todos los días y en todas las situaciones. Imponer la capacidad de superación y de ir más allá de la mujer trabajadora, que siendo en muchos casos mejores que sus superiores, se encuentran a la sombra del macho alfa. Desde el sacrificio conjunto podremos avanzar como grupo, reuniendo nuestro poder alrededor de la familia y las relaciones de amor que sellan estas.



Por esto, bajo mi modesto objetivo, no habrá imponderable que me impida poner lo que sea necesario de mi parte para conseguir lo que quiero, o lo que necesito. ¿O no pensáis igual?





Después de una ligera ducha, me fui probando todos los vestidos con sus respectivos complementos para decidir cuál sería el elegido. Finalmente me decanté por uno rojo de seda que se adaptaba a mis encantos como guante a mano. Me veía y sentía preciosa. Sí yo, que soy mi primera y más acérrima detractora, me sentía así, os puedo asegurar que a mi marido le iba a dejar con la boca abierta.



Había llegado la hora del maquillaje, que escogí con sumo cuidado, y con más aún me lo apliqué. Sacando de mi todo aquel recurso que no sabía que tenía conseguí un resultado que hasta a mí me sorprendió.



Cuando observé el reloj y vi la hora el corazón me dio un vuelco. Después de todo lo que había sufrido, no me podía permitir el lujo de llegar tarde a mi propia cita. Con tan solo un albornoz, pintada y peinada, salí disparada a la cocina para poner el horno a calentar y preparar el delicioso plato que íbamos a compartir.



Me acordé que debía sacar del congelador la deliciosa tarta que tenía destinada para el “primer postre de la noche”. Abrí la puerta y vi una pequeña bolsa de papel al lado de la tarta que no recordaba que contenía. El primer indicio, y más revelador era el nombre que tenía impreso. “Sweet tongue”. ¿Podría  haber sido capaz de hacer lo que me estaba imaginando?



En un alarde del despiste más absoluto había congelado el conjunto de braguita y sujetador que había comprado esa mañana. Y no solo eso, sino las bolas chinas con las caritas smile, el anillo vibrador que compré para mi marido, y unos pequeños botes de aceites y lubricantes que para colmo eran de efecto frío y calor… “¿Más frío quieres, hija de mi vida?



Todo el conjunto se había convertido en un verdadero taco de hielo. El gracioso pom pom parecía una bola de helado de pelo rojo. El elástico que completaba el minúsculo tanga parecía esculpido en madera, y el resto de las cosas se enredaban con el taco de hielo.



“¡La madre que me parió!” Os juro que fuera de este día, soy una persona bastante responsable, sin apenas despistes y muy centrada; pero lo que me estaba sucediendo ese día no tenía nombre, y mucho menos parangón con el resto de mi ordenada vida.



Aproveché que estaba el horno encendido y metí el taco de hielo que contenía mis preciadas pertenecías para empezar a descongelarlo. Os podéis imaginar la estampa.



Sentada en un taburete frente al horno, observando cómo se descongelaba mi ropa interior, las bolas chinas que había comprado para reforzar mi suelo pélvico, o lo que se encartara; y el anillos vibrador que pretendía que mi marido se pusiera esa noche. Si se lo llego a poner tal como estaba no se le levanta en un mes. La situación comenzó a resultarme ciertamente cómica, hasta tal punto que no pude aguantar más, y entre risas nerviosas, llantos y carcajadas, comencé a reírme de una manera tan descontrolada que me llegó a faltar la respiración.



Los aceites esenciales comenzaban a parecerse a una granizada amarilla y grasienta; el pom pom tenía el aspecto de un gato de angora después de salir del baño, y las bolas tomaron un tono dorado que no tenían antes.



Después de un buen rato el bloque se había convertido en agua y los objetos volvieron a separarse. Dejé solo el conjunto en el horno para que terminada de secarse y ver si el resultado me serviría para poder colocármelo con plenas garantías. Al poco, parecían estar ya secos y solo tuve que, con el secador, darle al pom pom un poco de gracia.



Mientras que, con el secador le intentaba dar forma redonda a aquello, se iban cocinando los dos capones en el horno. En apenas 15 minutos iba a llegar mi marido y debía estar perfecta. Tiré el albornoz desde la puerta del cuarto de baño y de camino al dormitorio me fui colocando el conjunto. La hebilla metálica del sujetador me quemó ligeramente la espalda, mal menor debido las  circunstancias. El vestido se ajustó a mi cuerpo como hecho a medida, los zapatos eran una obra de ingeniería, con el talón sostenido por un finísimo tacón con punta metálica; 

Unas gotas de perfume de Carolina Herrera, rematando unos zafiros engarzados en oro blanco  daban el contraste perfecto a mi piel blanca.



Lo que vi en el gran espejo del dormitorio me dejó satisfecha por completo. Me sentía como una novia a punto de pisar el altar. Nerviosa y expectante ante lo que se avecinaba.



De camino a la cocina, encendí las velas del salón, y saqué los jugosos capones del horno. Tenían una pinta fabulosa y un olor que embriagaba.



En ese preciso instante escuché la llave girar, esa voz masculina llamarme con timbre cantarín desde la entrada. La alegría me asomó a la cara en forma de lágrimas que no pude contener. Se presentó en el marco de la puerta, con su impecable traje gris de la misma impoluta forma con la que salió esa mañana y una gran caja de porte impresionante a sus pies. Por el tamaño bien podrían caber un par de niños dentro. Se me acercó con los brazos en cruz, la cara que ponen los hombres cuando ven algo que les gusta y un felicidades que bien lo podría haber pronunciado Frank Sinatra.



Me rodeó con sus brazos y me besó apasionadamente durante más tiempo del que puedo recordar. Caí rendida a sus pies, tanto que tuve que agarrarme con fuerza a su cuello para no caer.



Las cosas que me dijo al oído, me las guardo para mí en lo más profundo de mi corazón. Nunca las olvidaré mientras viva. Aquellos sonidos provocaron una serie encadenada de lágrimas que no recordaba desde el día que me casé. El abrazo fue largo y reconfortante. Después de un duro día todo estaba llegando a su fin.



Como era su costumbre, me agarró de las nalgas y me levantó en volandas con la misma facilidad del que levanta a un bebé. Continuó besándome cada vez más apasionadamente hasta que me dejó sobre la encimera. Estuve a punto de frenarlo y llevar las cosas por el cauce que las había imaginado todo el día.









Lo siguiente que recuerdo fue estar tumbada boca abajo semidesnuda, con un dolor terrible en trasero y muslos; y a mi marido con las dos manos vendadas, y una terrible cara de culpa inyectada en lágrimas que nunca olvidaré.





Estaba en el hospital recibiendo las primeras curas de unas terribles quemaduras que dolían como un ataque de apendicitis, que me produje al sentarme sobre una bandeja de horno ardiendo. Finalmente el dicho de “lo que mal empieza, mal acaba” se había cumplido a rajatabla, y ni mi férrea convicción de llevar a delante esa noche no pudo impedir que el décimo aniversario fuera un completo desastre.



¡Chicas, el año que viene lo volveré a intentar!







Trece de mayo de 2014.



Manuel F.

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