lunes, 26 de mayo de 2014

La caída. (Prologo)

PROLOGO.



La fría noche invernal transcurría nerviosa por las despobladas calles de la gran manzana. Ancianos solitarios se afanaban por entrar en calor entre miserables cartones, al mismo tiempo que trasnochadores, ebrios de vida, intentaban alargar una copa más la noche, y algunos cuellos encogidos buscaban refugio del resto de la fauna que compartía la vigilia. Al reconfortante sol le quedaban algunas horas para comenzar su larga y solitaria jornada laboral, mientras un nervioso despertador perturbaba el tranquilo titilar de las estrellas, y le hacía la vida imposible al cuerpo que yacía aletargado en aquella habitación, sacándolo a patadas de sueños de viajes imposibles y mujeres sin rostro. La mortecina luz de la reina de los astros regaba, con tonos azulados, la habitación de motel barato llena de cucarachas, chinches, especies sin catalogar, y un olor acre a almas putrefactas de dudoso presente, y más incierto futuro que corrompía las vidas de sus despreciados huéspedes. El desorden reinaba entre la mugre, las ganas de acabar con todo y la insoportable soledad de un corazón roto, colmado de dolor, que lo mantenía atado a los recuerdos, y a imágenes de profundos pozos negros sin posibilidad alguna de salir o ser rescatado.



Ese día comenzaban sus vacaciones Parisinas, pero más que un motivo de alegría era un sufrimiento tal, que se durmió con la intención de perder el vuelo de la vida, quedándose reducida a una minúscula esquela en la penúltima página de algún diario local. Tres días de alcohol barato habían pasado una factura difícil de pagar a aquellas horas. Sobre la cama de insalubres sábanas estaba amartillada la metálica solución que el diablo le había procurado para hacer fácil el acto final. Tras no lograr reunir convincentes razones para sacar su maltrecho cuerpo de la cama deslizó el brazo derecho por encima de la infame tela que cubría el colchón, recogió la extrañamente pesada pistola entre los temblorosos dedos, y se introdujo el frío cañón en la garganta.



Un segundo interminable, trufado de imágenes de terribles animales alimentándose con sus entrañas, y arcadas de dolor llenas de incertidumbres y apocalípticos mensajes, presagiaban que la escena no tendría un final muy decoroso. Lo que encontró fue un salvador vómito que terminó por arruinar las deterioradas sábanas, y sacarlo de su letargo alcohólico que había mantenido dos largos días, a base de litros del más insultante Bourbon que encontró en la licorería.



Las sempiternas sirenas de los servicios de urgencias, convertidas en improvisadas bandas sonoras que acunan siniestramente las almas que el mundo ha desheredado incluso antes de nacer, sacaron al joven abogado del abotargado lisérgico que lo había mantenido atado a su dolor.



Apartando al andar toda la porquería acumulada por la raída moqueta, arrastró los despojos de su cuerpo a la insalubre ducha, de un color marrón de tono indefinido adquirido a base del esfuerzo conjunto de capas de suciedad y una limpiadora inexistente. Resultó ser un bálsamo más acertado de lo que esperaba, devolviéndole parte de la vida que había estado perdiendo en las últimas horas y reactivando músculos que creía perdidos. Un oxidado espejo que apenas dejaba ver la imagen que reflejaba, le recordó que la espesa barba eran los últimos rasgos visibles que le quedaban de su paso por el purgatorio de los castigados, que le habían infringido una profunda herida en el alma y un naufragio masivo de su anterior vida.

Ese hombre que reflejaba el espejo no parecía, ni de lejos, al Sam Citrix que pasaba por ser el abogado contratado más prometedor del omnipresente buffet de Los Angeles, Andersen, Blackburg &Rubinstein. Especialistas en litigios mercantiles, AB&R era el buffet de cabecera de toda la industria cinematográfica, contando entre sus clientes con la flor y nata de directores, actores y productores de Hollywood, tanto del cine tradicional, como la potente industria pornográfica del valle de San Fernando. Con clientes en el que dinero no tiene el menor significado, su éxito se basaba en su impecable política de confidencialidad que hacía las delicias de la industria, lo que provocaba, como efectos colaterales, que el movimiento de personas y documentos dentro del recinto de la empresa estuviera siempre fiscalizado por un potente servicio de vigilancia. Conocidos como “los controladores de plagas” eran temidos por los mismísimos socios de la firma, contando entre sus competencias  no solo el estricto ámbito profesional, sino que traspasaban las fronteras del edificio para convertirse en verdaderos hombres de negro, que velaban por el estricto cumplimiento de las normas y la rectitud en el proceder de cada empleado. El gerente de la división de espionaje, Robert Kallum, un exmilitar de mirada dura como el pedernal y modales de soldado curtido en las calderas en la que se cocinan las guerras,  estaba autorizado a intervenir, por los medios que creyera conveniente, contra cualquier empleado de la compañía, llegando a traspasar la delgada línea de la legalidad, utilizando la fuerza, extorsión y el chantaje en casos que lo requiriera.  

Citrix pronto llegaría a ser socio y su nombre adornaría la fachada principal del edificio en enormes letras plateadas, que llenaría de números dorados la cuenta corriente desterrando para siempre los rojos. Como pasante del buffet, en sus tiempos libres, reorganizó el archivo general, rebajando ostensiblemente el tiempo para encontrar un artículo o sentencia archivada, puso en marcha un sistema informático que hizo las delicias de los socios y que le daba acceso directo a todo juicio que se produjera dentro de los Estados Unidos en tiempo real; redujo la burocracia administrativa que se tradujo en que las minutas eran enviadas a los clientes el mismo día que se cerraba un caso, lo que repercutió instantáneamente en una mayor fluidez del líquido que ingresaba la firma.

Como abogado junior del litigante de turno, demostró su eficacia en infinidad de ocasiones que le reportaron sucesivos ascensos hasta llegar al de abogado contratado para la sociedad comanditaria, y un espectacular aumento de las retribuciones, palmadas en la espalda y fiestas a las que era invitado. Kallum lo había investigado hasta el más mínimo detalle, llegando a grabarle encuentros sexuales con su novia Megan Logon, por si se le detectaba algún tipo de desviación sexual que constituyera algún desorden digno de mención en el informe vinculante que pasaba a los socios, y que sin él era imposible que se hiciera preceptivo el ascenso prometido.

El último abogado que llegó tan alto en el escalafón del bufete fue rechazado por los “controladores” por un insignificante incidente automovilístico después de salir de la cena anual que organizaba el abogado sénior del bufete Mike “Big noise” Andersen, y que no hubiera pasado de una multa y una reprimenda formal del agente, si no fuera porque Peter McManaman recurrió la multa, lo que condujo al bufete a una publicidad que no deseaban, ni admitían tener. De esto, al cese fulgurante solo pasaron 24 horas. A las 36 horas había perdido su licencia para trabajar de abogado en California debido a la sospechosa  aparición de unos supuestos documentos que lo mezclaban en actividades relacionadas con la ruptura de la confidencialidad abogado-cliente. 48 horas después fue expulsado por su casero de la lujosa residencia que habitaba y su mujer lo dejó, tras recibir unas fotos comprometedoras de su marido en compañía de una supuesta amante. Antes del fin de semana apareció muerto en la habitación de un hotel de Texas, con los sesos desparramados por la pared, y una carta en la que justificaba su suicidio. Todo muy conveniente y sin apenas publicidad extra.

A Robert la vida le sonreía en lo profesional y en el terreno sentimental. Natural de Hope (Arkansas), era el mayor de tres hermanos dedicados a la agricultura intensiva en la finca familiar. Su padre, un hombre sabio, conocido como el filósofo, había trabajado las mismas tierras desde que nadie podía recordar e incentivó siempre, el amor por las tradiciones, la familia y los buenos modales entre todos los miembros de su familia. Su madre, un alma cándida y llena de amor, perdió la visión por una glucemia no detectada que le dañó irremediablemente el nervio óptico, lo que la dejó en un estado dependiente que terminó por dejarla enclaustrada entre las cuatro paredes de su casa. Este impedimento físico nunca la frenó en su afán de mantener sus obligaciones familiares en un nivel que rallaba lo obsesivo. Sus hermanos, aún jóvenes, compaginaban sus estudios con el duro trabajo de la granja mientras imaginaban un futuro como el de su hermano. A Robert, pronto sus inquietudes y capacidades le fueron recompensadas con una beca para estudiar en Berkeley (California), destacando entre sus compañeros por unas excelentes notas, que le reportaron una oportunidad para tomar contacto con el bufete a través de unas prácticas no remuneradas.

Su profesor de Derecho Penal en la universidad, Robert Blackburg, a la postre socio del bufete, se fijó en él muy pronto, acogiéndolo bajo su tutela y guía lo que le permitió tener casi asegurado un puesto de trabajo antes de licenciarse. Sam encarnaba lo que el gran Robert Blackburg catalogaba como un “ratón de iglesia” cuando se refería a buenas personas con buena actitud y aptitudes.

Blackburg siempre trató a Sam como el hijo que nunca tuvo. Cariñoso y abnegado, pero extremadamente estricto. Tutor en su examen de colegiación, le exigió cien veces más que a cualquier otro alumno poniendo a su disposición todos los recursos del bufete, lo que le granjeó no pocos enfrentamientos con su alumno. El día que recibió la colegiación se fundieron en un abrazo más cercano al de padre-hijo que al de tutor-alumno, entre lágrimas de alegría y energía liberada.

-No solo no has conseguido la colegiación sino que además, has conseguido la nota más alta de los últimos cuarenta años en toda la costa Oeste.- Le dijo orgulloso, entre sollozos, su tutor, verdaderamente emocionado.

Megan Logon era novia de Sam desde que a ambos le quitaron los pañales en la guardería. Son esa clase de parejas que sabes instintivamente que siempre estarán juntos; de las que no decepcionarán a nadie y sumarán amigos como el que bebe agua. La pareja que gana el premio a la más popular del colegio casi sin quererlo. A la que todo el mundo se gira a mirar. Megan era una belleza sureña de larga melena negra, unos expresivos ojos verdes llenos de vida y que parecían escrutar cada rincón inexplorado que le proporcionaba la vida; un cuerpo delgado y fibroso, cultivado con la beca de atletismo con la que estudió Bellas Artes en Berkeley. Una sonrisa con la que ganaba premios de belleza y unas hábiles manos que la hacía capaz de forjar el acero más duro y tratar el material más delicado y sutil. Sus comedidos y bien cultivados modales - su clase de vida, ordenada y sana-, y su simpatía llena de buenos gestos y palabras le había proporcionado incontables admiradores a los que cíclicamente tenía que ir apartando dejando claro hasta donde iba a permitir al pretendiente avanzar. Tenía esa clase de inteligencia y empatía capaz de saber que estás pensando y sorprenderte con la frase apropiada y el gesto correcto. El verdadero ángel que Sam necesitaba en su vida.

Con la colegiación, Sam se incorporó al bufete, con un aceptable sueldo, que le permitió alquilar un deslustrado apartamento, en un edificio de estilo colonial venido a menos,  al que dieron una segunda juventud llena de luz y color. Megan le aportó ese toque femenino que hace acogedor todo lugar que tenga la suerte de administrar una mujer. Su perfecta ubicación, cercana a la playa y lejos del bullicioso ajetreo de Los Angeles, convirtió el lugar en el oasis en el que la pareja daría rienda suelta a su amor intemporal.  

Aquellos primeros años de convivencia fueron un océano de quietud, tranquilidad, pero sobre todo de deseo sexual incontrolado. El ajetreo diario del bufete no dejaba mucho espacio para la pareja, por lo que los momentos de intimidad eran un torbellino de sensaciones llenos de encuentros furtivos en cualquier habitación de la casa. Tras el cierre de la puerta principal, se marcaba el inicio de la puesta en escena de desenfrenados encuentros, llenos de besos, caricias y posturas imposibles, utilizando el mobiliario de toda la casa, que ponían a prueba la excelente preparación física de ambos. Megan, con una sensualidad desbordante, era capaz de activar con una sola mirada el resorte más inaccesible de su novio en cuestión de segundos, lo que le daba una capacidad innata para eliminar de un plumazo todo el estrés que Sam trajera del trabajo en la oficina; por el contrario, Sam conocía a su pareja como la palma de su propia mano, a la que aportaba seguridad, y un deseo incontrolable de quererla y hacerla feliz a toda costa.  A menudo, el encuentro comenzaba tras la puerta principal, entre atropellados tirones de ropas y manoseos incontrolados, continuaba en salón, cocina, escaleras o cualquier otro lugar a medio camino, con una especie de pelea por tomar el control de la situación; y terminaba entre jadeos y cuerpos sudorosos en el dormitorio o cualquier otro lugar de la casa.

Culminar un encuentro solo era el comienzo de la cuenta atrás del siguiente, solo postergados por largos paseos por la playa, cenas en cualquier local de moda, o salidas nocturnas en busca de un poco de diversión juvenil. A veces sus escarceos les hacían desplazarse cientos de kilómetros hasta un hotel al pie de un lago, entre montañas en medio de la nada, o a pleno desierto con tal de encontrar un poco de aventura extra y lugares nuevos donde  dar rienda suelta a su amor.

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