domingo, 4 de mayo de 2014

Imágenes




El cuerpo que me devolvía, como una bofetada, el envés del cepillo de plata ya no era de los que hacía saltar por los aires los más íntimos resortes de los hombres. Los surcos y alguna que otra cicatriz de otras tantas operaciones y partos le daban al conjunto un aspecto de hecho a trozos. Años de sobre alimentación me confirieron un aspecto mucho menos uniforme y mucho más curvilíneo. El recorte contra el horizonte era más cercano a un desierto de dunas interminables, con sus altas cimas y sus profundos valles que el que recordaba cuando, aún sin desposar, comencé a explorar y que, vive Dios que disfruté. Convine que no era un cuerpo que hubiera sufrido los rigores de años de duro trabajo en el campo o de horas interminables delante de los fogones, sin embargo, muy a mi pesar, sufría los rigores de la inexorable losa que es el paso de los años. Unos años vividos con intensidad y, con recuerdos y sensaciones de los que no se pueden contar a los nietos. Las imágenes vinieron a mí como en oleadas que creía olvidadas. No sé muy bien como comenzaron, pero mi cerebro reunió todo el arsenal de sensaciones que los años habían enterrado bajo toneladas de hados, duendes y criaturas menos imaginarias y más palpables.


El trato estaba cerrado. Al comienzo de la primavera sería desposada en primeras nupcias con Don Jaime Braganza, hijo primogénito de una de las más grandes familias del reino. Pocos años mayor que yo, habíamos coincidido en un par de ocasiones. La primera, cuando contaba con 15 años, con motivo de mi puesta de largo. Fue un encuentro fugaz y sin intercambio de palabra alguna. Tan solo una leve inclinación de cabeza y una sonrisa apenas dibujada. A esas alturas de mi recién estrenada adolescencia ya sabía que aquel muchacho de ojos color miel y piel mortecina sería el marido para el que mi familia me andaba preparando desde la niñez. Ese momento fue un tema recurrente en los venideros años dentro de mi entorno más cercano.
La segunda fue con motivo de una cacería a la que mi padre me exigió asistir, sin mucho afán por mi parte, pero que debo reconocer que fue uno de esos días que recuerdas con añoranza el resto de tus días. Jaime se me acercó y casi en confidencia me dijo que esas sesiones intensivas de caballo y persecución a la presa tampoco eran de su agrado. Se despidió cortésmente con una sonrisa abierta y llena de luz, un beso en la mano y un guiño tocándose el ala de su sombrero que en aquel momento me hizo desequilibrar encima de mi montura. Por aquel entonces ya contaba mis años por un par de decenas y sabía que mis jornadas de soltería pasarían pronto a ser un mero recuerdo. Mis sueños pasaban, en segundos, de la más grande de las euforias por la nueva vida que iba a comenzar al lado de un apuesto galán que apenas conocía, a la más profunda preocupación de verme a solas con un total desconocido, pero que por oídas conocía y amaba en silencio. Culto, educado y de carácter afable eran las virtudes que lo adornaban y que más le pedía a Dios en mis plegarias. Sus cartas lucían con una caligrafía exquisita y dejaban adivinar todo lo bueno que de el había oído. Al decir de mi madre, el hombre no solo debía darnos seguridad en un futuro exento de penurias económicas, también debía amarnos y respetarnos a partes iguales.

   El día de la cacería me levanté al alba, aún en camisón me aseé con el agua fresca de la mañana. Primero la cara, recorriendo cada rincón para eliminar cualquier rastro de cansancio que aún quedara en ella. Bajé hasta la cintura el camisón de seda blanco que llevaba puesto, dejando al descubierto el busto. Me recreé la vista en el espejo repasando con mis manos los senos. Pronto experimenté lo que otras veces creí que era frío. Mis pezones surgían de la piel como por arte de magia. Una sensación que no por muchas veces que se hubiera repetido disfrutaba menos. A cada pasada se tornaba más duros, señalando hacía el cielo, señalando a mi cara. Me gustaba. No solo me gustaba, hacía crecer en mí sensaciones que no sabía ni podía explicar. Sí de las pequeñas caricias pasaba a movimientos un poco más vigorosos, las sensaciones se acrecentaban hasta límites que en aquellos días no me atrevía a experimentar, para acto seguido casi avergonzada, cesar en mis movimientos. Cada mañana realizaba la experiencia, y cada mañana obtenía los mismos resultados, por lo que me convencí que debía ser así. El paso del tiempo hizo que cada amanecer llegara un poco más lejos en mis averiguaciones. Del tono gris, pasaba al arco iris más luminoso en cuestión de minutos. Por aquel entonces los quehaceres diarios de una señorita de posibles no ocupaban todo el día, por lo que  los momentos más aburridos los dedicaba a mejorar el noble arte de la autosugestión.   Por fin, dejé caer el camisón al suelo, dejando al descubierto toda mi lozanía. Solté el lazo de mi pololo y pronto el rizado vello que se extendía en el bajo vientre se reflejó en el espejo. Tras unos segundos de absorta admiración continué con mi aseo matutino, haciendo especial hincapié en lo que mi madre y mi aya me habían enseñado años atrás. Aún recuerdo, vívido en la memoria, como grabado a fuego, aquellas sensaciones cuando María, mi ayudante de cámara, se esforzaba a diario en mi aseo personal. María, cuanto la añoro. Más que una criada era una amiga a la que confesar mis más oscuros secreto y confidencia. Una alma gemela con cara de ángel y cuerpo de pecado. De mi misma edad pero con un desarrollo corporal mucho más femenino fue la que me instruyó en las lecciones más inolvidables de mi vida.  En ocasiones, su trabajo se extendía mucho más del tiempo recomendado, hasta el punto de rozar sensaciones tan placenteras que me impedían permanecer con los ojos abiertos y el cuerpo laxo. Ahora pienso, que María sabía perfectamente que aquellas enseñanzas me servirían en los años venideros y de ahí su ímpetu y constancia en la limpieza de mis lugares más íntimos. Lo que comenzaba siendo unos leves roces con agua jabonosa en mi bajo vientre proseguía con movimientos que dejaban mi cuerpo a merced de aleadas de placer. No podía, ni quería saber el porqué, solo sabía que  me inundaba de paz y sosiego. Una paz y sosiego de la que me hice adicta.
   ¡Mi dulce María! Siempre dispuesta a cumplir con mis más impronunciables deseos sin el más mínimo reproche como si ella conociera mejor mi cuerpo que yo misma. Como me confesaría tiempo después ella disfrutaba de aquel acto tanto como yo, reconociéndome que después de terminar conmigo tenía que ocultarse en su habitación para satisfacer las caricias que yo aún le proporcionaba.
Aún recuerdo aquel día de primavera que había podado la rosaleda durante toda la tarde bajo su atenta mirada. Se acercaba la hora de la cena y nos retiramos a mis aposentos para cambiarme de ropa y asearme un poco. Mis padres estaban en la capital en no recuerdo que acto de la realeza, y excepto los sirvientes la casa estaba desierta.  Ese día, después del ejercicio físico vespertino necesitaba más que nunca sus manos sobre mi piel. Necesitaba ese roce íntimo y que, con buen criterio, me había hecho prometer que nunca lo comentaría con nadie.
   Cuando llegó a la habitación me encontraba vestida solamente con una bata de seda, tejida a mano en París por las mejores manos artesanas de la época y que dejaba traslucir toda mi anatomía en  su plenitud. Cerró la puerta con la llave que mi madre me hacía girar todas las noches, y para mayor seguridad la atrancó con una silla, apoyada en el pomo. Entendía muy bien el porqué de tanto secretismo, y en el fondo se lo agradecía infinitamente. En las manos traía una vasija con agua caliente que vertió en el palanganero. En su cara, de jovencita de buena familia, se dibujaban unas mejillas sonrojadas y rellenas en su justa medida. Una sonrisa almibarada y llena de alegría se conjuntaba con sus ojos color turquesa a la perfección. Se me acercó y clavó como dardos ardientes sus pupilas en las mías. Desanudó el lazo de mi bata, cogiéndola por los hombros y dejándola caer por mi espalda. Como casi por casualidad nuestros cuerpos se rozaron por un instante sin apartar nuestras miradas, fue la primera vez que deseé besarla. Sin apenas rozar el suelo se desplazó con un movimiento armonioso hasta la pequeña tina; metió sus manos un rato en el agua tibia para calentarlas un poco y acto seguido comenzó su trabajo. Con una pequeña toallita comenzó a asearme como la profesional que era. Con la mano libre, movía mis brazos, alzaba mi torso o me hacía cambiar de postura con un leve movimiento de dedos. Había llegado a tal maestría en este menester que, con el solo roce de uno de sus dedos, sabía perfectamente que movimiento debía hacer.

   Comenzó con mis hombros y brazos, prosiguió con mi espalda y vientre, dejando para un poco más tarde mi pecho. Terminó con la parte alta de mi cuerpo y continuó con mis mulos, pantorrillas y pies, mi entrepierna fue lo último en recibir sus manos expertas. Como en una solemne ceremonia hizo una pausa y soltó la toallita en el agua, desde aquella distancia clavó su mirada en mi cuerpo que por aquellas estaba  deseoso de experiencias. Se acercó tanto que podía distinguir perfectamente en su cara el leve vello rubio que apenas la perlaba. Sus labios apenas rozaban mis mejillas y cuello. Sus manos ya me cubrían ambos pechos con movimientos casi imperceptibles, pero que disfrutaba serenamente. Con cada milímetro que ella ganaba de mi anatomía más crecía mi desesperación por que me poseyera. De las caricias más livianas pasó a pellizcar mis erectos pezones, con tanta fuerza que el dolor se  hacía casi insoportable. Solo le pedía que no parara, que continuara por siempre, que aquel momento no tuviera fin. Acercó su boca a mi pecho notando su respiración entrecortada y deseosa. Comenzó a lamerlos, a rodearlos, a besarlos lenta y parsimoniosamente hasta llegar a ese promontorio central, que lamió con fruición, casi alocadamente. Sentía su lengua moverse a la velocidad del rayo y sus dientes mordisquear con una presión controlada mientras su respiración, a la par de la mía, se hacía más profundas y agitadas. Sus manos, uñas en ristre, recorrían mis costados reportándome oleadas de placer. Subían por la espalda, marcando cada movimiento hasta llegar a los hombros. Pasaba por delante de estos y descendían por mi pecho y costados hasta comenzar de nuevo ese bucle sin fin.
   El sol caía y la habitación escasamente iluminada apenas reflejaba unas pocas sombras en la pared de enfrente  a los amplios ventanales. María, entornó las contraventanas, y encendió el candil de la mesita de noche, iluminando mi cuerpo desnudo y dándole al encuadre un toque de romanticismo clásico. La amarillenta llama dibujaba extrañas sombras que se atenuaron cuando un segundo punto de luz hizo acto de presencia en la habitación que, ahora sí, estaba perfectamente iluminada.  Sin mediar palabra, me tomó de la mano y me indicó el camino de la cama. Con dulzura me recostó de espaldas apoyando una rodilla, justo al lado de mi costado, y continuó con su incesante trabajo en mi pecho. Comencé a acariciarle su hermosa cabellera rubia recogida en un complicado moño que le llevaría no menos de 10 minutos hacer y encumbrado con una cofia. Rodeándola con mis manos, mientras ella se deshacía en proporcionarme un océano de sensaciones mediante sus dedos largos como ríos. Con suavidad fue bajando por mi vientre, besándome cada centímetro cuadrado de piel, dejando un rastro de saliva por donde pasaba. Sus manos se apoderaron de mis muslos a la altura de la rodilla. Instintivamente los separé, dejando a la altura de su vista mis partes más pudendas que ella admiró por un instante. En ese momento fue cuando las sensaciones más fuertes comenzaron a aflorar. Su lengua se hizo dueña de aquellos lugares que el sol no ve, relamiendo, succionando y besando a partes iguales. El artesonado del techo se me desdibujaba convirtiéndose en un cielo de estrellas brillantes, que ese momento hubiera jurado que ardían. Mis párpados sucumbían a su propio peso haciéndome imposible contemplar aquel acto. Mientras sus uñas se clavaban  en mi pecho y su lengua hurgaba entre mis piernas, un incontrolable contoneo comenzó a hacerse dueño de todo mi cuerpo, como sí hubiera tomado vida propia y necesitara más, exigiera más. No sabía a ciencia cierta lo que se avecinaba pero a buen seguro mi dulce María sí. Se detuvo. Desesperación es la palabra que se adaptaba mejor a ese momento. Me miró, se puso de pié y en tres certeros movimientos se quedó desnuda ante mí. Jamás había visto un cuerpo de mujer, a excepción del mío. Fue algo que, hasta hoy día, no puedo describir ya que ni mis más tórridos sueños jamás han llegado al nivel de esa sublime visión. Una lágrima brotó en aquel instante de mis ojos, tal vez emoción, tal vez sentimientos, no sabría explicarlo... María se recostó a mí lado, dejando caer levemente su peso sobre mi costado y notando el calor de un cuerpo humano en toda su plenitud. Sus labios se acercaron a los míos y sellaron el beso más hermoso que jamás recibirían, o eso pensaba yo. Inconscientemente coloqué mi mano izquierda en su costado y comencé a acariciarlo suavemente, casi con miedo.
Realmente estaba asustada, muy asustada…Pero alguna fuerza extraña, que no llegaba a comprender, me decía que es lo que se esperaba de mi. Eso, o simplemente fue la representación de mis deseos más profundos, ocultos e irrefrenables y a los que nunca había sucumbido.

Era un cuerpo muy parecido al mío, blanquecino, casi de seda. Las diferencias se situaban en el pecho, caderas  y en su trasero, algo más voluminosos que los míos, lo que le daba un carácter tremendamente sugerente al conjunto. Por un instante, me avergoncé pensado en que me estaría comportando, tal vez, como lo haría un depravado. Para a continuación, descubrir que mis ensoñaciones se dirigían al hecho de que si una mujer me hacía sentir toda esa amalgama de sensaciones, que no sería capaz el hombre de mis sueños. Hoy puedo decir que nunca fue lo mismo.

El teatro del cielo ya había bajado su telón, como atrezo, mi habitación y como únicos espectadores el titilar de las velas y en el centro del escenario dos cuerpos deseosos de experiencias, dispuestas a seguir dando vida y buen fin a toda aquella representación. En todo ese tiempo no hubo actriz principal y actriz de reparto, ni sirvienta ni servida, no hubo asalariada y rica, solamente dos cuerpos disfrutando el uno del otro. Como bajo el influjo de algún hechizo torticero nuestros movimientos se tornaban por momentos descontrolados. Nuestros besos, menos certeros y nuestras manos más activas. No quedó parte que no recorriésemos con manos o boca. Como si de una buena alumna se tratara, emulaba con más o menos maestría todo lo que había recibido.

Llegado el momento, María se detuvo y coloco el dedo índice sobre mis labios. Signo que interpreté al instante. Era una señal de parada. Un punto  y seguido dentro del mismo párrafo. Un punto que separaba el cuerpo de la obra con el final del tercer acto. Un final que se me antojaba explosivo, tanto como las balas de cañón que oía restañar en el horizonte en los días más crudos y cercanos de la guerra, semejantes a una tormenta de fuego y devastación, y que me arrancaron con  crueldad a mi hermano mayor y confidente, Alfredo.

El final estaba cerca, lo supe al instante. Tan seguro como que se acerca una gran tormenta. Tan intensa como el incesante romper de olas contra el acantilado de mis entrañas. Como te atraviesa un rayo caído del cielo de los deseos y te rompe y te desgarra por dentro. Cada músculo de mi cuerpo se tensó en aquel instante. La energía liberada, tan cercana a los tornados más salvajes, me hizo casi levitar en una suerte de vapor etéreo que inundaba cada poro de mi cuerpo y estallaba en mil pedazos al ser lanzado contra las paredes de mi habitación. Luego, lentamente la tensión cesó y la laxitud se apoderó de mi hasta hundirme en el sopor húmedo de los momentos después de la tormenta. Podía oler el aroma a tierra mojada bajo mis pies; el agua tibia de un placentero baño o el rumor del aire fresco de un día caluroso. Todos a la vez y mezclados por las manos expertas del gran hacedor.

Tras las tormentas, guerras y fiestas llega la calma, la quietud y la paz más intensa que jamás hube de experimentar. No existía nada en el mundo, todo se había evaporado de mi mente, todo menos ella y el dulce olor a azucenas que desprendía. Lágrimas de alegría recorrieron nuestras mejillas y nos fundimos en el abrazo más reconfortante e intenso que jamás recibiría un ser humano de otro. Quise que el tiempo detuviera su inexorable paso y que congelara por siempre aquel instante. Y a Fe que lo conseguí. Esa imagen me perseguiría por el resto de mis días.

Nuestros escarceos amorosos llegaron hasta el día antes de la boda. Ella fue mi primera dama en la ceremonia, en la que me sentía dividida entre el amor, casi etéreo, que le profesaba a mi marido y el deseo  incontrolable que sentía por ella.

Todo comenzó a cambiar esa misma noche. En el lecho nupcial junto a mi marido. Los dos conocimos lo que era el sexo contrario. Pero este es un capítulo de una historia que hoy no toca contar.

Poco después de la boda, María me escribió una carta anunciándome su inminente desposamiento con el hijo de un mercader turco que de día la colmaba de atenciones, y al ocultarse el sol le enseñaba de primera mano las mil y una noches.
Nunca hemos perdido el contacto, y esporádicamente nos hemos visto y rememorado aquellos días de nuestra adolescencia.

Hoy, no sé por qué, volví a recordarlo, después de casi cincuenta años, dos maridos, un par de ex-amantes y tres hijos que me han llenado la casa de alegría y algún que otro nieto. Sé que mi final está cerca  y es por eso por lo que hago revisión de mi vida. Hoy tocó este capítulo, y así os lo he contado.

   
Imágenes.

5 comentarios:

  1. Muy buen comienzo Manolo. Estaremos pendientes de las próximas entradas.

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  2. Enhorabuena Manolo! por el blog. Se ve que tienes una gran imaginación y que expresas muy bien tus ideas. Vas a tener un montón de seguidores. Saludos.

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  3. Muchas gracias a ambas. Solo es matar por matar el tiempo...

    Gracias por vuestro apoyo.

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  4. :D
    Envidia te tengo por saber hacer tan buen uso de las palabras!

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  5. No se puede envidiar lo que también tienes tu. Y lo sabes!!!

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