El
cuerpo que me devolvía, como una bofetada, el envés del cepillo de plata ya no
era de los que hacía saltar por los aires los más íntimos resortes de los
hombres. Los surcos y alguna que otra cicatriz de otras tantas operaciones y
partos le daban al conjunto un aspecto de hecho a trozos. Años de sobre
alimentación me confirieron un aspecto mucho menos uniforme y mucho más
curvilíneo. El recorte contra el horizonte era más cercano a un desierto de
dunas interminables, con sus altas cimas y sus profundos valles que el que
recordaba cuando, aún sin desposar, comencé a explorar y que, vive Dios que
disfruté. Convine que no era un cuerpo que hubiera sufrido los rigores de años
de duro trabajo en el campo o de horas interminables delante de los fogones,
sin embargo, muy a mi pesar, sufría los rigores de la inexorable losa que es el
paso de los años. Unos años vividos con intensidad y, con recuerdos y
sensaciones de los que no se pueden contar a los nietos. Las imágenes vinieron
a mí como en oleadas que creía olvidadas. No sé muy bien como comenzaron, pero
mi cerebro reunió todo el arsenal de sensaciones que los años habían enterrado
bajo toneladas de hados, duendes y criaturas menos imaginarias y más palpables.
El
trato estaba cerrado. Al comienzo de la primavera sería desposada en primeras
nupcias con Don Jaime Braganza, hijo primogénito de una de las más grandes
familias del reino. Pocos años mayor que yo, habíamos coincidido en un par de
ocasiones. La primera, cuando contaba con 15 años, con motivo de mi puesta de
largo. Fue un encuentro fugaz y sin intercambio de palabra alguna. Tan solo una
leve inclinación de cabeza y una sonrisa apenas dibujada. A esas alturas de mi
recién estrenada adolescencia ya sabía que aquel muchacho de ojos color miel y
piel mortecina sería el marido para el que mi familia me andaba preparando
desde la niñez. Ese momento fue un tema recurrente en los venideros años dentro
de mi entorno más cercano.
La
segunda fue con motivo de una cacería a la que mi padre me exigió asistir, sin
mucho afán por mi parte, pero que debo reconocer que fue uno de esos días que
recuerdas con añoranza el resto de tus días. Jaime se me acercó y casi en
confidencia me dijo que esas sesiones intensivas de caballo y persecución a la
presa tampoco eran de su agrado. Se despidió cortésmente con una sonrisa
abierta y llena de luz, un beso en la mano y un guiño tocándose el ala de su
sombrero que en aquel momento me hizo desequilibrar encima de mi montura. Por
aquel entonces ya contaba mis años por un par de decenas y sabía que mis
jornadas de soltería pasarían pronto a ser un mero recuerdo. Mis sueños
pasaban, en segundos, de la más grande de las euforias por la nueva vida que
iba a comenzar al lado de un apuesto galán que apenas conocía, a la más
profunda preocupación de verme a solas con un total desconocido, pero que por
oídas conocía y amaba en silencio. Culto, educado y de carácter afable eran las
virtudes que lo adornaban y que más le pedía a Dios en mis plegarias. Sus
cartas lucían con una caligrafía exquisita y dejaban adivinar todo lo bueno que
de el había oído. Al decir de mi madre, el hombre no solo debía darnos
seguridad en un futuro exento de penurias económicas, también debía amarnos y
respetarnos a partes iguales.
El día de la cacería me levanté al alba, aún
en camisón me aseé con el agua fresca de la mañana. Primero la cara,
recorriendo cada rincón para eliminar cualquier rastro de cansancio que aún
quedara en ella. Bajé hasta la cintura el camisón de seda blanco que llevaba
puesto, dejando al descubierto el busto. Me recreé la vista en el espejo
repasando con mis manos los senos. Pronto experimenté lo que otras veces creí
que era frío. Mis pezones surgían de la piel como por arte de magia. Una
sensación que no por muchas veces que se hubiera repetido disfrutaba menos. A
cada pasada se tornaba más duros, señalando hacía el cielo, señalando a mi
cara. Me gustaba. No solo me gustaba, hacía crecer en mí sensaciones que no
sabía ni podía explicar. Sí de las pequeñas caricias pasaba a movimientos un
poco más vigorosos, las sensaciones se acrecentaban hasta límites que en
aquellos días no me atrevía a experimentar, para acto seguido casi avergonzada,
cesar en mis movimientos. Cada mañana realizaba la experiencia, y cada mañana
obtenía los mismos resultados, por lo que me convencí que debía ser así. El
paso del tiempo hizo que cada amanecer llegara un poco más lejos en mis
averiguaciones. Del tono gris, pasaba al arco iris más luminoso en cuestión de
minutos. Por aquel entonces los quehaceres diarios de una señorita de posibles
no ocupaban todo el día, por lo que los
momentos más aburridos los dedicaba a mejorar el noble arte de la
autosugestión. Por fin, dejé caer el
camisón al suelo, dejando al descubierto toda mi lozanía. Solté el lazo de mi
pololo y pronto el rizado vello que se extendía en el bajo vientre se reflejó
en el espejo. Tras unos segundos de absorta admiración continué con mi aseo
matutino, haciendo especial hincapié en lo que mi madre y mi aya me habían
enseñado años atrás. Aún recuerdo, vívido en la memoria, como grabado a fuego,
aquellas sensaciones cuando María, mi ayudante de cámara, se esforzaba a diario
en mi aseo personal. María, cuanto la añoro. Más que una criada era una amiga a
la que confesar mis más oscuros secreto y confidencia. Una alma gemela con cara
de ángel y cuerpo de pecado. De mi misma edad pero con un desarrollo corporal
mucho más femenino fue la que me instruyó en las lecciones más inolvidables de
mi vida. En ocasiones, su trabajo se
extendía mucho más del tiempo recomendado, hasta el punto de rozar sensaciones
tan placenteras que me impedían permanecer con los ojos abiertos y el cuerpo
laxo. Ahora pienso, que María sabía perfectamente que aquellas enseñanzas me
servirían en los años venideros y de ahí su ímpetu y constancia en la limpieza
de mis lugares más íntimos. Lo que comenzaba siendo unos leves roces con agua
jabonosa en mi bajo vientre proseguía con movimientos que dejaban mi cuerpo a
merced de aleadas de placer. No podía, ni quería saber el porqué, solo sabía que
me inundaba de paz y sosiego. Una paz y
sosiego de la que me hice adicta.
¡Mi dulce María! Siempre dispuesta a cumplir
con mis más impronunciables deseos sin el más mínimo reproche como si ella
conociera mejor mi cuerpo que yo misma. Como me confesaría tiempo después ella
disfrutaba de aquel acto tanto como yo, reconociéndome que después de terminar
conmigo tenía que ocultarse en su habitación para satisfacer las caricias que
yo aún le proporcionaba.
Aún
recuerdo aquel día de primavera que había podado la rosaleda durante toda la
tarde bajo su atenta mirada. Se acercaba la hora de la cena y nos retiramos a
mis aposentos para cambiarme de ropa y asearme un poco. Mis padres estaban en
la capital en no recuerdo que acto de la realeza, y excepto los sirvientes la
casa estaba desierta. Ese día, después
del ejercicio físico vespertino necesitaba más que nunca sus manos sobre mi
piel. Necesitaba ese roce íntimo y que, con buen criterio, me había hecho
prometer que nunca lo comentaría con nadie.
Cuando llegó a la habitación me encontraba
vestida solamente con una bata de seda, tejida a mano en París por las mejores
manos artesanas de la época y que dejaba traslucir toda mi anatomía en su plenitud. Cerró la puerta con la llave que
mi madre me hacía girar todas las noches, y para mayor seguridad la atrancó con
una silla, apoyada en el pomo. Entendía muy bien el porqué de tanto secretismo,
y en el fondo se lo agradecía infinitamente. En las manos traía una vasija con
agua caliente que vertió en el palanganero. En su cara, de jovencita de buena
familia, se dibujaban unas mejillas sonrojadas y rellenas en su justa medida.
Una sonrisa almibarada y llena de alegría se conjuntaba con sus ojos color
turquesa a la perfección. Se me acercó y clavó como dardos ardientes sus
pupilas en las mías. Desanudó el lazo de mi bata, cogiéndola por los hombros y
dejándola caer por mi espalda. Como casi por casualidad nuestros cuerpos se
rozaron por un instante sin apartar nuestras miradas, fue la primera vez que
deseé besarla. Sin apenas rozar el suelo se desplazó con un movimiento
armonioso hasta la pequeña tina; metió sus manos un rato en el agua tibia para
calentarlas un poco y acto seguido comenzó su trabajo. Con una pequeña toallita
comenzó a asearme como la profesional que era. Con la mano libre, movía mis
brazos, alzaba mi torso o me hacía cambiar de postura con un leve movimiento de
dedos. Había llegado a tal maestría en este menester que, con el solo roce de
uno de sus dedos, sabía perfectamente que movimiento debía hacer.
Comenzó
con mis hombros y brazos, prosiguió con mi espalda y vientre, dejando para un
poco más tarde mi pecho. Terminó con la parte alta de mi cuerpo y continuó con
mis mulos, pantorrillas y pies, mi entrepierna fue lo último en recibir sus
manos expertas. Como en una solemne ceremonia hizo una pausa y soltó la
toallita en el agua, desde aquella distancia clavó su mirada en mi cuerpo que
por aquellas estaba deseoso de
experiencias. Se acercó tanto que podía distinguir perfectamente en su cara el
leve vello rubio que apenas la perlaba. Sus labios apenas rozaban mis mejillas
y cuello. Sus manos ya me cubrían ambos pechos con movimientos casi
imperceptibles, pero que disfrutaba serenamente. Con cada milímetro que ella
ganaba de mi anatomía más crecía mi desesperación por que me poseyera. De las
caricias más livianas pasó a pellizcar mis erectos pezones, con tanta fuerza
que el dolor se hacía casi insoportable.
Solo le pedía que no parara, que continuara por siempre, que aquel momento no
tuviera fin. Acercó su boca a mi pecho notando su respiración entrecortada y
deseosa. Comenzó a lamerlos, a rodearlos, a besarlos lenta y parsimoniosamente
hasta llegar a ese promontorio central, que lamió con fruición, casi
alocadamente. Sentía su lengua moverse a la velocidad del rayo y sus dientes
mordisquear con una presión controlada mientras su respiración, a la par de la
mía, se hacía más profundas y agitadas. Sus manos, uñas en ristre, recorrían
mis costados reportándome oleadas de placer. Subían por la espalda, marcando
cada movimiento hasta llegar a los hombros. Pasaba por delante de estos y
descendían por mi pecho y costados hasta comenzar de nuevo ese bucle sin fin.
El sol caía y la habitación escasamente
iluminada apenas reflejaba unas pocas sombras en la pared de enfrente a los amplios ventanales. María, entornó las
contraventanas, y encendió el candil de la mesita de noche, iluminando mi
cuerpo desnudo y dándole al encuadre un toque de romanticismo clásico. La
amarillenta llama dibujaba extrañas sombras que se atenuaron cuando un segundo
punto de luz hizo acto de presencia en la habitación que, ahora sí, estaba
perfectamente iluminada. Sin mediar
palabra, me tomó de la mano y me indicó el camino de la cama. Con dulzura me recostó
de espaldas apoyando una rodilla, justo al lado de mi costado, y continuó con
su incesante trabajo en mi pecho. Comencé a acariciarle su hermosa cabellera
rubia recogida en un complicado moño que le llevaría no menos de 10 minutos
hacer y encumbrado con una cofia. Rodeándola con mis manos, mientras ella se
deshacía en proporcionarme un océano de sensaciones mediante sus dedos largos
como ríos. Con suavidad fue bajando por mi vientre, besándome cada centímetro
cuadrado de piel, dejando un rastro de saliva por donde pasaba. Sus manos se apoderaron
de mis muslos a la altura de la rodilla. Instintivamente los separé, dejando a
la altura de su vista mis partes más pudendas que ella admiró por un instante.
En ese momento fue cuando las sensaciones más fuertes comenzaron a aflorar. Su
lengua se hizo dueña de aquellos lugares que el sol no ve, relamiendo,
succionando y besando a partes iguales. El artesonado del techo se me
desdibujaba convirtiéndose en un cielo de estrellas brillantes, que ese momento
hubiera jurado que ardían. Mis párpados sucumbían a su propio peso haciéndome
imposible contemplar aquel acto. Mientras sus uñas se clavaban en mi pecho y su lengua hurgaba entre mis
piernas, un incontrolable contoneo comenzó a hacerse dueño de todo mi cuerpo, como
sí hubiera tomado vida propia y necesitara más, exigiera más. No sabía a
ciencia cierta lo que se avecinaba pero a buen seguro mi dulce María sí. Se
detuvo. Desesperación es la palabra que se adaptaba mejor a ese momento. Me
miró, se puso de pié y en tres certeros movimientos se quedó desnuda ante mí.
Jamás había visto un cuerpo de mujer, a excepción del mío. Fue algo que, hasta
hoy día, no puedo describir ya que ni mis más tórridos sueños jamás han llegado
al nivel de esa sublime visión. Una lágrima brotó en aquel instante de mis
ojos, tal vez emoción, tal vez sentimientos, no sabría explicarlo... María se
recostó a mí lado, dejando caer levemente su peso sobre mi costado y notando el
calor de un cuerpo humano en toda su plenitud. Sus labios se acercaron a los
míos y sellaron el beso más hermoso que jamás recibirían, o eso pensaba yo.
Inconscientemente coloqué mi mano izquierda en su costado y comencé a
acariciarlo suavemente, casi con miedo.
Realmente
estaba asustada, muy asustada…Pero alguna fuerza extraña, que no llegaba a
comprender, me decía que es lo que se esperaba de mi. Eso, o simplemente fue la
representación de mis deseos más profundos, ocultos e irrefrenables y a los que
nunca había sucumbido.
Era
un cuerpo muy parecido al mío, blanquecino, casi de seda. Las diferencias se
situaban en el pecho, caderas y en su
trasero, algo más voluminosos que los míos, lo que le daba un carácter
tremendamente sugerente al conjunto. Por un instante, me avergoncé pensado en
que me estaría comportando, tal vez, como lo haría un depravado. Para a continuación,
descubrir que mis ensoñaciones se dirigían al hecho de que si una mujer me
hacía sentir toda esa amalgama de sensaciones, que no sería capaz el hombre de
mis sueños. Hoy puedo decir que nunca fue lo mismo.
El
teatro del cielo ya había bajado su telón, como atrezo, mi habitación y como
únicos espectadores el titilar de las velas y en el centro del escenario dos
cuerpos deseosos de experiencias, dispuestas a seguir dando vida y buen fin a
toda aquella representación. En todo ese tiempo no hubo actriz principal y
actriz de reparto, ni sirvienta ni servida, no hubo asalariada y rica,
solamente dos cuerpos disfrutando el uno del otro. Como
bajo el influjo de algún hechizo torticero nuestros movimientos se tornaban por
momentos descontrolados. Nuestros besos, menos certeros y nuestras manos más
activas. No quedó parte que no recorriésemos con manos o boca. Como si de una buena alumna se tratara, emulaba con
más o menos maestría todo lo que había recibido.
Llegado
el momento, María se detuvo y coloco el dedo índice sobre mis labios. Signo que
interpreté al instante. Era una señal de parada. Un punto y seguido dentro del mismo párrafo. Un punto
que separaba el cuerpo de la obra con el final del tercer acto. Un final que se
me antojaba explosivo, tanto como las balas de cañón que oía restañar en el
horizonte en los días más crudos y cercanos de la guerra, semejantes a una
tormenta de fuego y devastación, y que me arrancaron con crueldad a mi hermano mayor y confidente,
Alfredo.
El
final estaba cerca, lo supe al instante. Tan seguro como que se acerca una gran
tormenta. Tan intensa como el incesante romper de olas contra el acantilado de
mis entrañas. Como te atraviesa un rayo caído del cielo de los deseos y te
rompe y te desgarra por dentro. Cada músculo de mi cuerpo se tensó en aquel
instante. La energía liberada, tan cercana a los tornados más salvajes, me hizo
casi levitar en una suerte de vapor etéreo que inundaba cada poro de mi cuerpo
y estallaba en mil pedazos al ser lanzado contra las paredes de mi habitación.
Luego, lentamente la tensión cesó y la laxitud se apoderó de mi hasta hundirme
en el sopor húmedo de los momentos después de la tormenta. Podía oler el aroma
a tierra mojada bajo mis pies; el agua tibia de un placentero baño o el rumor
del aire fresco de un día caluroso. Todos a la vez y mezclados por las manos
expertas del gran hacedor.
Tras
las tormentas, guerras y fiestas llega la calma, la quietud y la paz más
intensa que jamás hube de experimentar. No existía nada en el mundo, todo se había
evaporado de mi mente, todo menos ella y el dulce olor a azucenas que
desprendía. Lágrimas de alegría recorrieron nuestras mejillas y nos fundimos en
el abrazo más reconfortante e intenso que jamás recibiría un ser humano de
otro. Quise que el tiempo detuviera su inexorable paso y que congelara por
siempre aquel instante. Y a Fe que lo conseguí. Esa imagen me perseguiría por
el resto de mis días.
Nuestros
escarceos amorosos llegaron hasta el día antes de la boda. Ella fue mi primera
dama en la ceremonia, en la que me sentía dividida entre el amor, casi etéreo,
que le profesaba a mi marido y el deseo
incontrolable que sentía por ella.
Todo
comenzó a cambiar esa misma noche. En el lecho nupcial junto a mi marido. Los
dos conocimos lo que era el sexo contrario. Pero este es un capítulo de una
historia que hoy no toca contar.
Poco
después de la boda, María me escribió una carta anunciándome su inminente
desposamiento con el hijo de un mercader turco que de día la colmaba de
atenciones, y al ocultarse el sol le enseñaba de primera mano las mil y una
noches.
Nunca
hemos perdido el contacto, y esporádicamente nos hemos visto y rememorado
aquellos días de nuestra adolescencia.
Hoy,
no sé por qué, volví a recordarlo, después de casi cincuenta años, dos maridos,
un par de ex-amantes y tres hijos que me han llenado la casa de alegría y algún
que otro nieto. Sé que mi final está cerca
y es por eso por lo que hago revisión de mi vida. Hoy tocó este capítulo,
y así os lo he contado.
Imágenes.
Muy buen comienzo Manolo. Estaremos pendientes de las próximas entradas.
ResponderEliminarEnhorabuena Manolo! por el blog. Se ve que tienes una gran imaginación y que expresas muy bien tus ideas. Vas a tener un montón de seguidores. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias a ambas. Solo es matar por matar el tiempo...
ResponderEliminarGracias por vuestro apoyo.
:D
ResponderEliminarEnvidia te tengo por saber hacer tan buen uso de las palabras!
No se puede envidiar lo que también tienes tu. Y lo sabes!!!
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