miércoles, 7 de mayo de 2014

Todas las mañanas. (tercera parte)



Soportando la mirada de aquel personaje de la ventana me acordé de mi abuela paterna. Una mujer que definiría como la “sargento de hierro”. Que yo recuerde, nunca fue capaz de darme un abrazo, un beso, o una simple palabra amable. Recordé que mantener su mirada le era difícil hasta a mi abuelo, que incrédulo sufría en abnegado silencio el drástico cambio de carácter de su mujer. Con cada una de esas miradas eras capaz de sentir una mezcla de desprecio, terror y desaprobación tal, que te hacía clavar la mirada en el suelo y sentirte un despojo, en vez de un ser humano. La muerte de su hijo Felipe la cambió por completo.

De piel blanca y facciones agradables, según dicen los que la conocieron se convirtió en una belleza con alma de serpiente. Hija de un reputado y estricto empresario textil que tenía fama de esclavizar a quien se atreviera a trabajar para él, llegando a despedir a un grupo de empleados el día de Navidad por felicitarse las fiestas dos minutos antes del final de la jornada laboral, a los que acompañó con dos enormes y amenazantes perros hasta la puerta de la fábrica y echándolos a patadas del lugar. La austeridad era la bandera con la que guió su vida hasta tal punto, que tenía inventariada la comida que personalmente compraba, etiquetaba y guardaba bajo llave. Administraba lo que se consumía y pesaba las cantidades para repartirlas entre los miembros de la familia. Hasta tal punto llegaba el control y la austeridad, que se decía que más de una vez dejó a sus hijos sin comer todo el día por no haber ir a la escuela o porque se retrasaran en sus tareas domésticas asignadas con horario militar. “Quién no rinde, no come” se le escuchó decir en público.

Su final fue trágico. En una de las contadas ocasiones que accedió a comer con un importante cliente, se atragantó con un trozo de pan payés y murió asfixiado ante la ojiplática mirada de la clientela aterrada y del incrédulo personal. Quién estuvo acostumbrado en vida a administrar la comida, fue víctima de ella. El entierro resultó algo cómico y carente del mínimo sentimiento de pérdida. Ni uno solo de los miembros de su familia derramó jamás una lágrima por el padre desaparecido, tanto es así, que después del sepelio cada uno continuó con sus quehaceres diarios sin un ápice de tristeza en la mirada. Esa misma noche partieron el candado de la despensa y se prepararon un jugoso festín de despedida.

Después de aquello mi abuela se hizo cargo de la fábrica. Colocó a su tío como hombre de paja en la dirección, para evitar las objeciones que ponía la España franquista y extremadamente machista de la época. Una persona con la misma cantidad de sangre que una piedra, y las ganas e iniciativa de un muerto. 

Así fue como mi abuela conoció a mi abuelo. De oídas sé que se enamoró de él en el mismo instante que lo vio, emprendiendo un ejercicio de acoso y derribo contra él, de tal modo que en pocas semanas ya habían fijado la fecha de la boda en medio de estrellitas de colores, palabras rellenas de miel y ojos llenos de amor. 

Desde aquel momento, mi abuelo se hizo cargo de ambas empresas, dejando las tareas de la casa y la propia administración de esta a su mujer. Al poco tiempo descubrió que su difunto suegro tenía un inconfesable secreto que lo había llevado prácticamente a la bancarrota. Le contaron, al menos, cuatro hijos bastardos con otras tantas mujeres, a las que regularmente les iba ingresando una cantidad de dinero muy por encima de lo suficiente, que terminaron por minar las saneadas cuentas de la fábrica y a las que mi abuelo tuvo que poner coto, sello y cierre, no sin antes pasar por caja y pagar un “finiquito en forma de casa en propiedad” a cada una de las madres para que tuvieran sus bocas cerradas y evitar la deshonra de toda la familia.

Así fue como el languidecer familiar comenzó su última caída, lenta pero inexorable.

El sol iba desapareciendo y las sombras se hacían más alargadas y dueñas de la desvencijada casa. La mujer de la ventana ya era apenas visible. Inmóvil y con gesto hierático no apartaba la mirada de mí, incrementando el terror visceral que me había atenazado y anclado al suelo manteniéndome a una cierta distancia de la casa. 

Cuando por fin el sol se ocultó y la casa se sumió en la completa oscuridad la aparición dejó de ser visible y poco a poco la sangre volvió a los músculos de mis agarrotadas las piernas. Con paso dubitativo y, con más ganas de echar a correr sin mirar atrás y no volver jamás, que entrar en la casa me presenté ante la puerta. Acerqué el oído a esta, y escuché personas hablando en tono jocoso, y risas y pequeñas pisadas de niños correteando por todos lados.
Lo que vi al abrir la puerta no parecía obra de este mundo y me dejó el alma con una mezcla de terror y de fascinación…

4 comentarios:

  1. Manolo te estoy siguiendo, me tienes intrigada. Ánimo, lo haces muy bien. Saludos.

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  2. Gracias Meli... Ni yo mismo se como acabará... Pero lo hará. Me gusta ir improvisando y utilizar la escritura su automatica....Espero no decepcionar.
    Saludos señora

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  3. Por supuesto que no decepcionarás a nadie. Está genial.

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  4. Meli, siempre he sido mi mayor crítico y suelo decepcionarme constantemente.

    Gracias por seguir el blog.

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