Soportando
la mirada de aquel personaje de la ventana me acordé de mi abuela paterna. Una
mujer que definiría como la “sargento de hierro”. Que yo recuerde, nunca fue
capaz de darme un abrazo, un beso, o una simple palabra amable. Recordé que mantener
su mirada le era difícil hasta a mi abuelo, que incrédulo sufría en abnegado silencio
el drástico cambio de carácter de su mujer. Con cada una de esas miradas eras
capaz de sentir una mezcla de desprecio, terror y desaprobación tal, que te
hacía clavar la mirada en el suelo y sentirte un despojo, en vez de un ser
humano. La muerte de su hijo Felipe la cambió por completo.
De piel
blanca y facciones agradables, según dicen los que la conocieron se convirtió
en una belleza con alma de serpiente. Hija de un reputado y estricto empresario
textil que tenía fama de esclavizar a quien se atreviera a trabajar para él, llegando
a despedir a un grupo de empleados el día de Navidad por felicitarse las
fiestas dos minutos antes del final de la jornada laboral, a los que acompañó
con dos enormes y amenazantes perros hasta la puerta de la fábrica y echándolos
a patadas del lugar. La austeridad era la bandera con la que guió su vida hasta
tal punto, que tenía inventariada la comida que personalmente compraba,
etiquetaba y guardaba bajo llave. Administraba lo que se consumía y pesaba las
cantidades para repartirlas entre los miembros de la familia. Hasta tal punto
llegaba el control y la austeridad, que se decía que más de una vez dejó a sus
hijos sin comer todo el día por no haber ir a la escuela o porque se retrasaran
en sus tareas domésticas asignadas con horario militar. “Quién no rinde, no
come” se le escuchó decir en público.
Su
final fue trágico. En una de las contadas ocasiones que accedió a comer con un
importante cliente, se atragantó con un trozo de pan payés y murió asfixiado
ante la ojiplática mirada de la clientela aterrada y del incrédulo personal.
Quién estuvo acostumbrado en vida a administrar la comida, fue víctima de ella.
El entierro resultó algo cómico y carente del mínimo sentimiento de pérdida. Ni
uno solo de los miembros de su familia derramó jamás una lágrima por el padre
desaparecido, tanto es así, que después del sepelio cada uno continuó con sus
quehaceres diarios sin un ápice de tristeza en la mirada. Esa misma noche
partieron el candado de la despensa y se prepararon un jugoso festín de
despedida.
Después
de aquello mi abuela se hizo cargo de la fábrica. Colocó a su tío como hombre
de paja en la dirección, para evitar las objeciones que ponía la España
franquista y extremadamente machista de la época. Una persona con la misma
cantidad de sangre que una piedra, y las ganas e iniciativa de un muerto.
Así fue
como mi abuela conoció a mi abuelo. De oídas sé que se enamoró de él en el
mismo instante que lo vio, emprendiendo un ejercicio de acoso y derribo contra
él, de tal modo que en pocas semanas ya habían fijado la fecha de la boda en
medio de estrellitas de colores, palabras rellenas de miel y ojos llenos de
amor.
Desde aquel
momento, mi abuelo se hizo cargo de ambas empresas, dejando las tareas de la
casa y la propia administración de esta a su mujer. Al poco tiempo descubrió
que su difunto suegro tenía un inconfesable secreto que lo había llevado
prácticamente a la bancarrota. Le contaron, al menos, cuatro hijos bastardos
con otras tantas mujeres, a las que regularmente les iba ingresando una
cantidad de dinero muy por encima de lo suficiente, que terminaron por minar
las saneadas cuentas de la fábrica y a las que mi abuelo tuvo que poner coto,
sello y cierre, no sin antes pasar por caja y pagar un “finiquito en forma de
casa en propiedad” a cada una de las madres para que tuvieran sus bocas
cerradas y evitar la deshonra de toda la familia.
Así fue
como el languidecer familiar comenzó su última caída, lenta pero inexorable.
El sol
iba desapareciendo y las sombras se hacían más alargadas y dueñas de la
desvencijada casa. La mujer de la ventana ya era apenas visible. Inmóvil y con
gesto hierático no apartaba la mirada de mí, incrementando el terror visceral
que me había atenazado y anclado al suelo manteniéndome a una cierta distancia
de la casa.
Cuando
por fin el sol se ocultó y la casa se sumió en la completa oscuridad la
aparición dejó de ser visible y poco a poco la sangre volvió a los músculos de
mis agarrotadas las piernas. Con paso dubitativo y, con más ganas de echar a
correr sin mirar atrás y no volver jamás, que entrar en la casa me presenté
ante la puerta. Acerqué el oído a esta, y escuché personas hablando en tono
jocoso, y risas y pequeñas pisadas de niños correteando por todos lados.
Lo que
vi al abrir la puerta no parecía obra de este mundo y me dejó el alma con una
mezcla de terror y de fascinación…
Manolo te estoy siguiendo, me tienes intrigada. Ánimo, lo haces muy bien. Saludos.
ResponderEliminarGracias Meli... Ni yo mismo se como acabará... Pero lo hará. Me gusta ir improvisando y utilizar la escritura su automatica....Espero no decepcionar.
ResponderEliminarSaludos señora
Por supuesto que no decepcionarás a nadie. Está genial.
ResponderEliminarMeli, siempre he sido mi mayor crítico y suelo decepcionarme constantemente.
ResponderEliminarGracias por seguir el blog.