jueves, 8 de mayo de 2014

Todas las mañanas (cuarta y última parte)



Lo primero que me abofeteó la cara, aturdiéndome los sentidos, fue la casa llena de luz, e imagen de mi padre con su aspecto tal y cómo lo recordaba en mis mejores sueños. Su porte de galán de cine negro, su pelo pulcramente peinado con la misma brillantina que yo continué usando, su traje negro de alpaca y su amable gesto lleno de sinceridad, con una sonrisa de anuncio publicitario.

El corazón me latía desbocado a punto de reventar recordando esa estampa que me retrotraía a  un día del mes de febrero de hace muchos años, en el que celebrábamos el cumpleaños de mi madre. Ahora que lo pienso, fue el último gran cumpleaños celebrado en aquella casa. 

Mis padres eran los perfectos anfitriones; atentos, encantadores y llenos de recursos que hacían las delicias de sus invitados. La fotografía ineludible de aquellas fiestas era el dúo que protagonizaban las magistrales manos de mi padre al piano, y la voz de mi madre cantando piezas del viejo Broadway, con la voz más próxima a la de un ángel que he podido escuchar jamás. Me extasiaba hasta erizar el vello ver la imagen final de esa fotografía, cuando mi padre se levantaba del taburete y con el porte y la gallardía de Humphrey Bogart, besaba a su Lauren Bacall; y como todos los congregados rompían a aplaudir extasiados y henchidos de alegría.

Mi madre no le iba a la zaga en presencia. Con una belleza serena, al estilo de Audrey Hepburn, era la imagen del ángel que cantaba. Te cautivaba con su sonrisa llena de paz y armonía. Y si el cuerpo y la voz eran los de un ángel, su corazón no le iba a la zaga. Alegre, incluso en los peores momentos, siempre tenía ese beso a raso de labios dispuesto a ser disparado pillara donde te pillara. Repartía amor, besos y abrazos a partes iguales. Nunca la oí quejarse, una palabra malsonante o que levantara la voz. ¿Para qué? Con su voz acompasada y llena de musicalidad no le hacía falta. Te ganaba solo con el tono en el que te decía las cosas, incluso cuando te regañaba.

En mi juventud, y después de terminar mis estudios en el Liceo, comencé a ayudar a mi padre en las empresas. Los telares, herencia asumida de mi abuelo, hacía años que solo servía material de alta calidad realizado por artesanos, que hacían las delicias de la alta sociedad de la época, pero no daban los réditos necesarios para mantenerse, más bien comenzaron a ser escasos. Suerte que el ayuntamiento en su plan de rejuvenecimiento de la zona nos compraron los terrenos en los que se asentaban las naves, y pudimos deshacernos de aquel negocio ruinoso, que no quiso adaptarse a los tiempos modernos en los que primaban los precios y los tejidos modernos.

Sabiamente, mi padre destinó ese dinero al mantenimiento de la casa, con todo lo que conllevaba, y gracias a esto no pasaron las penurias que se les podrían haber avecinado cuando prácticamente al completo, la vetusta flota de barcos fue quedándose averiada, o  con agua hasta la cubierta de paseo en diferentes puertos del mundo.

Otro movimiento, no menos inteligente, fue diversificar las inversiones en empresas de diferentes ramos, que reportaban una cantidad periódica de beneficios suficientes para ir tirando.

El mundo estaba cambiando, y con él la España preconstitucional que iba eliminando de su acerbo las formas de hacer negocios, basados en la honradez, en el apretón de manos y el pacto entre caballeros. Mi familia siempre fue experta en estos elementos y se dio de frente con todo embaucador, usurero y malandrín que minaron la capacidad de generar nuevos ingresos.

La vida en la casa grande no había cambiado mucho, salvo en que ya no se veían tantas fiestas, ni tantos empleados domésticos. Estos fueron sustituidos por el trabajo que aportábamos mis padres y yo. Cortábamos el césped, pintábamos lo que fuera necesario y ayudábamos dentro de la casa con cualquier cosa que hiciera falta. Fueron años extremadamente divertidos e intensos, en los que nos unimos más aun como familia.

En una visita de negocios a la casa de uno de los viejos contratista de la familia encontré al amor de mi vida. Alguien que era un calco a mi madre. Cariñosa, sincera y con unos ojos que robaron mi corazón para siempre.

En poco más de un año, pasamos de tontear inocentemente, a estar casados y esperar a nuestra primera hija, una pequeña flor que volvió a llenar la casa de campo de vida, risas y juegos infantiles. Mi mujer se adaptó a la perfección a convivir con sus suegros en aquel enorme hogar que formamos. Entrar por las puertas era hacerlo en un oasis de paz y armonía.

Los días pasaban y la situación financiera se estancaba fruto de los múltiples tiras y aflojas diarios, qué cantidades pequeñas a cantidades pequeñas íbamos consiguiendo. 

Cierto día entró en nuestra oficina un señor de edad muy avanzada pulcramente vestido, con incierto acento sudamericano y modales europeos, que según nos contó, era el causante de la reunión a la que mi bisabuelo iba a asistir y que a la postre nunca pudo celebrarse debido al terrible naufragio que nos dejó huérfanos de su liderazgo. 

Después de algunas lecciones de historias familiares que absorbimos con gusto, nos emplazó esa misma semana a una cena informal en su casa, para estrechar lazos, y posteriormente retirarnos a hablar de algunos negocios que retenidos por las circunstancias demasiado tiempo urgía cerrar. Parecía que era la oportunidad que habíamos estado esperando y no queríamos desaprovecharla.
Ese día fue motivo más que suficiente para descorchar una botella de un buen vino de tierras manchegas, y felicitarnos por el enorme golpe de suerte que nos iba a reflotar y lanzar con nuevos bríos. El negocio consistía en hacernos cargo de una joven naviera, que el anciano había comprado recientemente, con la que pretendía crear una línea de cruceros de lujo que surcaran los mares, con la revolucionaria idea de ser cruceros vacacionales. La idea como tal era nueva y llena de interrogantes, pero sondeos de mercado previos habían confirmado que era una opción viable y llena de un futuro muy prometedor. Nuestra parte consistiría en construir en nuestras instalaciones en el puerto, situadas en la mejor dársena, una terminal de pasajeros con todo lujo de detalles, para acoger clientes de todas las partes del mundo. Para ello tendríamos que desempolvar nuestras antiguas influencias en las altas esferas, y obtener la licencia de explotación en exclusividad. Con esta maniobra nos asegurábamos que futuras líneas que se sumaran a este tipo de negocio, iban a tener que pasar por nuestras instalaciones, y muelles de atraque. Y por extensión un lugar donde nuestra propia flota atracara sin costes adicionales.

El negocio parecía redondo. Meter a gente en un barco con la idea de irse de vacaciones y conocer lugares con encanto era revolucionaria y llena de posibilidades. 

El día señalado llegó, y toda la familia vestíamos nuestras mejores galas. Esa tarde, mi padre volvió temprano a casa para recoger a la familia y llevarlos a la cena en el coche grande, mientras que, yo en mi Ford iría directamente desde la fábrica. A última hora, una inoportuna mancha de tinta me hizo maldecir reiteradamente. Intenté en vano hacerla desaparecer en el cuarto de baño por lo que iba a tener que volver a casa para cambiarme la camisa. Cerrando la nave me retuvo la autoridad portuaria con preguntas sin sentido y vanalidades que perfectamente podrían esperar al día siguiente. En los escasos minutos de charla miré nerviosamente mi reloj una docena de veces, hasta que viendo mi creciente alteración me dejaron continuar camino.

Debía apresurarme si quería llegar a tiempo.

El Ford era un coche ágil. Con brío en las subidas y seguro en las bajadas. Hecho para correr más que el viento, ese día parecía que le faltaba empuje. Al pie de la colina se observaba una pequeña columna de humo, a la que no tomé mayor importancia. Apretando el acelerador para darle al vehículo mayor empuje para afrontar la larga subida la columna de humo negro se convirtió en un pequeño incendio que se iba extendiendo a medida que me acercaba. 

Aminoré la velocidad para tomar con precaución el tramo afectado, cuando vi salir a todo gas un coche negro que no logré identificar, con dos ocupantes en su interior. A la izquierda y volcado del lateral derecho estaba el coche de mi padre envuelto en un terrible incendio que había prendido todo a su alrededor. Salí de mi coche al tiempo que una patrulla de policía nacional llegaba alertada por el humo. Ellos fueron los que me impidieron lanzarme como kamikaze hacia el fuego. 

Estaba fuera de mí, lleno de ira y rabia por la macabra jugada que la vida me estaba asestando. Rezaba al gran Dios Todopoderoso para que aquella pesadilla acabara de una jodida vez. Ese día fue la segunda oportunidad que miembros de mi familia no asistiría a la reunión más importante de la historia del clan…Y con la misma persona. Y si la vida no me había castigado lo suficiente, los bomberos me asestaron el palo más grande que jamás podrán dar a un hombre. No era uno solo el cuerpo encontrado, sino cuatro. Tres adultos y un niño.

Comprendí en el acto que de un plumazo me habían arrebatado salvajemente a mis padres, a mi mujer y a mi pequeña. Me sentí morir en aquel lugar. 

El sentido de culpabilidad se adueñó de mis pensamientos. ¿Y si no hubiera intentado limpiar la mancha de la camisa? ¿Y si no me hubieran entretenido los de aduanas? Hubiera llegado a tiempo, y todo hubiera quedado en un tremendo susto lleno de chichones y pequeños cortes. 

Me sorprendí pensando en el terrible sufrimiento que debe ser morir quemado en vida. Verse atrapado entre hierros y trozos inconexos de distintos materiales y no poder respirar. Los momentos de angustia más extrema que debieron sentir los unos por los otros; y todos por mi pequeña. Como puede pasarle algo así a un angelito, que está comenzando a vivir y no ha hecho otra cosa que dar alegrías. Qué clase de inhumano mal habían perpetrado mis padres en esta vida para tener una sentencia a muerte tan cruel. A quién había matado mi preciosa esposa para ser ejecutada con tal saña. Qué clase de innombrable maleficio había castigado de tal manera a generaciones enteras de mi familia.

En lo que dura un parpadeo me había quedado huérfano, viudo y había perdido una hija. Qué hombre sería capaz de soportar algo así sin verse alterado en sus funciones primarias. La catarsis que me produjo fue tal, que los siguientes seis meses, los pasé encerrado en una habitación acolchada dentro del complejo de enfermos mentales de un hospital. 

Gracias a los médicos y a una medicación de por vida, pude abandonar aquel lugar y volver a mi asquerosa vida. 

Solo, enfermo y totalmente arruinado.

Mi padre me señaló con la mano indicándome que me acercara. No podía dejar de mirar todos los detalles. Grandes lámparas de cristalinas arañas alumbraban cada estancia de la casa. Todo el mobiliario presentaba un estado impoluto. Suelos, paredes y techo habían rejuvenecido hasta tal punto que parecían nuevos. Aquella era la casa que recordaba de mi infancia y juventud.

Al tiempo que se giraba mi padre y me rodeaba con su brazo derecho, observé en el otro extremo de la habitación la presencia impactante de mi madre, ofreciendo una copa de jerez a sus invitados. Estaba más hermosa de lo que la recordaba. Su sonrisa me llenó el pecho de aire refrescante y limpio. Como si me hubiera presentido, giró su cabeza, me observó por un instante y se acercó con esos preciosos brazos en posición para recibir un enorme y largo abrazo.

Las lágrimas me brotaron sin mesura. Era el momento más feliz que podía recordar y no quería que acabara nunca. Para colmo, sin esperarlo, escuché un alargado y cariñoso “¿Papi?” que casi me hace caer de espaldas. En brazos de mi esposa estaba mi pequeña. Mis padres, mi mujer, mi hija y yo nos fundimos en el abrazo que no pudimos darnos ese infame día.

Perdí la noción del tiempo hasta tal punto que, por los amplios ventanales del salón, vi como el sol volvía a nacer tras una larga e inesperada noche.

Lo último que recordaré de mi existencia es el sonido de gotas de agua sobre el lavabo y aquella maldita luz del cuarto de baño prendida. Mi vida llegó a su fin y con ella todo sufrimiento.

Todas las mañanas, antes del amanecer, me levantaba para volver a reescribir mi vida, hasta que la viga del cuarto de baño ayudó a la soga que pendía de ella a romper  ese bucle ahogando mi asquerosa existencia.

FIN.



NOTA DE AUTOR.


Quiero ofrecer esta historia a todos los que me habéis apoyado a la hora de abrir este blog, y sobre todo a los desheredados de la vida que pululan y malviven en este injusto mundo. Historias anónimas de dolor y sufrimiento que no importan a nadie, y que nos deberían hacer reflexionar sobre hacia dónde vamos y sobre en qué queremos que se convierta este mundo.
Habréis observado que, a posta, ningún personaje principal lleva asociado un nombre como mandan los cánones. De este modo he querido ejemplificar la inmensa cantidad de nombre, hombre, mujeres y desconocidos que pueden encajar a la perfección en cada uno de los intervinientes de este escrito.

Ocho de mayo del 2014.

Dedicado con cariño a mi esposa, hijos, padres, hermanos y cuñad@s

Manuel Fedriani.
 

5 comentarios:

  1. Manolo acabo de terminar de leerlo y estoy impactada. Una historia un poco dura pero real como la vida misma. Buena mezcla de sentimientos, intriga y amor. Y muy bien reflejada la dura época del franquismo y la postguerra en nuestro país.

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  2. Para cuando la proxima racion de cotidianedad?
    Mis mas sinceras felicitaciones..... un gran talento deln que tenemos la suerte de disfrutar unas poas afortudanas personas. Un honor pertenecer a ese grupo :)

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  3. Gracias Meli. Creo que puedo hacerlo bastante mejor....Gracias por leerlo
    Ciber, el placer es mio. La suerte de tener a alguien que te lee es increible.

    Gracias a las dos.

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  4. Gracias por compartir tu relato. Mientras se dormia mi niño me lo he leido entero y me a gustado mucho.

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