PROLOGO.
La fría noche invernal transcurría nerviosa
por las despobladas calles de la gran manzana. Ancianos solitarios se afanaban
por entrar en calor entre miserables cartones, al mismo tiempo que
trasnochadores, ebrios de vida, intentaban alargar una copa más la noche, y
algunos cuellos encogidos buscaban refugio del resto de la fauna que compartía
la vigilia. Al reconfortante sol le quedaban algunas horas para comenzar su
larga y solitaria jornada laboral, mientras un nervioso despertador perturbaba
el tranquilo titilar de las estrellas, y le hacía la vida imposible al cuerpo
que yacía aletargado en aquella habitación, sacándolo a patadas de sueños de
viajes imposibles y mujeres sin rostro. La mortecina luz de la reina de los
astros regaba, con tonos azulados, la habitación de motel barato llena de
cucarachas, chinches, especies sin catalogar, y un olor acre a almas
putrefactas de dudoso presente, y más incierto futuro que corrompía las vidas
de sus despreciados huéspedes. El desorden reinaba entre la mugre, las ganas de
acabar con todo y la insoportable soledad de un corazón roto, colmado de dolor,
que lo mantenía atado a los recuerdos, y a imágenes de profundos pozos negros
sin posibilidad alguna de salir o ser rescatado.
Ese día comenzaban sus vacaciones Parisinas, pero
más que un motivo de alegría era un sufrimiento tal, que se durmió con la
intención de perder el vuelo de la vida, quedándose reducida a una minúscula
esquela en la penúltima página de algún diario local. Tres días de alcohol
barato habían pasado una factura difícil de pagar a aquellas horas. Sobre la
cama de insalubres sábanas estaba amartillada la metálica solución que el
diablo le había procurado para hacer fácil el acto final. Tras no lograr reunir
convincentes razones para sacar su maltrecho cuerpo de la cama deslizó el brazo
derecho por encima de la infame tela que cubría el colchón, recogió la extrañamente
pesada pistola entre los temblorosos dedos, y se introdujo el frío cañón en la
garganta.
Un segundo interminable, trufado de imágenes de
terribles animales alimentándose con sus entrañas, y arcadas de dolor llenas de
incertidumbres y apocalípticos mensajes, presagiaban que la escena no tendría
un final muy decoroso. Lo que encontró fue un salvador vómito que terminó por
arruinar las deterioradas sábanas, y sacarlo de su letargo alcohólico que había
mantenido dos largos días, a base de litros del más insultante Bourbon que encontró
en la licorería.
Las sempiternas sirenas de los servicios de
urgencias, convertidas en improvisadas bandas sonoras que acunan siniestramente
las almas que el mundo ha desheredado incluso antes de nacer, sacaron al joven
abogado del abotargado lisérgico que lo había mantenido atado a su dolor.
Apartando al andar toda la porquería
acumulada por la raída moqueta, arrastró los despojos de su cuerpo a la
insalubre ducha, de un color marrón de tono indefinido adquirido a base del
esfuerzo conjunto de capas de suciedad y una limpiadora inexistente. Resultó
ser un bálsamo más acertado de lo que esperaba, devolviéndole parte de la vida
que había estado perdiendo en las últimas horas y reactivando músculos que
creía perdidos. Un oxidado espejo que apenas dejaba ver la imagen que reflejaba,
le recordó que la espesa barba eran los últimos rasgos visibles que le quedaban
de su paso por el purgatorio de los castigados, que le habían infringido una
profunda herida en el alma y un naufragio masivo de su anterior vida.
Ese hombre que reflejaba el espejo no
parecía, ni de lejos, al Sam Citrix que pasaba por ser el abogado contratado más
prometedor del omnipresente buffet de Los Angeles, Andersen, Blackburg
&Rubinstein. Especialistas en litigios mercantiles, AB&R era el buffet
de cabecera de toda la industria cinematográfica, contando entre sus clientes
con la flor y nata de directores, actores y productores de Hollywood, tanto del
cine tradicional, como la potente industria pornográfica del valle de San
Fernando. Con clientes en el que dinero no tiene el menor significado, su éxito
se basaba en su impecable política de confidencialidad que hacía las delicias
de la industria, lo que provocaba, como efectos colaterales, que el movimiento
de personas y documentos dentro del recinto de la empresa estuviera siempre
fiscalizado por un potente servicio de vigilancia. Conocidos como “los
controladores de plagas” eran temidos por los mismísimos socios de la firma, contando
entre sus competencias no solo el
estricto ámbito profesional, sino que traspasaban las fronteras del edificio
para convertirse en verdaderos hombres de negro, que velaban por el estricto
cumplimiento de las normas y la rectitud en el proceder de cada empleado. El
gerente de la división de espionaje, Robert Kallum, un exmilitar de mirada dura
como el pedernal y modales de soldado curtido en las calderas en la que se
cocinan las guerras, estaba autorizado a
intervenir, por los medios que creyera conveniente, contra cualquier empleado
de la compañía, llegando a traspasar la delgada línea de la legalidad,
utilizando la fuerza, extorsión y el chantaje en casos que lo requiriera.
Citrix pronto llegaría a ser socio y su
nombre adornaría la fachada principal del edificio en enormes letras plateadas,
que llenaría de números dorados la cuenta corriente desterrando para siempre
los rojos. Como pasante del buffet, en sus tiempos libres, reorganizó el
archivo general, rebajando ostensiblemente el tiempo para encontrar un artículo
o sentencia archivada, puso en marcha un sistema informático que hizo las
delicias de los socios y que le daba acceso directo a todo juicio que se
produjera dentro de los Estados Unidos en tiempo real; redujo la burocracia
administrativa que se tradujo en que las minutas eran enviadas a los clientes
el mismo día que se cerraba un caso, lo que repercutió instantáneamente en una
mayor fluidez del líquido que ingresaba la firma.
Como abogado junior del litigante de turno, demostró
su eficacia en infinidad de ocasiones que le reportaron sucesivos ascensos
hasta llegar al de abogado contratado para la sociedad comanditaria, y un
espectacular aumento de las retribuciones, palmadas en la espalda y fiestas a
las que era invitado. Kallum lo había investigado hasta el más mínimo detalle,
llegando a grabarle encuentros sexuales con su novia Megan Logon, por si se le
detectaba algún tipo de desviación sexual que constituyera algún desorden digno
de mención en el informe vinculante que pasaba a los socios, y que sin él era
imposible que se hiciera preceptivo el ascenso prometido.
El último abogado que llegó tan alto en el
escalafón del bufete fue rechazado por los “controladores” por un insignificante
incidente automovilístico después de salir de la cena anual que organizaba el
abogado sénior del bufete Mike “Big noise” Andersen, y que no hubiera pasado de
una multa y una reprimenda formal del agente, si no fuera porque Peter McManaman
recurrió la multa, lo que condujo al bufete a una publicidad que no deseaban,
ni admitían tener. De esto, al cese fulgurante solo pasaron 24 horas. A las 36
horas había perdido su licencia para trabajar de abogado en California debido a
la sospechosa aparición de unos
supuestos documentos que lo mezclaban en actividades relacionadas con la
ruptura de la confidencialidad abogado-cliente. 48 horas después fue expulsado
por su casero de la lujosa residencia que habitaba y su mujer lo dejó, tras
recibir unas fotos comprometedoras de su marido en compañía de una supuesta
amante. Antes del fin de semana apareció muerto en la habitación de un hotel de
Texas, con los sesos desparramados por la pared, y una carta en la que
justificaba su suicidio. Todo muy conveniente y sin apenas publicidad extra.
A Robert la vida le sonreía en lo profesional
y en el terreno sentimental. Natural de Hope (Arkansas), era el mayor de tres
hermanos dedicados a la agricultura intensiva en la finca familiar. Su padre,
un hombre sabio, conocido como el filósofo, había trabajado las mismas tierras
desde que nadie podía recordar e incentivó siempre, el amor por las
tradiciones, la familia y los buenos modales entre todos los miembros de su
familia. Su madre, un alma cándida y llena de amor, perdió la visión por una
glucemia no detectada que le dañó irremediablemente el nervio óptico, lo que la
dejó en un estado dependiente que terminó por dejarla enclaustrada entre las
cuatro paredes de su casa. Este impedimento físico nunca la frenó en su afán de
mantener sus obligaciones familiares en un nivel que rallaba lo obsesivo. Sus
hermanos, aún jóvenes, compaginaban sus estudios con el duro trabajo de la
granja mientras imaginaban un futuro como el de su hermano. A Robert, pronto sus
inquietudes y capacidades le fueron recompensadas con una beca para estudiar en
Berkeley (California), destacando entre sus compañeros por unas excelentes
notas, que le reportaron una oportunidad para tomar contacto con el bufete a
través de unas prácticas no remuneradas.
Su profesor de Derecho Penal en la
universidad, Robert Blackburg, a la postre socio del bufete, se fijó en él muy
pronto, acogiéndolo bajo su tutela y guía lo que le permitió tener casi
asegurado un puesto de trabajo antes de licenciarse. Sam encarnaba lo que el
gran Robert Blackburg catalogaba como un “ratón de iglesia” cuando se refería a
buenas personas con buena actitud y aptitudes.
Blackburg siempre trató a Sam como el hijo
que nunca tuvo. Cariñoso y abnegado, pero extremadamente estricto. Tutor en su
examen de colegiación, le exigió cien veces más que a cualquier otro alumno
poniendo a su disposición todos los recursos del bufete, lo que le granjeó no
pocos enfrentamientos con su alumno. El día que recibió la colegiación se
fundieron en un abrazo más cercano al de padre-hijo que al de tutor-alumno,
entre lágrimas de alegría y energía liberada.
-No solo no has conseguido la colegiación
sino que además, has conseguido la nota más alta de los últimos cuarenta años
en toda la costa Oeste.- Le dijo orgulloso, entre sollozos, su tutor,
verdaderamente emocionado.
Megan Logon era novia de Sam desde que a
ambos le quitaron los pañales en la guardería. Son esa clase de parejas que sabes
instintivamente que siempre estarán juntos; de las que no decepcionarán a nadie
y sumarán amigos como el que bebe agua. La pareja que gana el premio a la más
popular del colegio casi sin quererlo. A la que todo el mundo se gira a mirar.
Megan era una belleza sureña de larga melena negra, unos expresivos ojos verdes
llenos de vida y que parecían escrutar cada rincón inexplorado que le
proporcionaba la vida; un cuerpo delgado y fibroso, cultivado con la beca de
atletismo con la que estudió Bellas Artes en Berkeley. Una sonrisa con la que
ganaba premios de belleza y unas hábiles manos que la hacía capaz de forjar el
acero más duro y tratar el material más delicado y sutil. Sus comedidos y bien
cultivados modales - su clase de vida, ordenada y sana-, y su simpatía llena de
buenos gestos y palabras le había proporcionado incontables admiradores a los
que cíclicamente tenía que ir apartando dejando claro hasta donde iba a
permitir al pretendiente avanzar. Tenía esa clase de inteligencia y empatía capaz
de saber que estás pensando y sorprenderte con la frase apropiada y el gesto
correcto. El verdadero ángel que Sam necesitaba en su vida.
Con la colegiación, Sam se incorporó al
bufete, con un aceptable sueldo, que le permitió alquilar un deslustrado
apartamento, en un edificio de estilo colonial venido a menos, al que dieron una segunda juventud llena de luz
y color. Megan le aportó ese toque femenino que hace acogedor todo lugar que
tenga la suerte de administrar una mujer. Su perfecta ubicación, cercana a la
playa y lejos del bullicioso ajetreo de Los Angeles, convirtió el lugar en el
oasis en el que la pareja daría rienda suelta a su amor intemporal.
Aquellos primeros años de convivencia fueron
un océano de quietud, tranquilidad, pero sobre todo de deseo sexual
incontrolado. El ajetreo diario del bufete no dejaba mucho espacio para la
pareja, por lo que los momentos de intimidad eran un torbellino de sensaciones
llenos de encuentros furtivos en cualquier habitación de la casa. Tras el
cierre de la puerta principal, se marcaba el inicio de la puesta en escena de
desenfrenados encuentros, llenos de besos, caricias y posturas imposibles,
utilizando el mobiliario de toda la casa, que ponían a prueba la excelente
preparación física de ambos. Megan, con una sensualidad desbordante, era capaz
de activar con una sola mirada el resorte más inaccesible de su novio en
cuestión de segundos, lo que le daba una capacidad innata para eliminar de un
plumazo todo el estrés que Sam trajera del trabajo en la oficina; por el
contrario, Sam conocía a su pareja como la palma de su propia mano, a la que
aportaba seguridad, y un deseo incontrolable de quererla y hacerla feliz a toda
costa. A menudo, el encuentro comenzaba
tras la puerta principal, entre atropellados tirones de ropas y manoseos
incontrolados, continuaba en salón, cocina, escaleras o cualquier otro lugar a
medio camino, con una especie de pelea por tomar el control de la situación; y
terminaba entre jadeos y cuerpos sudorosos en el dormitorio o cualquier otro
lugar de la casa.
Culminar un encuentro solo era el comienzo de
la cuenta atrás del siguiente, solo postergados por largos paseos por la playa,
cenas en cualquier local de moda, o salidas nocturnas en busca de un poco de
diversión juvenil. A veces sus escarceos les hacían desplazarse cientos de
kilómetros hasta un hotel al pie de un lago, entre montañas en medio de la nada,
o a pleno desierto con tal de encontrar un poco de aventura extra y lugares
nuevos donde dar rienda suelta a su
amor.