jueves, 29 de mayo de 2014

Mary A.

Para las que gustais de relatos mas directos. Sobre todo para tí. 
He hecho un ejercicio de velocidad que creo que no ha estado mal del todo. Escrito en apenas 10 minutos. Espero vuestros comentarios mas ácidos. Me gustan mas las tortas que las lisonjas...Tendré un algo de masoquista.




Lo de mirar al techo se había convertido en Mary A. en algo recurrente y obsesivo en los últimos días. Tumbada sobre la cama, hacía girar el mecanismo de su imaginación para encontrar algo que la lanzara hacia sueños de besos, caricias y ejercicios de contorsionismo que le proporcionaran esos momentos de placer que, más que buscarlos, los necesitaba como el respirar.

A su lado, el hombre de anchos hombros y brazos musculados, respiraba profundamente, saboreando cada exhalación de sueño reparador. A duras penas, un minúsculo slip mantenía prisionero ese oscuro objeto de deseo que Mary A. requería en su interior.

Comenzó a dibujar con la mirada la silueta de cuerpo que la acompañaba. Un cada vez más cotizado pelo corto daba paso a una frente ancha y a una rara nariz de forma griega.  Unos labios, mil veces besados, se levantaban voluptuosamente para morir a los pies de una barba de varios días perfectamente marcada.

Su torso desnudo se mecía al albur de la respiración como a ritmo de un lastimero saxofón, mientras que el firme abdomen seguía el compás desde la distancia. Como si estuviera envuelto para regalo, el voluminoso miembro parecía estar en un relajante letargo nocturno.

Con la punta de su dedo índice comenzó a acariciar ese pequeño trozo de tela, arrullándolo,  mimándolo y, procurándole ternura y seguridad. Su temperatura corporal experimentó un repentino ascenso, mientras el ritmo cardiaco comenzaba a necesitar un trote más alegre.

Mary A. notó como sus pezones, como consecuencia de las contracciones de pequeñas fibras musculares, se convirtieron en pequeños promontorios rígidos, las areolas se distendieron y se  marcaron en su piel enrojecida las venas mamarias producto de la creciente excitación. Casi sin pensarlo se metió la otra mano dentro del pantalón de su pijama y comenzó a acariciarse para contrarrestar la creciente necesidad de un hombre en sus entrañas. Como consecuencia de  los casi imperceptibles roces en el cuerpo de su amante, se habían activado los más elementales resortes que permiten el paso de la sangre  a lugares poco transitados, triplicando su tamaño normal, lo que provocó que el miembro buscara escapar de la cárcel textil en la que se encontraba recluido.

En un movimiento al unísono abrió su boca como queriendo encontrar el aire que le faltaba en los pulmones, y cerró sus ojos en busca de la imagen definitiva que le provocara la ansiada descarga de energía. Las escenas se iban sucediendo en su mente a ritmo vertiginoso, casi frenético, que la trasportaron a momentos vividos, y sueños por cumplir que lubricaron sus adentros preparándola para una hipotética penetración.

No supo ni como había sucedido, pero lo de aquella tarde de dos semanas atrás, volvió a su mente, para aumentar el nivel de excitación hasta convertirla en una olla a presión a punto de estallar.

Era una tarde como otra cualquiera, en la que una distendida charla con una taza de café como testigo terminó siendo una aventura sexual que ni había planeado, ni mucho menos esperaba. El pub estaba relativamente vacío a aquellas horas. Un par de parejas charlaban monótonamente en el otro extremo de la sala, mientras consumían sus bebidas. Un anciano observaba absorto la televisión, a medida que se terminaba el plato de cacahuetes que acompañaba su gin-tonic. Sentada en la barra una mujer de largas piernas y vestido sugerente apuraba un coctel de incierto nombre y la observaba de reojo.  

Esas largas piernas embutidas en unas medias de seda consiguieron elevarle la lívido hasta límites que no recordaba observando a una mujer. A su lado, su marido observaba complacido la escena y también se sumó a la liberación de hormonas que flotaba en el ambiente.

Notó como la mano de su pareja comenzó a acariciarle la parte interior del muslo por debajo de la mesa, haciendo a cada pasada pequeñas conquistas, hasta llegar a su sexo.  Estaba realmente excitada y su mirada reflejaba la lujuria que, por pudor, nunca había mostrado en público. Mientras tanto, la mujer de largas piernas se había levantado, tomó su copa, y con pequeños pasos acompasando las caderas, se sentó al lado de Mary A.

Como hipnotizada por la mujer de largas piernas y ojos de gata, y mucho antes de decir hola, notó como le conquistaba, sin reparos, el otro muslo y palpaba su ropa interior. En cuestión de minutos, un inocente café de media tarde se había convertido en una excitante relación a tres bandos.

El marido, consciente de su papel de secundario, se limitó a imitar y proporcionar a su mujer ese momento tan especial.

La propietaria de las largas piernas, cogió a ambos de la mano y desaparecieron por la puerta trasera del bar, accediendo a una pequeña sala llena de botellas de alcohol y productos de limpieza. Bruscamente se giró, tomó a Mary A. de la cintura y comenzó a besarla desesperadamente. El marido expectante, se dedicó a acariciar a ambas mujeres y a esperar pacientemente su turno.

Veinte minutos después, salieron de aquel trastero, satisfechos, llenos de vida, y con una cita para cenar esa misma noche.

Continuaba acariciándose sus adentros con ritmo creciente, mientras que del tímido roce al miembro de su marido pasó a agarrarlo y a moverlo con fuerza. Este se despertó entre rachas atemporaladas de placer y contracciones pélvicas producto del intenso orgasmo que le había provocado su esposa.

Mirándola a los ojos comprobó que el culmen estaba cerca. Un simple “Te quiero, nena” provocó que se derramara de forma profusa e intensa en mano y ropa interior proporcionándole una relajante tranquilidad.

Tras esto, cayó en un profundo sueño  que desembocó en una hermosa mañana de mayo.

La caída. Primer capítulo.



CAPITULO 1

En el subsuelo del bufete, una gran sala con paredes de hormigón armado, de un metro de espesor pintadas en negro, servía para monitorizar, hasta el paroxismo absoluto, cualquier movimiento en AB&R. Todo el perímetro y habitación, incluso los cuartos de baño, estaban vigilados por un sinfín de artilugios de la tecnología más novedosa en el mundo de la vigilancia, que incluía cámaras, sensores térmicos, biométricos, y de movimiento, unas veces en lugares visibles, y otras ocultas a miradas indiscretas. En el edificio no existía la intimidad, transgrediéndose sistemáticamente cualquier atisbo de legalidad. En definitiva, en aquel lugar no se movía absolutamente nada que no lo viera “el gran ojo” de Robert Kallum.
Un novedoso sistema de seguimiento identificaba, según los rasgos antropométricos, con nombre y apellidos, a todo el personal que pasaba por delante de cualquier cámara o puerta de seguridad, almacenando el recorrido exacto con fechas y horarios. Esta monitorización iba a la ficha personal de cada empleado, con lo que en cualquier momento se sabía, donde había estado, por cuanto tiempo, y si realizó consulta y de que tipo con su clave personal, en cualquier ordenador del recinto.
Decenas de pantallas enseñaban cada palmo de edificio, mientras que diez empleados altamente cualificados se lanzaban advertencias continuas sobre los diferentes movimientos. Esta información pasaba, mediante intercomunicadores, a los vigilantes de campo, que informaban con visión directa, de lo que se había visto a través de los monitores.  
Varios Informáticos delante de consolas, rastreaban cada email, pagina visitada, pantalla de ordenador o tecla pulsada por cada empleado, mientras que actualizaban en tiempo real el tráfico entrante y saliente a través de la red exterior.
Nada se dejaba a la improvisación dentro del recinto de AB&R, ni fuera. En un lateral de la zona rectangular donde se hallaban los monitores de rastreo, se encontraba el despacho más inaccesible de todo el edificio. “El ojo de Dios” era una sala, aislada del exterior, a la que, un muy reducido grupo de personas de absoluta confianza del jefe Callum tenían acceso. Allí se llevaban a cabo las labores de espionaje exterior y las operaciones más sucias de la división de seguridad.

-¿Cómo se nos puede haber escapado ese cretino? ¡Joder!- Gritaba poseído por los demonios Robert Callum, mientras aporreaba teclas en busca de la respuesta.-¡De aquí no se va nadie hasta que no encontremos al pájaro y lo llevemos a la caldera para sude un buen rato!¡Hijo de puta!

La “caldera” estaba ubicada en el subsuelo de una nave abandonada, propiedad de la compañía, a poco más de un kilómetro de la central, que escondía bajo toneladas de expedientes de casos prescritos, una sala totalmente aislada y preparada para realizar los experimentos más sádicos que el hombre había imaginado. Un ingenioso sistema de poleas levantaba dos pesados armarios llenos de expedientes, y ponían al descubierto una pesada puerta que solo era posible franquear a partir de varias llaves maestras, y claves alfanuméricas que eran introducidas en teclados desde la sala del “Ojo de Dios”.
Se había utilizado una sola vez, pero el resultado fue la desaparición total de un desmembrado cuerpo, devorado vivo  por hambrientos dobermans adiestrados en el odio y en causar el mayor dolor posible, y los restos consumidos en un enorme horno crematorio, tras una horrible agonía de varios días donde uñas, dedos, ojos, dientes, orejas y órganos sexuales abandonaron el cuerpo mucho antes de su muerte.
Un fornido empleado, de nariz aguileña y modales toscos, buscaba metódicamente el paradero del sujeto desaparecido en cientos de minutos de grabaciones sin obtener resultados. El pájaro se les  había esfumado delante de sus ojos y no había manera de encontrarlo. En las imágenes recopiladas en su casa el día anterior, a primera hora de la mañana, se veía como salía de su casa con dirección desconocida. La pequeña cámara exterior, colocada en una farola frente a la puerta principal, solo mostraba a un trajeado hombre saliendo de su casa con su habitual maletín, y en actitud despreocupada. Por el registro de llamadas sabían que no había pedido taxi esa mañana. El rastreador instalado en el Mercedes, mostraba parpadeante el mismo punto en las últimas 14 horas.
Su cuenta corriente mostraba que se habían ingresado hasta un total de 50.000 dólares, en la última semana, que  levantaron las sospechas del equipo pero que no habían podido descubrir la procedencia. Esta cantidad de dinero había hecho saltar las alarmas en la división, lo que activó una investigación, que culminó con la colocación de cámaras ocultas y micrófonos en la residencia del desaparecido.

Pincharon las cámaras de tráfico en 200 kilómetros a la redonda y ninguna había mostrado rastro alguno del sujeto. Literalmente, se lo había tragado la tierra. Un equipo de campo se había trasladado a la vivienda esa noche, desmontándola tabla por tabla, sin encontrar nada que pudiera darles pistas de su paradero.
Si todo aquello había sido planeado debía ser obra de un hombre muy listo, o con mucha suerte.

lunes, 26 de mayo de 2014

La caída. (Prologo)

PROLOGO.



La fría noche invernal transcurría nerviosa por las despobladas calles de la gran manzana. Ancianos solitarios se afanaban por entrar en calor entre miserables cartones, al mismo tiempo que trasnochadores, ebrios de vida, intentaban alargar una copa más la noche, y algunos cuellos encogidos buscaban refugio del resto de la fauna que compartía la vigilia. Al reconfortante sol le quedaban algunas horas para comenzar su larga y solitaria jornada laboral, mientras un nervioso despertador perturbaba el tranquilo titilar de las estrellas, y le hacía la vida imposible al cuerpo que yacía aletargado en aquella habitación, sacándolo a patadas de sueños de viajes imposibles y mujeres sin rostro. La mortecina luz de la reina de los astros regaba, con tonos azulados, la habitación de motel barato llena de cucarachas, chinches, especies sin catalogar, y un olor acre a almas putrefactas de dudoso presente, y más incierto futuro que corrompía las vidas de sus despreciados huéspedes. El desorden reinaba entre la mugre, las ganas de acabar con todo y la insoportable soledad de un corazón roto, colmado de dolor, que lo mantenía atado a los recuerdos, y a imágenes de profundos pozos negros sin posibilidad alguna de salir o ser rescatado.



Ese día comenzaban sus vacaciones Parisinas, pero más que un motivo de alegría era un sufrimiento tal, que se durmió con la intención de perder el vuelo de la vida, quedándose reducida a una minúscula esquela en la penúltima página de algún diario local. Tres días de alcohol barato habían pasado una factura difícil de pagar a aquellas horas. Sobre la cama de insalubres sábanas estaba amartillada la metálica solución que el diablo le había procurado para hacer fácil el acto final. Tras no lograr reunir convincentes razones para sacar su maltrecho cuerpo de la cama deslizó el brazo derecho por encima de la infame tela que cubría el colchón, recogió la extrañamente pesada pistola entre los temblorosos dedos, y se introdujo el frío cañón en la garganta.



Un segundo interminable, trufado de imágenes de terribles animales alimentándose con sus entrañas, y arcadas de dolor llenas de incertidumbres y apocalípticos mensajes, presagiaban que la escena no tendría un final muy decoroso. Lo que encontró fue un salvador vómito que terminó por arruinar las deterioradas sábanas, y sacarlo de su letargo alcohólico que había mantenido dos largos días, a base de litros del más insultante Bourbon que encontró en la licorería.



Las sempiternas sirenas de los servicios de urgencias, convertidas en improvisadas bandas sonoras que acunan siniestramente las almas que el mundo ha desheredado incluso antes de nacer, sacaron al joven abogado del abotargado lisérgico que lo había mantenido atado a su dolor.



Apartando al andar toda la porquería acumulada por la raída moqueta, arrastró los despojos de su cuerpo a la insalubre ducha, de un color marrón de tono indefinido adquirido a base del esfuerzo conjunto de capas de suciedad y una limpiadora inexistente. Resultó ser un bálsamo más acertado de lo que esperaba, devolviéndole parte de la vida que había estado perdiendo en las últimas horas y reactivando músculos que creía perdidos. Un oxidado espejo que apenas dejaba ver la imagen que reflejaba, le recordó que la espesa barba eran los últimos rasgos visibles que le quedaban de su paso por el purgatorio de los castigados, que le habían infringido una profunda herida en el alma y un naufragio masivo de su anterior vida.

Ese hombre que reflejaba el espejo no parecía, ni de lejos, al Sam Citrix que pasaba por ser el abogado contratado más prometedor del omnipresente buffet de Los Angeles, Andersen, Blackburg &Rubinstein. Especialistas en litigios mercantiles, AB&R era el buffet de cabecera de toda la industria cinematográfica, contando entre sus clientes con la flor y nata de directores, actores y productores de Hollywood, tanto del cine tradicional, como la potente industria pornográfica del valle de San Fernando. Con clientes en el que dinero no tiene el menor significado, su éxito se basaba en su impecable política de confidencialidad que hacía las delicias de la industria, lo que provocaba, como efectos colaterales, que el movimiento de personas y documentos dentro del recinto de la empresa estuviera siempre fiscalizado por un potente servicio de vigilancia. Conocidos como “los controladores de plagas” eran temidos por los mismísimos socios de la firma, contando entre sus competencias  no solo el estricto ámbito profesional, sino que traspasaban las fronteras del edificio para convertirse en verdaderos hombres de negro, que velaban por el estricto cumplimiento de las normas y la rectitud en el proceder de cada empleado. El gerente de la división de espionaje, Robert Kallum, un exmilitar de mirada dura como el pedernal y modales de soldado curtido en las calderas en la que se cocinan las guerras,  estaba autorizado a intervenir, por los medios que creyera conveniente, contra cualquier empleado de la compañía, llegando a traspasar la delgada línea de la legalidad, utilizando la fuerza, extorsión y el chantaje en casos que lo requiriera.  

Citrix pronto llegaría a ser socio y su nombre adornaría la fachada principal del edificio en enormes letras plateadas, que llenaría de números dorados la cuenta corriente desterrando para siempre los rojos. Como pasante del buffet, en sus tiempos libres, reorganizó el archivo general, rebajando ostensiblemente el tiempo para encontrar un artículo o sentencia archivada, puso en marcha un sistema informático que hizo las delicias de los socios y que le daba acceso directo a todo juicio que se produjera dentro de los Estados Unidos en tiempo real; redujo la burocracia administrativa que se tradujo en que las minutas eran enviadas a los clientes el mismo día que se cerraba un caso, lo que repercutió instantáneamente en una mayor fluidez del líquido que ingresaba la firma.

Como abogado junior del litigante de turno, demostró su eficacia en infinidad de ocasiones que le reportaron sucesivos ascensos hasta llegar al de abogado contratado para la sociedad comanditaria, y un espectacular aumento de las retribuciones, palmadas en la espalda y fiestas a las que era invitado. Kallum lo había investigado hasta el más mínimo detalle, llegando a grabarle encuentros sexuales con su novia Megan Logon, por si se le detectaba algún tipo de desviación sexual que constituyera algún desorden digno de mención en el informe vinculante que pasaba a los socios, y que sin él era imposible que se hiciera preceptivo el ascenso prometido.

El último abogado que llegó tan alto en el escalafón del bufete fue rechazado por los “controladores” por un insignificante incidente automovilístico después de salir de la cena anual que organizaba el abogado sénior del bufete Mike “Big noise” Andersen, y que no hubiera pasado de una multa y una reprimenda formal del agente, si no fuera porque Peter McManaman recurrió la multa, lo que condujo al bufete a una publicidad que no deseaban, ni admitían tener. De esto, al cese fulgurante solo pasaron 24 horas. A las 36 horas había perdido su licencia para trabajar de abogado en California debido a la sospechosa  aparición de unos supuestos documentos que lo mezclaban en actividades relacionadas con la ruptura de la confidencialidad abogado-cliente. 48 horas después fue expulsado por su casero de la lujosa residencia que habitaba y su mujer lo dejó, tras recibir unas fotos comprometedoras de su marido en compañía de una supuesta amante. Antes del fin de semana apareció muerto en la habitación de un hotel de Texas, con los sesos desparramados por la pared, y una carta en la que justificaba su suicidio. Todo muy conveniente y sin apenas publicidad extra.

A Robert la vida le sonreía en lo profesional y en el terreno sentimental. Natural de Hope (Arkansas), era el mayor de tres hermanos dedicados a la agricultura intensiva en la finca familiar. Su padre, un hombre sabio, conocido como el filósofo, había trabajado las mismas tierras desde que nadie podía recordar e incentivó siempre, el amor por las tradiciones, la familia y los buenos modales entre todos los miembros de su familia. Su madre, un alma cándida y llena de amor, perdió la visión por una glucemia no detectada que le dañó irremediablemente el nervio óptico, lo que la dejó en un estado dependiente que terminó por dejarla enclaustrada entre las cuatro paredes de su casa. Este impedimento físico nunca la frenó en su afán de mantener sus obligaciones familiares en un nivel que rallaba lo obsesivo. Sus hermanos, aún jóvenes, compaginaban sus estudios con el duro trabajo de la granja mientras imaginaban un futuro como el de su hermano. A Robert, pronto sus inquietudes y capacidades le fueron recompensadas con una beca para estudiar en Berkeley (California), destacando entre sus compañeros por unas excelentes notas, que le reportaron una oportunidad para tomar contacto con el bufete a través de unas prácticas no remuneradas.

Su profesor de Derecho Penal en la universidad, Robert Blackburg, a la postre socio del bufete, se fijó en él muy pronto, acogiéndolo bajo su tutela y guía lo que le permitió tener casi asegurado un puesto de trabajo antes de licenciarse. Sam encarnaba lo que el gran Robert Blackburg catalogaba como un “ratón de iglesia” cuando se refería a buenas personas con buena actitud y aptitudes.

Blackburg siempre trató a Sam como el hijo que nunca tuvo. Cariñoso y abnegado, pero extremadamente estricto. Tutor en su examen de colegiación, le exigió cien veces más que a cualquier otro alumno poniendo a su disposición todos los recursos del bufete, lo que le granjeó no pocos enfrentamientos con su alumno. El día que recibió la colegiación se fundieron en un abrazo más cercano al de padre-hijo que al de tutor-alumno, entre lágrimas de alegría y energía liberada.

-No solo no has conseguido la colegiación sino que además, has conseguido la nota más alta de los últimos cuarenta años en toda la costa Oeste.- Le dijo orgulloso, entre sollozos, su tutor, verdaderamente emocionado.

Megan Logon era novia de Sam desde que a ambos le quitaron los pañales en la guardería. Son esa clase de parejas que sabes instintivamente que siempre estarán juntos; de las que no decepcionarán a nadie y sumarán amigos como el que bebe agua. La pareja que gana el premio a la más popular del colegio casi sin quererlo. A la que todo el mundo se gira a mirar. Megan era una belleza sureña de larga melena negra, unos expresivos ojos verdes llenos de vida y que parecían escrutar cada rincón inexplorado que le proporcionaba la vida; un cuerpo delgado y fibroso, cultivado con la beca de atletismo con la que estudió Bellas Artes en Berkeley. Una sonrisa con la que ganaba premios de belleza y unas hábiles manos que la hacía capaz de forjar el acero más duro y tratar el material más delicado y sutil. Sus comedidos y bien cultivados modales - su clase de vida, ordenada y sana-, y su simpatía llena de buenos gestos y palabras le había proporcionado incontables admiradores a los que cíclicamente tenía que ir apartando dejando claro hasta donde iba a permitir al pretendiente avanzar. Tenía esa clase de inteligencia y empatía capaz de saber que estás pensando y sorprenderte con la frase apropiada y el gesto correcto. El verdadero ángel que Sam necesitaba en su vida.

Con la colegiación, Sam se incorporó al bufete, con un aceptable sueldo, que le permitió alquilar un deslustrado apartamento, en un edificio de estilo colonial venido a menos,  al que dieron una segunda juventud llena de luz y color. Megan le aportó ese toque femenino que hace acogedor todo lugar que tenga la suerte de administrar una mujer. Su perfecta ubicación, cercana a la playa y lejos del bullicioso ajetreo de Los Angeles, convirtió el lugar en el oasis en el que la pareja daría rienda suelta a su amor intemporal.  

Aquellos primeros años de convivencia fueron un océano de quietud, tranquilidad, pero sobre todo de deseo sexual incontrolado. El ajetreo diario del bufete no dejaba mucho espacio para la pareja, por lo que los momentos de intimidad eran un torbellino de sensaciones llenos de encuentros furtivos en cualquier habitación de la casa. Tras el cierre de la puerta principal, se marcaba el inicio de la puesta en escena de desenfrenados encuentros, llenos de besos, caricias y posturas imposibles, utilizando el mobiliario de toda la casa, que ponían a prueba la excelente preparación física de ambos. Megan, con una sensualidad desbordante, era capaz de activar con una sola mirada el resorte más inaccesible de su novio en cuestión de segundos, lo que le daba una capacidad innata para eliminar de un plumazo todo el estrés que Sam trajera del trabajo en la oficina; por el contrario, Sam conocía a su pareja como la palma de su propia mano, a la que aportaba seguridad, y un deseo incontrolable de quererla y hacerla feliz a toda costa.  A menudo, el encuentro comenzaba tras la puerta principal, entre atropellados tirones de ropas y manoseos incontrolados, continuaba en salón, cocina, escaleras o cualquier otro lugar a medio camino, con una especie de pelea por tomar el control de la situación; y terminaba entre jadeos y cuerpos sudorosos en el dormitorio o cualquier otro lugar de la casa.

Culminar un encuentro solo era el comienzo de la cuenta atrás del siguiente, solo postergados por largos paseos por la playa, cenas en cualquier local de moda, o salidas nocturnas en busca de un poco de diversión juvenil. A veces sus escarceos les hacían desplazarse cientos de kilómetros hasta un hotel al pie de un lago, entre montañas en medio de la nada, o a pleno desierto con tal de encontrar un poco de aventura extra y lugares nuevos donde  dar rienda suelta a su amor.

jueves, 15 de mayo de 2014

Nuevo entorno en el blog.

Muy buenas a todos.

Estoy hoy trabajando en el entorno del blog, para hacerlo mas amigable y la experiencia de lectura sea mas amena. Sé que alguno de vosotros presentaba problemas a la hora de leerlo y quiero adaptarme a vuestras necesidades.

Ya me direis si necesito cambiar algo...Yo para los colores son un negado mayusculo por lo que si alguna alma caritativa quisiera...


Por último, estoy trabajando en un "minilibro" con el que comenzar una serie algo mas intensa, tipo thriller, pero aún estoy perfilando la idea, y solo llevo escrito apenas 10 páginas...

Gracias a todos por estar ahí. A los que escriben comentarios y a los que no.


martes, 13 de mayo de 2014

Desdichadas desventuras de una mujer de mediana edad en busca de una noche loca. (tercera y última parte)



Mi dormitorio era un verdadero paraíso terrenal para una mujer. Ordené cuidadosamente todas las dádivas, que me habían costado un moratón y un buen rato de exhibir la más absoluta de las vergüenzas, sobre la cama. La visión de tanta prenda me sumió en un estado de absoluta felicidad que no empañó ni todos los dislates que había sufrido durante el día.



Llevareis tiempo preguntándoos, después de todas las desventuras que había sufrido, sí aun me quedaban ganas de esa noche de pasión. La respuesta es un rotundo sí. Cuando a una mujer se le mete algo entre ceja y ceja, eso sí, bien depiladas, no hay viento ni marea que la detenga. Y eso es precisamente lo que nos hace fuertes. Es lo que nos distingue de los hombres, y nos hace sobrevivir en este mundo hecho a la imagen y medida del macho.



Cuando realmente descubramos el potencial que nos está, en la mayoría de los casos, vedado seremos  una verdadera alternativa al poder machista que nos rodea. Seremos capaces de cambiar el mundo y, adaptarlo y moldearlo desde nuestro propio punto de vista, gustos y forma de entender la vida. Eso sí, lo tendremos que cambiar desde nuestros ideales, no queriendo adoptar formas masculinas para triunfar. Siendo nosotras mismas, pese a quien le pese, y enfrentando a quien se enfrente. Con esto no os digo que tengamos que adoptar la filosofía feminista a pies juntillas; tendríamos que ser capaces de imponer la filosofía femenina con todas sus consecuencias. Imponer la abnegación y sacrificio que demuestran todas las madres, todos los días y en todas las situaciones. Imponer la capacidad de superación y de ir más allá de la mujer trabajadora, que siendo en muchos casos mejores que sus superiores, se encuentran a la sombra del macho alfa. Desde el sacrificio conjunto podremos avanzar como grupo, reuniendo nuestro poder alrededor de la familia y las relaciones de amor que sellan estas.



Por esto, bajo mi modesto objetivo, no habrá imponderable que me impida poner lo que sea necesario de mi parte para conseguir lo que quiero, o lo que necesito. ¿O no pensáis igual?





Después de una ligera ducha, me fui probando todos los vestidos con sus respectivos complementos para decidir cuál sería el elegido. Finalmente me decanté por uno rojo de seda que se adaptaba a mis encantos como guante a mano. Me veía y sentía preciosa. Sí yo, que soy mi primera y más acérrima detractora, me sentía así, os puedo asegurar que a mi marido le iba a dejar con la boca abierta.



Había llegado la hora del maquillaje, que escogí con sumo cuidado, y con más aún me lo apliqué. Sacando de mi todo aquel recurso que no sabía que tenía conseguí un resultado que hasta a mí me sorprendió.



Cuando observé el reloj y vi la hora el corazón me dio un vuelco. Después de todo lo que había sufrido, no me podía permitir el lujo de llegar tarde a mi propia cita. Con tan solo un albornoz, pintada y peinada, salí disparada a la cocina para poner el horno a calentar y preparar el delicioso plato que íbamos a compartir.



Me acordé que debía sacar del congelador la deliciosa tarta que tenía destinada para el “primer postre de la noche”. Abrí la puerta y vi una pequeña bolsa de papel al lado de la tarta que no recordaba que contenía. El primer indicio, y más revelador era el nombre que tenía impreso. “Sweet tongue”. ¿Podría  haber sido capaz de hacer lo que me estaba imaginando?



En un alarde del despiste más absoluto había congelado el conjunto de braguita y sujetador que había comprado esa mañana. Y no solo eso, sino las bolas chinas con las caritas smile, el anillo vibrador que compré para mi marido, y unos pequeños botes de aceites y lubricantes que para colmo eran de efecto frío y calor… “¿Más frío quieres, hija de mi vida?



Todo el conjunto se había convertido en un verdadero taco de hielo. El gracioso pom pom parecía una bola de helado de pelo rojo. El elástico que completaba el minúsculo tanga parecía esculpido en madera, y el resto de las cosas se enredaban con el taco de hielo.



“¡La madre que me parió!” Os juro que fuera de este día, soy una persona bastante responsable, sin apenas despistes y muy centrada; pero lo que me estaba sucediendo ese día no tenía nombre, y mucho menos parangón con el resto de mi ordenada vida.



Aproveché que estaba el horno encendido y metí el taco de hielo que contenía mis preciadas pertenecías para empezar a descongelarlo. Os podéis imaginar la estampa.



Sentada en un taburete frente al horno, observando cómo se descongelaba mi ropa interior, las bolas chinas que había comprado para reforzar mi suelo pélvico, o lo que se encartara; y el anillos vibrador que pretendía que mi marido se pusiera esa noche. Si se lo llego a poner tal como estaba no se le levanta en un mes. La situación comenzó a resultarme ciertamente cómica, hasta tal punto que no pude aguantar más, y entre risas nerviosas, llantos y carcajadas, comencé a reírme de una manera tan descontrolada que me llegó a faltar la respiración.



Los aceites esenciales comenzaban a parecerse a una granizada amarilla y grasienta; el pom pom tenía el aspecto de un gato de angora después de salir del baño, y las bolas tomaron un tono dorado que no tenían antes.



Después de un buen rato el bloque se había convertido en agua y los objetos volvieron a separarse. Dejé solo el conjunto en el horno para que terminada de secarse y ver si el resultado me serviría para poder colocármelo con plenas garantías. Al poco, parecían estar ya secos y solo tuve que, con el secador, darle al pom pom un poco de gracia.



Mientras que, con el secador le intentaba dar forma redonda a aquello, se iban cocinando los dos capones en el horno. En apenas 15 minutos iba a llegar mi marido y debía estar perfecta. Tiré el albornoz desde la puerta del cuarto de baño y de camino al dormitorio me fui colocando el conjunto. La hebilla metálica del sujetador me quemó ligeramente la espalda, mal menor debido las  circunstancias. El vestido se ajustó a mi cuerpo como hecho a medida, los zapatos eran una obra de ingeniería, con el talón sostenido por un finísimo tacón con punta metálica; 

Unas gotas de perfume de Carolina Herrera, rematando unos zafiros engarzados en oro blanco  daban el contraste perfecto a mi piel blanca.



Lo que vi en el gran espejo del dormitorio me dejó satisfecha por completo. Me sentía como una novia a punto de pisar el altar. Nerviosa y expectante ante lo que se avecinaba.



De camino a la cocina, encendí las velas del salón, y saqué los jugosos capones del horno. Tenían una pinta fabulosa y un olor que embriagaba.



En ese preciso instante escuché la llave girar, esa voz masculina llamarme con timbre cantarín desde la entrada. La alegría me asomó a la cara en forma de lágrimas que no pude contener. Se presentó en el marco de la puerta, con su impecable traje gris de la misma impoluta forma con la que salió esa mañana y una gran caja de porte impresionante a sus pies. Por el tamaño bien podrían caber un par de niños dentro. Se me acercó con los brazos en cruz, la cara que ponen los hombres cuando ven algo que les gusta y un felicidades que bien lo podría haber pronunciado Frank Sinatra.



Me rodeó con sus brazos y me besó apasionadamente durante más tiempo del que puedo recordar. Caí rendida a sus pies, tanto que tuve que agarrarme con fuerza a su cuello para no caer.



Las cosas que me dijo al oído, me las guardo para mí en lo más profundo de mi corazón. Nunca las olvidaré mientras viva. Aquellos sonidos provocaron una serie encadenada de lágrimas que no recordaba desde el día que me casé. El abrazo fue largo y reconfortante. Después de un duro día todo estaba llegando a su fin.



Como era su costumbre, me agarró de las nalgas y me levantó en volandas con la misma facilidad del que levanta a un bebé. Continuó besándome cada vez más apasionadamente hasta que me dejó sobre la encimera. Estuve a punto de frenarlo y llevar las cosas por el cauce que las había imaginado todo el día.









Lo siguiente que recuerdo fue estar tumbada boca abajo semidesnuda, con un dolor terrible en trasero y muslos; y a mi marido con las dos manos vendadas, y una terrible cara de culpa inyectada en lágrimas que nunca olvidaré.





Estaba en el hospital recibiendo las primeras curas de unas terribles quemaduras que dolían como un ataque de apendicitis, que me produje al sentarme sobre una bandeja de horno ardiendo. Finalmente el dicho de “lo que mal empieza, mal acaba” se había cumplido a rajatabla, y ni mi férrea convicción de llevar a delante esa noche no pudo impedir que el décimo aniversario fuera un completo desastre.



¡Chicas, el año que viene lo volveré a intentar!







Trece de mayo de 2014.



Manuel F.