CAPITULO 3
El sujeto de modales refinados, gafas de
pasta de aspecto robusto, y aires de gentleman había logrado pasar
desapercibido las últimas 48 horas a los grandes ojos escrutadores que había
puesto encima Robert Kallum para encontrarlo. El viejo Honda Civic beige, comprado a nombre
de John Doe, hacía años que debía haber pasado una profunda reparación en su
parte mecánica, mientras que su aspecto exterior estaba más cerca del desguace
que de poder circular con un mínimo de garantías para el resto de usuarios. En
el estado, en donde los Porches, Lamborguinis, y Ferraris conducidos por
estrellas son los reyes, un viejo coche japonés con más años que su conductor
pasa totalmente desapercibido entre la intensa maraña del tráfico Californiano.
Al llegar a su destino, aparcó el montón de
chatarra beige en el aparcamiento subterráneo de un centro comercial, en el que
no levantaría sospechas y estaría oculto a miradas indeseadas. Abrió su pequeño
maletín y se preparó para una nueva transformación que le llevaría a portar una
descuidada barba pelirroja, unas pobladas cejas del mismo tono y una visible
cicatriz en la mejilla derecha que le proporcionaba un aspecto grotesco,
cercano al viejo héroe de la guerra del Vietnam que quería parecerse. Un
desgastado pantalón vaquero, camiseta con el emblema de los “The doors” de desteñido
color negro, y una raída chaqueta militar verde de múltiples bolsillos,
terminaron por darle ese aire de veterano desahuciado de su anterior vida y calco
exacto al indigente que andaba buscando parecerse. El omnipresente petate verde
de la armada le sirvió para ocultar su anterior aspecto y el que tenía previsto
para después de terminar su trabajo.
Salió del vehículo, y comenzó a practicar una
evidente cojera producto, sin duda, de una supuesta herida de guerra.
Satisfecho del nuevo aspecto comenzó a andar, con la firme convicción de localizar
a su objetivo y, poner punto y final al encargo. Sabía que estaba siendo
vigilado por gente muy profesional por lo que tenía que mantenerse despierto y
atento a cualquier movimiento sospechoso a su alrededor. No obstante, confiaba en
que su experiencia y las precauciones tomadas habían despistado a sus
perseguidores. Antes de salir del centro comercial tomó un carro del
supermercado y lo llenó con toda suerte de objetos inservibles que fue
encontrando por el camino, y que ocultaron el contenido del enorme saco militar
de los inquisitoriales registros de la policía de la Baja California. Lentamente
se fue acercando a la playa, tarareando canciones deslavazadas, sin el mínimo sentido,
y observando a cada transeúnte, tras las enormes gafas de espejo, moda años
ochenta, que ocultaban sus verdaderas intenciones y propósito.
Al llegar al paseo marítimo el sol comenzaba
a caer sobre las cristalinas aguas del Pacífico llenando de tonos anaranjados
el cálido atardecer. Tomó una posición que le permitía tener varias vías de
escape y, a su vez, visión directa de la casa que estaba vigilando. Se sentó en
un banco y utilizó su gorra de los lakers para pedir limosna a todo aquel que
pasara por delante.
Al caer el sol, la luz de las farolas comenzó
a iluminar por tramos, el cada vez menos poblado paseo, y John Doe se preparó
una cama de cartones que le reportó
cobijo y un excelente escondrijo donde observar sin ser visto. No pasó mucho
tiempo, cuando vio aparecer a la pareja que volvía de dar su paseo diario, y
subían la calle dirección a su casa. Admiró la escultural figura que tenía la
chica e imaginó como, después de despachar al novio sin contemplaciones, podía entretenerse
un rato con ella antes que abandonara este mundo. Observó detenidamente el
delicado contoneo de su cuerpo al caminar, como se movían, al compás de cada
paso, unos voluminosos pechos turgentes y deliciosos; y como el estrecho
pantalón corto marcaba tanto, unas nalgas como rocas, como una apetecible vulva
prisionera que él liberaría de semejante cárcel. Imaginó como la amaestraría
cogida por ese largo pelo. Se apenó al pensar que solo podría disfrutarla esa
sola noche, por lo que las ganas de acabar se multiplicaron, deseoso de tomar,
como premio a su paciencia, ese apetecible cuerpo. Solo tenía una duda: “¿La
disfrutaría, antes o después de matarla?”. “Antes o después de cortarles el
cuello, y esperar a que se desangren poco a poco. Medio muerta son más
dóciles…”
Se levantó del banco y comenzó a recoger
parsimoniosamente todas sus supuestas pertenencias con la obsesiva imagen de
Megan martilleando su cerebro. Se marcó un rumbo errático para no levantar
sospechas. Por un rato continuó por el paseo marítimo yendo en dirección
contraria a donde se encontraba la casa. Se volvió a sentar en otro banco a observar
a los transeúntes, desmontó medio carro haciendo como que buscaba algo
concreto; lo volvió a montar y, una vez seguro que no era seguido, abandonó el
paseo por una calle estrecha que
desembocaba a él y subía dirección a la colina. Recorrió el pequeño tramo que
lo separaba de la siguiente esquina, y en esta, giró a su izquierda para
embocar directamente en la calle donde se encontraba su cita. Continuó
caminando exagerando la cojera, e intentando capturar moscas imaginarias que
pretendía ver a su alrededor, mientras empujaba el carro cargado de porquería.
Observó cómo entre las sombras, y semioculto
entre arboles perfectamente alineados, un vehículo ocupado por dos personas en
actitud de espera. Estaban estacionados a poco más de 50 metros de la casa, por
lo que supuso que eran matones de Robert Kallum. Prosiguió con su papel,
acercándose desde detrás sin ocultar su presencia. Su intención era ser visto
para no levantar sospechas. Comenzó a rascarse compulsivamente, al tiempo que
amartillaba la Beretta 92 provista de silenciador, que llevaba escondida bajo la
chaqueta militar y se palpaba el costado izquierdo notando como su amiga
inseparable se hallaba en su funda. Estaba preparado.
A medida que se acercaba, escuchaba como los
dos matones mantenían una animada conversación sobre el partido de la noche
anterior en el Staples Center. El más joven, de aspecto jovial y desenfadado,
estaba sentado relajadamente en el asiento del conductor, con un elegante traje gris marengo y maneras
de deportista universitario hasta arriba de esteroides. Vomitaba insultos
mientras movía airadamente los brazos. El acompañante, un hombre, algo mayor, de
un tamaño fuera de lo común, era lo más parecido a un búfalo que había visto,
apenas hablaba, y mucho menos, gesticulaba. Vestía una escandalosa camisa de
flores, que coronaba con un enorme collar de oro rodeando su enorme cuello. Mas
que respirar, bufaba sonidos guturales con dificultad. Entonces vio la radio de
última generación que descansaba en el salpicadero. Era la prueba definitiva
que le confirmaba la identidad de los dos sujetos.
Se colocó a la altura de la ventanilla delantera
del Ford Explorer y la golpeó suavemente con los nudillos al tiempo que pedía
una limosna para comer. El conductor con un gesto de desprecio intentó que los
dejara tranquilo, mientras se escuchaba el crepitar nervioso de la radio
escupiendo ininteligibles órdenes. John Doe volvió a insistir en el repiqueteo
del cristal, sin recibir respuesta alguna. En un acto de lo cura comenzó a
restregar la lengua por el cristal de la ventanilla salivando abundantemente,
mientras tatareaba el “Born to be wild”
de Steppenwolf. Surtió el efecto deseado ya que vio el conductor se colocaba un
puño americano en su mano derecha, mientras que con la izquierda comenzaba a
bajar la ventanilla.
En fracciones de segundos, el asesino sacó
con su mano izquierda la Beretta que dedicó a destrozar el pecho del gigantesco
acompañante de cuatro certeros disparos, mientras que con la mano derecha clavó
de un golpe seco un enorme cuchillo de caza en el cuello del conductor. Con un
certero giro horizontal provocó la separación de la joven cabeza rubia del
resto del inerte cuerpo, sin dejar de entonar las afamadas notas del himno
motero. Acto seguido, tomó la radio y pidió que le confirmaran las órdenes con
voz pausada y serena. Unos segundos después la voz ronca y autoritaria repetía
las órdenes sin notar el cambio en el timbre de voz.
En ese momento observó cómo se abría la
puerta de la casa de sus víctimas, salían al porche y se proporcionaban los
últimos arrumacos antes de ver partir a Sam a toda prisa. Era un inconveniente
que no había previsto, pero que aplaudió, ya que le permitía tener ese momento
de intimidad con la chica que estaba deseando y esperando.
Con suma precaución se llevó el vehículo a un
callejón, entre dos casas que parecían deshabitadas y en estado de semi-ruina.
Allí, en la oscuridad más absoluta, tomó los cuerpos de los ocupantes y los
depositó en el maletero del vehículo, evitando la oportunidad de que fueran fácilmente
descubiertos.
Sabía por lo informado en la radio que, Sam
había sido requerido para una reunión en el bufete; a sus vigilantes les
ordenaron que le siguieran a cierta distancia, y que volvieran a su posición
original cuando dejaran al abogado a las puertas de AB&R. Eso le daba al
menos de dos horas hasta que regresara Sam, para dar rienda suelta a su
perversión. De los individuos del otro lado de la radio ya se encargaría en su
momento. En aquel momento se sentía poderoso, invencible y con todos los
sentidos en máxima alerta.
Ocultó el carro de sus pertenencias junto al
vehículo y se dirigió con paso decidido hasta la puerta de la casa. Observó por
las luces prendidas que Megan se encontraba en el salón. Se asomó a la ventana
y se quedó admirando la preciosa silueta recostada en el sofá que estaba leyendo
el terrorífico libro de Adam Nevill, “El
fin de los días”. Ironías que tiene la vida.
Engancha Manolo. Una historia un poco fuerte, pero tengo que reconocer que quiero saber como va a acabar. ¡Pobre chica, hombre!
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