La luna, en un efímero
y venturoso amanecer, admiró desde el altar que le ofrece su posición un hierático
y grandilocuente arcoíris. Tan fugaz como memorable momento la marcó, como a
fuego, con la más profunda herida que provoca el amor, tan honda e irremediable
que sus sentimientos se escapaban entre los gélidos haces de su triste luz
hasta las frías aguas del estanque plateado en el que peinaba sus canas. Sufría
para sus adentros, en sus pensamientos más profundos e inconfesables, que sus
tristes tonos azulados no estaban a la altura de toda aquella explosión de
color de su idolatrado amante a medio día de distancia. Su eterna enemiga, la
tormenta, le había contado de su belleza, y de como con la inestimable colaboración del Dios Sol, era
capaz de crear semejante crisol. Su estado de ánimo pasaba de la luna llena a
la nueva, atravesando el mar de la menguante alegría o los ríos de la creciente
soledad; de la euforia imaginando romances imposibles a esa profunda tristeza
que la embargaba y la ocultaba a la vista de todos. De la risa al llanto como
en una burda comedia.
Luchó por poder comunicarse en la distancia pero no había teléfono, ni rayo, ni trueno ni instrumento digital o mecánico capaz de eliminar el tiempo que los separaba. Luchó y se rindió. Y volvió a luchar en un bucle infinito, mas su amor era imposible.
Luchó por poder comunicarse en la distancia pero no había teléfono, ni rayo, ni trueno ni instrumento digital o mecánico capaz de eliminar el tiempo que los separaba. Luchó y se rindió. Y volvió a luchar en un bucle infinito, mas su amor era imposible.