miércoles, 4 de marzo de 2015

La pelota


LA PELOTA.

El estridente sonido del timbre de la envejecida puerta hacía años que no sonaba. Recordaba vagamente cuando hordas de niños entraban y salían de la casa, voz en grito, llenándola de luz, alegría y juegos en los que la desbordante imaginación y la falta de recursos eran los dos elementos que se repetían por cada rincón. Le abofeteó el recuerdo aquel balón de reglamento, de hexágonos negros y blancos, que sirvió durante años como centro neurálgico de campeonatos nacionales entre la chiquillería del barrio, llegando a jugarse con él la primera final del campeonato interestelar de San Fernando contra el resto del Universo. Cuando, el excesivo uso, la falta de presión y mejores balones hicieron acto de presencia, aquel viejo ídolo pasó a formar parte de juegos, llenos de imaginarios enemigos, restringidos a la intimidad del hogar. Sus peores días se repartieron entre ser cabeza a la que apedrear, dos cascos de Mazinger Z cuyos compañeros fueron dos cañas a modo de espadas y como escudos las tapaderas del bombo de Dixan en las que pintaron águilas, serpientes y cruces. Terminando sus días, desmontado en hexágonos, decorando el mismo bombo de Dixan donde sus hijos metían los combois y los indios, mezclados con trozos inconexos de coches, chapas de Mirindas decoradas con equipos ciclistas y aquella pelota,  hecha a base de trapos viejos, bolsas de plástico y lanas que había sustituido a la hermosa pelota de reglamento de años atrás.

Aquel balón había conocido mundo. Tenía predilección por quedarse embarcado en balcones, tejados y árboles- generalmente de alturas imposibles- a los que trepar, zarandear y apedrear con la clara intención de que se la devolviera para continuar jugando esa final de turno. La ley que imperaba era clara. El que la tira va por ella y no se hable más. A aquel pobre infeliz le tocaba localizar el balcón, azotea o ventana por la que se había metido, rezar para que no hubiera partido nada y colocar esa fingida cara de pedir perdón que tan bien ensayadas tenían. Si todo iba bien, en poco tiempo, y después de aguantar una suculenta bronca y algún que otro cosqui, la pelota volvía a su poder con la firme promesa de que no volvería a pasar.

Otras veces era aquel enorme pino el que se tragaba el balón. En esos casos tenían al especialista. Un menudo pero atlético chiquillo que subiendo a los árboles era un verdadero especialista. En un abrir y cerrar de ojos el balón botaba alegremente de vuelta al suelo.

Recordó cuando el esférico desapareció por encima del muro del cementerio para no volver, y como sus hijos se agolpaban en la puerta, reuniendo valor para entrar en el campo santo. Se quedó observando en la distancia la estampa hasta que uno de ellos, el pequeño Nicolás-vaya coincidencia- fue a buscarlo y le explicó el problema.

Con paso firme se acercó al grupo, sin mediar palabra atravesó la enorme puerta, seguido por los más valientes entre los que se incluían sus hijos, y comenzó a pasear por las calles llenas de flores, nichos y viudas llorando sus pérdidas. Encima de una gran loza de mármol descansaba plácidamente la aventurera pelota. Leyó lo que en ella estaba escrito y dijo en voz alta y profunda:

-Usted disculpe Señora de Carmona y Reixart. Tiene algo que no le pertenece. Con su permiso voy a cogerlo. ¡Caramba! ¡Vaya coincidencia! Mi mismo apellido.

Todos los niños miraron a aquel hombre tan valiente que hablaba con los muertos. Desde aquel día sus hijos fueron conocidos como Los niños del padre valiente.

Sus hijos, orgullosos, se agarraban a él por las calles del barrio para que todos vieran que iban con aquel hombre que le había arrebatado la pelota a un muerto. Aquel hombre que resistió impertérrito el ataque de muertos vivientes; que luchó con valentía cuando la tierra se abrió y dejo ver sus entrañas en llamas; y que derrotó a todo un ejército de zombis que protegía aquel trozo de mármol y se negaban a devolver su más preciada posesión.

Pasaron los años, y al igual que la pelota desapareció de sus vidas, aquel anciano que había pasado 50 años levantándose antes que el sol, se encontraba solo frente a un espejo. Un espejo que le devolvía la imagen de alguien vagamente familiar. Esa mañana, que se convenció que era de las buenas, se acordó que debía afeitarse.

Con una vieja cuchilla desechable reutilizada decenas de veces, comenzó su laborioso aseo personal. Los profundos surcos que el tiempo le había impreso en su enjuta cara dificultaban el apurado; sumado a unas gafas que debían haber pasado a unas nuevas nunca menos de un decenio atrás.

-¡Qué bien huele, María! Ahora mismo te acompaño en el desayuno.- gritó alegremente con la intención que su esposa lo oyera.

Terminó de afeitarse, tomó su enorme bote de Baron Dandy y se volcó una cantidad generosa entre sus callosas manos. Ceremoniosamente ordenó el cuarto de baño casi milimétricamente y fue a su dormitorio a vestirse, donde la cama lucía recién hecha e impoluta.
En la cocina se echó un buen tazón de café en el que comenzó a tirar pellizcos de pan que supuso eran del día anterior, pero que por el color y la dureza del mismo pudo precisar que se encontraría en su casa desde la semana pasada como poco.

Frente a él, su esposa María, vestida con un vaporoso traje blanco de algodón y una diadema de flores en su cabeza, en un campo repleto de recuerdos borrados a fuerza de enfermedades, sin nombre y soledad desmedida pero con una sonrisa de anuncio de televisión, y unos ojos que siempre miraban con amor y ternura sin límites. Durante aquellos largos desayunos se dedicaba a hablarle sobre lugares que no recordaba, nombres apenas reconocibles y cosas que harían juntos en esos días.

Le repetía decenas de veces cuanto la quería, cuanto le había dado sin pedir nada a cambio, y cuan feliz era su vida junto a ella, mientras tragaba una docena de pastillas que no sabía ni para que servían.

Terminado el desayuno recogió la cocina y revisó su teléfono móvil por si había recibido alguna llamada de alguno de sus hijos.

-0 llamadas entrantes.- decía la pantalla amarilla que le devolvía la información. Pensó que estarían muy ocupados con sus quehaceres diarios. Trabajos, hijos y vidas eran suficientes motivos para no tener un rato para visitar o llamar a sus padres.
No recordaba la última vez que lo visitaron. Sabía que alguno vivía fuera y los veía muy de vez en cuando.  Se entristeció al pensar que había algún nieto que no conocía, pero se esperanzaba pensando que en cuanto pudieran irían a su casa.

Se despidió de su esposa y se dispuso a dar su paseo matutino, charlar un rato con alguien que estuviera dispuesto a escucharlo y volver a casa con los encargos comprados y el apetito abierto.


Al introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta notó que la casa estaba en silencio. Nada de ruido de niños; nada de ruido de pelotas de reglamento botando en pasillos y salón. Nada de televisiones encendidas con los sempiternos dibujos animados a volúmenes imposibles. Silencio lleno de soledad y pobreza.

Llegó a la cocina y allí estaba ella. Con su precioso vestido blanco. Su diadema de flores y su sonrisa embriagadora. Y todo cambió. Su mundo volvió a llenarse de color, y amor.

Mientras preparaba la mesa y la sopa se calentaba, charlaba animosamente con la mujer de su vida. La mujer que llenó de cariño, estabilidad y seis maravillosos hijos su humilde casa.

La medicación de la mañana comenzaba a rendir los efectos para los que estaban diseñados y retiraba la nebulosa que rodeaba todo aquello que tenía en su entorno más cercano. En ese momento de extrema lucidez la melancolía y una profunda tristeza se apoderó de todo su ser, convirtiéndolo en un ente sin aspiraciones, y sin vida ni futuro.

Recordó que había cumplido los noventa años; que las largas charlas con su mujer no eran más que un monologo que ofrecía diariamente a una descolorida foto encima de la mesa de la cocina; que la señora María Carmona y Reixart estaba enterrada en aquel cementerio en el que se convirtió en superhéroe para unos hijos que hacía años que apenas visitaban o llamaban. Recordó como se había propuesto que sus hijos nunca se enteraran lo de la enfermedad que avanzaba inexorable y lo estaba degenerando, de tal manera, que en pocos meses lo sumiría en el mar del olvido para no dejarlo regresar jamás. En ese momento de lucidez se dio cuenta que su momento había llegado.

Tomó la foto de su joven mujer y se recostó con ella en la cama de matrimonio que tantos años habían compartido.

Tres meses después, uno de sus hijos abrió la puerta, alertado por una vecina debido a la reiterada ausencia de su padre, y lo encontró, momificado, en su cama, abrazado al recuerdo de un pasado glorioso.

Hacía noventa días que se había ido para encontrarse con la mujer de su vida y con aquella vieja pelota que había recobrado toda su lozanía.


Dedicado a todos esos ancianos que mueren solos, tristes y desamparados en sus años más débiles.

martes, 13 de enero de 2015

On line

Buenas noches.

Después de semanas fuera de juego por el ordenador estropeado, vuelvo a intentar retomar el blog que tanto he descuidado últimamente.

Saludos.