CAPITULO 8.
Las intensas nauseas que sufría el médico forense Randolf Steakman, al examinar el cadáver, físicamente le imposibilitaban para realizar el análisis post-morten que requería la brutal violación y posterior asesinato, de aquel cuerpo que descansaba en la fría bandeja de acero inoxidable. En sus más de 40 años en la profesión nunca había visto un crimen tan brutal y sanguinario.
Ni en los peores años del plomo, donde las mafias italianas, rusas y sudamericanas se empleaban a fondo limpiando las calles de competencia, se había encontrado algo tan inhumano, ni tan exento de la más mínima caridad.
De la angelical imagen que lucía en la foto de su expediente, al trozo de carne cruelmente torturado que le habían entregado, distaban varios mundos de diferencia. A duras penas, consiguió examinar el cadáver, determinando que, tanto los brutales golpes en la cabeza, con pérdida de masa craneal, pasando por las intensas quemaduras en gran parte del cuerpo, como la inhumana violación con un objeto punzante de sierra, de no menos de 30 centímetros, que entró por la vulva, destrozó su aparato reproductor, gran parte de los intestinos y estómago, bien podrían haber provocado la muerte por separado. Un análisis posterior determinó que fue esto último lo que finalmente le provocó la muerte por un fallo cardio-respiratorio masivo, provocado por la pérdida de sangre, lo que supone que, la chica sufrió y sintió cada agresión. El propio forense rogó, entre lágrimas furtivas, que hubiera perdido el conocimiento mucho antes del horrendo final.
De la angelical imagen que lucía en la foto de su expediente, al trozo de carne cruelmente torturado que le habían entregado, distaban varios mundos de diferencia. A duras penas, consiguió examinar el cadáver, determinando que, tanto los brutales golpes en la cabeza, con pérdida de masa craneal, pasando por las intensas quemaduras en gran parte del cuerpo, como la inhumana violación con un objeto punzante de sierra, de no menos de 30 centímetros, que entró por la vulva, destrozó su aparato reproductor, gran parte de los intestinos y estómago, bien podrían haber provocado la muerte por separado. Un análisis posterior determinó que fue esto último lo que finalmente le provocó la muerte por un fallo cardio-respiratorio masivo, provocado por la pérdida de sangre, lo que supone que, la chica sufrió y sintió cada agresión. El propio forense rogó, entre lágrimas furtivas, que hubiera perdido el conocimiento mucho antes del horrendo final.
Bajo instrucciones precisas de Rober Kallum, el anímicamente destrozado novio declaró ante la policía que al llegar a su casa, después de una reunión de trabajo, solo encontraron el cuerpo sin vida de Megan, y la puerta trasera forzada. Desde ese momento, todas las investigaciones giraron en torno a la búsqueda de un hombre, blanco, de mediana edad, que abandonó el lugar de los hechos desnudo, cubierto de sangre y a pie. Las huellas encontradas en la cocina, no arrojaron coincidencia alguna en la base de datos policial. Parecía como si ese animal nunca hubiera existido.
A su vez, Robert Kallum ordenó hacer desaparecer los cuerpos de sus dos empleados a los que John Doe había asesinado a sangre fría. Afortunadamente no había familia que esperasen a ninguno de los dos, por lo que recogieron las pertenencias del apartamento que habitaban, pagaron generosamente al casero, e hicieron desparecer cualquier rastro de sus vidas para nunca más saberse de ellos.
Cinco días después, en el cementerio, amén de los familiares y amigos, se unieron conocidos de profesiones tan dispares como las de actor, productor, juez, pero sobre todo abogados, para ofrendar el último saludo a una cándida alma. El bufete dictó el cierre de la compañía hasta que el cuerpo de Megan fuera enterrado, por lo que hasta el último empleado de la firma se presentó al sepelio entre verdaderas muestras de dolor.
Megan era una mujer extremadamente querida entre todos los que la conocían. Su sencillez, amabilidad, y una sonrisa que enamoraba conseguían aunar, elogios tras su muerte y un profundo dolor entre sus más allegados. Su sola presencia era capaz de llenar una sala, mientras que su voz aterciopelada y sus expresivos ojos enamoraban a todo ser que llegara a tocar. Sam era uno de esos enamorados. Su alma gemela a la que nunca dejó de querer. Juntos desde la guardería, su ausencia había hecho que Sam presentara su dimisión con carácter irrevocable de la vida. Imbuido en su dolor, no había pronunciado palabra desde aquella noche. En el sepelio estuvo presente un cuerpo sin corazón, que a duras penas seguía respirando y que sentía que su vida no valía nada si no era con ella.
La ceremonia fue breve y los asistentes abandonaron el lugar, en un respetuoso silencio, trufado de recuerdos y con la firme convicción que un ángel había regresado al reino de los cielos.
Sam era incapaz de levantarse de la silla, que lo mantenía atado a sus recuerdos, mientras observaba con la mirada, vacía, el hueco lleno de tierra fresca y decenas de rosas rojas, que sepultaba para siempre a su amante-esposa, amiga y alma gemela. No conseguía alejar de su mente la terrible imagen de su esposa desnuda, destrozada, y sin vida encima de aquella mesa. El sentimiento de culpabilidad iba adueñándose de su alma, escupiéndole a la cara, preguntas sin una respuesta que le aligerara la pesada carga que el destino le había colgado sobre su existencia.
A su espalda, en un respetuoso silencio, quedaron los socios del bufete, amigos que se abrazaban desconsolados, y un abatido Robert Kallum.
Al estricto jefe se seguridad no le bastaba con haber capturado al asesino y tenerlo a buen recaudo, en su cometido primordial había fallado terriblemente. Necesitaba auto convencerse que había hecho todo lo que debía para preservar la vida de sus jefes. Sin embargo, mirando al joven abogado a los ojos comprendió el alcance de su nefasto error. Recordó la primera vez que habló con Megan, y como aquella armadura de hombre duro y libre de toda tentación, crujió al verla sonreír. Observarla moverse entre la gente le hizo rendirse a la evidencia. Sí existen los ángeles, tienen que parecerse a ella. La misma noche que la conoció, hizo destruir todos los videos grabados con cámara oculta en su casa. Alguien de tal perfección y belleza no merecía ser deseada por la pandilla de degenerados que poblaban su división, y menos aún que aquellos videos subidos de tono, sirvieran para aliviar tensiones en un sucio cuarto de baño.
A Sam también lo tenía en una gran estima. Era una persona atenta, educada, y con un corazón, que chocaba de pleno con lo implacablemente que ejercía su profesión. Después de mucho investigarlo, en el que se remontó hasta su etapa de primaria, no pudo ponerle ni una sola objeción a su candidatura a socio. Era una buena persona, y siempre lo sería.
Le destrozaba el corazón ver a su amigo en aquellas condiciones por algo que…tenía la obligación de haber impedido. La misma noche del asesinato presentó su dimisión ante los socios. Estos, después de escuchar sus alegaciones no la aceptaron, tanto en cuanto no lo creían culpable de un homicidio que quiso evitar a toda costa.
Su cabeza hervía ante tanto trabajo que tenía que hacer. Había ordenado revisar todos los protocolos existentes y actualizarlo con la información que había reportado ese desagradable imprevisto. En los últimos días había redoblado esfuerzos y trabajó 20 horas diarias para encontrar la solución que evitara que algo así volviera a suceder.
Casi en un susurro, escuchó a Sam como comenzaba a hablarle al cuerpo de Megan, lo que suponía que era una emotiva despedida de su esposa. Lo vió arrodillarse y llorar con una desgarradora voz que le heló la sangre, comenzó a romperle en mil pedazos la fachada y hundirle entre sus primeras lágrimas en 30 años.
-Pronto nos veremos y estaremos juntos para siempre. No un año, ni diez, ni cien. Para siempre. No sabría decirte un mejor plan para compartir la eternidad.- Dijo Sam, recordando aquel día que le pidió su mano entre una multitud expectante.
Después de unos minutos, Sam se levantó con una determinación que no había demostrado en los últimos días, y se dirigió a dónde estaban reunidos sus socios y Robert Kallum.
-¿Dónde está? ¡Quiero verlo!-Preguntó en un tono neutro que asustó al grupo.
-Lo tenemos a buen recaudo, mientras que no decidamos que hacer con el.-Respondió Kallum dubitativo y con el nudo aún en la garganta.
-¡Quiero verlo ahora! - Ordenó
Robert Blackburg, su padre dentro del bufete, se acercó y le dedicó un profundo y cariñoso abrazo, mientras intentaba convencerlo de lo contrario.
-No tienes por qué hacerlo, Sam. Kallum sabe perfectamente que hacer con ese animal.- espetó con la duda en su voz.
-Tengo que hacerlo Rob. Tengo que verlo. Tengo que mirarle a los ojos y preguntárselo. Si no lo hago me volveré loco.- Rogó Sam con el convencimiento de que no se opondrían.
Blackburg se separó a la distancia de los brazos, lo miró a los ojos, y se dirigió al jefe de seguridad.
-Llévalo a la caldera, pero no le pierdas de vista. No quiero que haga algo de lo que después se arrepienta.-Acercándose al exmilitar le susurró al oído.- Después quiero que lo hagas sufrir como no lo ha hecho ningún ser humano antes.
No hacía falta que nadie le indicara lo que tenía que hacer con el prisionero, pero aquella confirmación, le dio la resolución necesaria para sacar de los infiernos de su mente el catálogo de los horrores que juró no abrir jamás.
- Después de hoy, jamás se volverá a hablar de esa bestia. ¿Entendido?- Inquirió Sam a todos los que le escuchaban.