viernes, 23 de mayo de 2025

Relato sin nombre

 Prologo.


No sabía muy bien cómo había llegado a ese pútrido lugar, pero la imagen que le devolvía el espejo estaba en sintonía con el lugar que lo rodeaba. A primera vista llamaba la atención la herida de su pómulo derecho que había sangrado profusamente y que, en su normal discurrir, había llegado a empapar la parte superior de su camiseta interior, donde se mezclaba con manchas del líquido de la botella semivacía que sostenía en su mano derecha. Tras un buen rato de imágenes inconexas, concluyó que la caída debió provocársela el efecto del alcohol en el equilibrio, camino del cuarto de baño, cuando el vómito apremiaba garganta arriba. Ojos inyectados en dolor que apenas podía mantener abiertos y una barba asalvajada, consecuencia de varios días de dejadez absoluta fueron suficientes para saber que había tocado fondo o estaba cerca de hacerlo.

La desvencijada habitación, de un motel a las afueras de Tuscaloosa en el estado de Alabama, cuyo nombre no lograba recordar, había vivido años mejores, pero seguramente no en este siglo. Las paredes estaban adornadas por un anticuado papel pintado, de flores y cisnes, de irreal color parduzco y trufado de manchas de humedades y líquidos, derramados o lanzados, producto de la falta del más mínimo mantenimiento. Grandes zonas raídas por el roce de muebles y personas hablaban de años de abandono. 

Una colcha mil veces reutilizada en encuentros furtivos de parejas de infieles, homosexuales dando rienda suelta a su libertad o solitarios clientes de paso por la zona, sin muchos recursos para encontrar sitios más salubres donde dormir. Las sábanas que en algún momento fueron blancas, lucían el mismo color parduzco de los cisnes. Trufadas de manchas que era mejor no saber cómo se habían producido, vestían una cama de estructura metálica con un colchón de los que sobresalían algunos muelles que se clavaban con cualquier pequeño movimiento.

Muebles desgastados y mal conservados, tan vulgares como la vida de quienes los usaron, completaban la habitación. Dos mesitas de noche, una mesa con el barniz tan ausente que dejaba al descubierto la envejecida madera. Un viejo televisor que solo sintonizaba canales de pago con sexo a todas horas y algún telepredicador gritando alabanzas a un Dios que le reportaba pingües beneficios a su cartera.

El suelo, cubierto de una moqueta sucia y desgastada, parecía no haber visto una aspiradora desde antes de que Robert Kennedy llevara pantalones cortos. No es que no fuera un sitio agradable para pasar la noche, es que si entraban por la puerta esos hombres vestidos con trajes NBQ y aparatos de medición, encontrarían especies de bacterias y virus sin catalogar. ADN de cientos de personas en busca y captura y manchas resecas de sangre y semen que completaban un escenario digno de estudio. 

Las botellas vacías de güisqui esparcidas por el suelo como testigos del sufrimiento y del intento infructuoso de anestesiar el dolor y los recuerdos. En aquellos sufridos días en ese lugar, el alcohol lo llevó a imaginarse ser el protagonista de su propio infierno de Dante. Quizá habría podido pasar por todos los círculos que lo componen, pero es en el cuarto donde se le veía arrastrando pesadas piedras doradas y repitiendo hasta el infinito ese ciclo de lucha y oposición atrapado en su propia autodestrucción. Dolorosamente se convenció de cómo la avaricia y el derroche habían definido su existencia de los últimos años; y cómo la ira lo había sumergido, como en ese quinto círculo, en el lodazal que era el río Estigio, luchando en su infierno personal para calmar los conflictos internos que le carcomían.

El motel, con su hedor a derrota, era un refugio irónico para su propio tormento. El alcohol le ofrecía una tregua efímera, anestesiando el peso de las vidas masacradas y los sueños hechos pedazos. Pero los recuerdos, rebeldes, siempre volvían a surgir, implacables, como esas manchas en la alfombra que ni el tiempo podía borrar.

La dolorosa realidad se abría camino con la misma velocidad con que el alcohol abandonaba su cuerpo. Cierta lucidez, o la imperiosa necesidad de arrancar de su cuerpo días de borrachera, olor a orines y suciedad, lo arrastraron hasta la ducha, que sorprendentemente lucía limpia a primera vista. No sabía muy bien cuánto tiempo había estado debajo del potente chorro de agua tibia, pero comenzó a bosquejar las líneas maestras de su futuro más inmediato.

De esa ducha salió el convencimiento de que su vida debía cambiar radicalmente. Una vez perdido todo lo que amaba, se autoconvenció de que ese nuevo ‘yo’ que luchaba por brotar de su interior tenía que ser distinto al que había forjado en años de trabajo despiadado en la gran ciudad.

Arrastraba sus manos por la cara para eliminar de su cabeza la imagen de esa vorágine del primer mundo fagocitando almas a ritmo endiablado. Destrozando vidas y eliminando de la ecuación la culpa y los sentimientos, inyectando en vena ese veneno que les acercara a parecerse a los seres insensibles, capaces de matar o morir, que necesitaban para progresar. Todo se reducía a atesorar riquezas, como aquel ser amorfo que defendía su anillo al que llamaba ‘mi tesoro’.

Obtener los mejores réditos, los áticos más lujosos, los coches más exclusivos y las carteras más amplias para disfrutar de viajes de ensueño y vidas en las que no tendrían tiempo de gastar todo lo que poseían. Todo a costa de pobres almas que osaban enfrentarse a esa manada de lobos con trajes que conformaban la primera legión defensiva del sistema. Lobos de perfectos peinados donde cada pelo era enumerado, uniformado y formado en filas interminables como un pelotón del mejor ejército del mundo. Perfumes de aromas exclusivos que obtenían a precios indecentes, con tarjetas de crédito de color negro o dorado que solo unos pocos podían disfrutar. Restaurantes en los que pagabas a precios de nómina de obrero un bistec con unas patatas fritas que, sin el adorno pertinente, no pasaban el corte de una cadena de hamburguesas. Cuerpos convertidos en psicópatas de manual, como ocurría en una de sus películas preferidas, parodia de su mundo, en el que altos ejecutivos de manera obscena ponían de manifiesto el summum del materialismo y la obsesión por la perfección comparando en detalle el tipo de papel, color, tipografía y el diseño de sus tarjetas de presentación. 

Parte de esa desesperación se fue por el sumidero de aquella bañera, abandonando la ciudad en dirección al mar, donde se diluiría con cientos de miles de sentimientos desgarradores de otros tantos desheredados de la gran urbe, donde serviría de carnaza para algún que otro animal o permanecería por siempre en el fondo marino en busca de nuevas víctimas.  

Otro espejo, el del cuarto de baño, le ayudó a completar un buen afeitado y a devolver a su pelo el esplendor perdido. La purga de su aspecto después de varios días de cama, borrachera y alimentándose de cacahuetes de sabor irreconocible de la máquina expendedora del final del pasillo llegaba a su final.

De la funda porta—traje colgado en el armario sacó un impoluto traje clásico de dos piezas, de color negro, de corte recto, realizado en lana y cashmere, con raya diplomática de Bhambi´s Custom Tailors, en su tienda del Upper East Side de Nueva York.  

Mientras contemplaba a través de la ventana el plácido dormitar de la ciudad, su mente lo arrastró a jardines con flores de mil colores, vagos recuerdos de personas desaparecidas y vuelos a ras del suelo que lo transportaban a su hogar.

CAPITULO 1.

El taxista, en silencio, manejaba su Tesla con maestría ante el intenso tráfico de la mañana dirección al Aeropuerto internacional Birmingham—Shuttlesworth, al noroeste de Birmingham, el más grande del estado de Alabama. El coche eléctrico, le proporcionaba una experiencia sensorial muy diferente al clásico de combustión. El silencio en su interior era sepulcral, solo interrumpido por el estridente sonido de la guitarra de Jimmy Hendrix tocando ‘Voodoo Child’ donde exorcizaba sus demonios internos, o el desgarrador blues ‘Red House’, donde un hombre que regresa a su casa descubre que su amante se ha ido para siempre. Bien podría parecer que el taxista, con su lista de reproducción, estaba haciendo un recorrido por su historia reciente y que aún no había aceptado. Su cuerpo, en su afán de autoprotegerse, había bloqueado esos días de tristeza y abandono. No estaba preparado aún para esa conversación. Se estremeció pensando en que había podido terminar sus días como lo hizo Hendrix. Solo y ahogado en su propio vómito producto del alcohol y los barbitúricos.

Su vida estaba a punto de cambiar radicalmente, pero no quería tirar al cubo de la basura todo el esfuerzo que sus padres habían hecho para darle una educación que le permitiese salir de la mediocridad que marcaba su existencia.

Extrajo del bolsillo interior de su chaqueta el teléfono móvil; el frío de su carcasa metálica le recordó el tiempo que había pasado sin tocarlo. Al encenderlo, la pantalla iluminó su rostro con un resplandor que parecía demasiado brillante para el aislamiento en el que había estado sumido. Mensajes, correos, llamadas perdidas. Una avalancha de palabras no escuchadas y voces urgentes que intentaban invadir su espacio. Pero para él, eran solo ruido. Con un pausado movimiento lo volvió a apagar mientras volvía su mirada hacia el exterior sin fijar la vista en nada en particular mientras devolviendo el aparato a su bolsillo. La desconexión seguía siendo su refugio.

El taxista lo dejó en la puerta principal con un gesto de agradecimiento por la propina recibida. Con movimientos casi automáticos, pasó uno a uno los controles del aeropuerto, como si sus pies supieran el camino mejor que su mente. Los murmullos, las órdenes mecánicas de los agentes y el eco de las pisadas eran sonidos que apenas registraba. Su cuerpo estaba presente, pero su mente se ocultaba en una habitación de paredes inciertas donde reinaba la nada.

Minutos más tarde, que parecieron eternos, comenzó el embarque prioritario y llegó al avión. Una azafata de sonrisa contagiosa, que parecía andar a pequeños saltitos, lo acompañó con amabilidad hacia su asiento en primera clase, privilegios cortesía de la compañía. A pesar de su actitud animada, él apenas levantó la mirada; sus pensamientos eran un laberinto, y cada esquina parecía más intrincada que la anterior.

Mientras esperaban pacientemente a que otro pasajero se acomodara, aprovechó para pedirle una botella de agua, una aspirina y algo de comer. Su garganta estaba reseca, su cabeza palpitaba con una incomodidad que no podía ignorar y su estómago vacío le recordaba su descuidada vida de los últimos días. Necesitaba recuperar fuerzas. No solo por su cuerpo, sino para intentar aclarar el túmulo de ideas que giraban sin descanso en su mente.

Al llegar a su asiento, dejó caer su cuerpo pesadamente sobre el mullido sillón de cuero, agradeciendo en silencio el confort. Miró por la ventana, pero no vio el paisaje; solo un reflejo, el suyo, cansado y desdibujado, casi etéreo.

Una vez en vuelo y después de dar cuenta de un filete de ternera con verduras en tempura, una hamburguesa de wagyu con cebolla caramelizada y pepinillos, y una tarta de queso, con mermelada de frambuesas, que le supieron a gloria, se relajó en su asiento reclinable que le parecía mucho más cómodo que la cama en la que había dormido los últimos días.  

El brillante sol de la primavera se filtraba por la ventanilla, bañando el interior del avión con su resplandor cálido y dorado. Cada rayo que acariciaba su rostro parecía reconstruir, como las piezas de un puzle, el peso de los días pasados. Alzó la mirada hacia el horizonte, donde el azul del cielo se fundía, sin solución de continuidad, con un mar inabarcable de nubes blancas. Desde esa altitud, todo lo terrenal parecía desdibujado, un mundo distante oculto bajo aquella manta color algodón. Por un momento, allí, suspendido entre el cielo y la Tierra, sintió que el tiempo se detenía, que nada ni nadie podía alcanzarlo.

En ese entorno, la memoria lo trasladó a un lugar que sentía seguro, a Council Grove, a la casa familiar donde estaba salvo de todo mal.

La imagen nítida de su padre, al que estaba convencido que nunca debió abandonar a cambio de sueños de poder y fama. Aunque su memoria le recordó que también fue una figura perpetuamente ausente.

No había disfrutado lo suficiente de su compañía, de sus enseñanzas y de su amor incondicional: callado y paciente. Siempre fue un hombre atrapado en un ciclo interminable de sacrificios. Su presencia se sentía más en el trabajo que en la vida familiar. En los escasos momentos de descanso que el extenuante día a día le daba, intentaba ser el padre atento y cariñoso que ahora añoraba y que recordaba con cuentagotas. Esos campos, trabajados con la constancia del sacrificio que ahora parecían una buena opción, antes marcaban la frontera entre el padre y la ausencia. En su mente podía verlo, una figura infatigable avanzando entre los surcos, las manos ásperas y la mirada fija en la tierra, sembrando simientes que, con la bendición del tiempo, transformarían el paisaje en un mosaico de colores, vida y una nueva oportunidad para escapar del hambre. Resonó en su mente el incansable sonido del viejo tractor moviéndose de acá para allá, del orto al ocaso, de lunes a viernes, de enero a diciembre; entre el dorado trigo, el verde maíz y los campos en barbecho. La sacrificada vida del hombre de campo era un constante juego con el destino, una batalla donde su esfuerzo no siempre encontraba justicia.

Dependía de que las plegarias, lanzadas con fervor al cielo, fueran escuchadas para que la bendita lluvia llegara en su justo momento y en la cantidad requerida. Todo debía ocurrir con la precisión de un reloj celestial que rara vez obedecía. Por otro lado, también vivían bajo el acecho silencioso de las plagas, que podían devorar en días el trabajo de meses; del pedrisco, que golpeaba la tierra como una sentencia implacable; y de las heladas, cuyas garras frías arrancaban las esperanzas de una buena cosecha en una sola noche. Todo dependía de un frágil equilibrio que, aun siendo cruel, nunca apagaba la esperanza del agricultor.

Tenía un fornido cuerpo curtido bajo el sol y el gélido viento de las montañas que atenazaba los músculos más acostumbrados. No había inclemencias meteorológicas que afectaran lo más mínimo a un hombre hecho por y para ese trabajo. No le recordaba ni un solo día en el que la cama ganara la batalla. Ni que la enfermedad lo dejara postrado o que necesitara una atención que nunca recibió. Un hombre duro en su trabajo, pero que se tornaba en un padre justo que emanaba bondad. Era un hombre tranquilo, con una serenidad que no nacía de la ausencia de dificultades, sino de la fuerza para enfrentarlas. Aceptaba las cartas que la vida le repartía sin resentimiento, jugando cada mano con el compromiso y la valentía que lo definían. No se apartaba de la lucha, ni buscaba evitar el peso de las responsabilidades. Su rostro, marcado por líneas profundas, parecía narrar historias de sacrificios sin recompensa, batallas en las que nunca encontró ventajas, pero de las que siempre salió fortalecido.

Atesoraba esa sabiduría que solo el tiempo y los reveses pueden otorgar. Era la sabiduría del hombre que ha aprendido a caminar incluso en los senderos más áridos, que ha hecho de cada caída un peldaño para levantarse. No era rencoroso, ni soñador: era realista, un hombre de tierra y esfuerzo, de manos ásperas y mirada clara. Su presencia inspiraba respeto y su silencio hablaba más que muchas palabras.

Siempre había dejado claro que quería que sus hijos escogieran ser los crupieres de sus vidas, que supieran el valor de las cosas desde el ejemplo, lo sacrificado del trabajo y las horas que requería. Que desgraciadamente nada es gratis en esta vida.

En los ratos libres que les dejaban los estudios, los mantenía distraídos con tareas que no podían realizar solos. Ese rato compartido con sus hijos lo agradecía más que una buena lotería. Pintar habitaciones, reparar el granero o ayudar a recolectar esas patatas que guardaban en lugar fresco y seco, lejos de insectos.

A la vuelta del colegio, tras hacer los deberes, siempre había una tarea adaptada para ellos. Algo que aliviara a sus padres y los mantuviera activos y distraídos. Los programas de la televisión no eran una opción. Solo se encendía después de la cena para ver ‘La Ruleta de la Fortuna’ y las noticias que los mantenían en contacto con el mundo. Recordó a su padre maldecir a todos esos políticos que estaban más pendientes de pelearse con el adversario que de mejorar la vida de los ciudadanos. No entendía o no quería entender a esos trajeados.

Esos escasos domingos por la tarde que podían hacer alguna actividad en familia eran tesoros en la memoria de Hunter, pequeños respiros donde transformaba los huertos en un teatro. El chirriar del viento entre las cañas hacía bailar a los espantapájaros, vestidos con la audacia de piratas, la robustez de luchadores de sumo o la formalidad excéntrica de vendedores ambulantes con sombreros torcidos. Los dedos mágicos de su madre acomodaban los últimos detalles, mientras todos reían con las historias que inventaba, que traían a esos personajes de paja a la vida. Ahora, al cerrar los ojos, casi podía escuchar aquellas risas, sentir el fresco en el rostro y saber que esos instantes eran la definición misma de la felicidad. 

Para él, los momentos con su hermano Michael eran la brújula de todos sus recuerdos felices. 











CAPITULO 2

Michael, era dos años mayor, era el ancla firme frente al oleaje caótico del espíritu inquieto de Hunter. Mientras que uno era cómico y espontáneo, lleno de ocurrencias y palabras brillantes que encendían las risas en cada rincón, el otro era la calma, el observador, el que llevaba la marca indeleble del legado de su padre en el alma.

Michael era el escudo protector de su hermano. Impedía los excesos dándole lecciones que no sabía de dónde las había aprendido. Siempre pensó que había nacido con ese gen que a él le hurtaron. Encontraba la palabra exacta o el gesto contundente que lograba calmar a esa fuerza incontenible de la naturaleza. Su risa era un premio para Hunter, que al escucharlo lo motivaba mucho para seguir haciendo el payaso.

Para Hunter, Michael no era solo un hermano; era su confidente, la brújula que lo mantenía con buen rumbo, su refugio en momentos complicados y, muchas veces, el guardián de sus errores. Diferentes desde la cuna, juntos brillaban. Uno con esa luz azul eléctrica y generosa, el otro con ese tono cálido y acogedor.

Michael tenía esa capacidad única de transformar un merecido reproche en un consejo del que sacar un aprendizaje. Cuando Hunter se metía en problemas, que era más frecuente de lo que a ambos les gustaba admitir, Michael intervenía con autoridad y siempre lograba suavizar las cosas. ‘No te preocupes, lo arreglaremos…’ solía decirle con la mirada clavada en los ojos de su hermano, como queriendo transmitirle telepáticamente dónde estaba su error y cómo podía solucionarlo.

En contraposición, Hunter le ofrecía a Michael sonrisas cuando más las necesitaba, esos gestos alegres y despreocupados ante la vida. En la privacidad de su casa, Michael reía franca y abiertamente con su hermano, mientras que en público mantenía esa fachada reservada: no era una careta, sino producto de su timidez. 

Hunter era la gasolina necesaria para hacer mover los engranajes de su robusto hermano. Michael el necesario freno cuando las consecuencias se veían llegar sin posible solución. 

Había sido testigo de la evolución del gran amor de Michael por Mary Ann. Cuando hablaba de ella, incluso con referencias sin importancia, Hunter veía ese brillo especial en sus ojos, ese timbre nervioso en la voz que se traducía en pequeños tics que no había reparado antes: rascarse compulsivamente la cabeza, nariz o brazos. Le apasionaba ser cómplice de algo que a su hermano le hacía tan feliz.

En ese pequeño universo en el que compartían juegos que se convertían en pequeñas batallas de plastilina, risas interminables y confidencias en la oscuridad de su habitación. Sus vidas estarían ligadas por lazos indestructibles hasta el final de sus días. Había algo mágico en la manera en que convivían, como dos fuerzas opuestas que no podían estar separadas. 

Mary Ann era extrovertida, arrasaba con su actitud positiva y dejaba a Michael como el que presencia un milagro diario. Era esa especie de persona que prefería cantar a voz en grito, aunque no supiera que permanecer callada. Tener a Mary Ann y a Hunter en la misma habitación era jugar con fuego.  Los dos competían en esas cualidades que volvían loco a Michael, que por contra se defendía con esa capacidad innata que moldeaba a las personas a su alrededor. Michael era ese río de aguas tranquilas que discurría en el fondo de un valle rodeado de dos grandes colosos, su novia y su hermano, que parecían indestructibles pero que, con tiempo y constancia, iban erosionando sus cimientos de piedra hasta conseguir moldear su entorno y ocupar de manera irremediable su espacio vital.

Su historia comenzó en los primeros años de la escuela. Pupitres compartidos que acunaban una inocente amistad, una unión inseparable donde las palabras sobraban porque las miradas eran inmaculadas. Con el tiempo, esa amistad evolucionó; los paseos se hacían presentes y las risas cómplices se transformaron en una profunda comunión, un amor joven lleno de posibilidades. No se hablaba abiertamente de sentimientos, no se definían con etiquetas, pero sus miradas furtivas y el roce casual de sus manos hablaban más alto que cualquier palabra.

Cuando finalmente Mary Ann le robó su primer beso, Michael se sintió liberado para explorar todo el amor que había guardado en el cajón más escondido de su corazón. En ese instante solo fue capaz de continuar caminando en silencio. Reuniendo toda la valentía que fue capaz, forzó el gesto y comenzó a rozar su mano con la de ella hasta lograr tomarla. Fue la sentencia definitiva para obtener esa cadena perpetua que quería junto a ella. Michael, reservado y prudente, le daba a Mary Ann la calma que necesitaba, mientras que ella traía luz y vitalidad a su vida. "Me casaré con ella", solía decir Michael con una convicción inquebrantable, y este nunca lo dudó.

Años después, hizo honor a su promesa. Juntos formaron la pareja perfecta, un amor sólido construido sobre años de amistad, respeto y un entendimiento que no necesitaba explicación.

Sus años de instituto terminaron y la universidad los volvió a unir. Su destino fue la Universidad Estatal de Kansas. Mary Ann estudió Dietética y Nutrición. Su ilusión era ayudar a crear las bases de una buena alimentación desde una pequeña consulta en su pueblo; y Michael, un doble grado de Ingeniería Agrónoma y Ciencias Animales para poder ayudar a mejorar la producción y los beneficios de la granja familiar y las de su alrededor.

Los planes de futuro que habían planificado con detenimiento, decididos a construir juntos su propio rincón de felicidad en la granja familiar, se estaban cumpliendo a rajatabla.

Con sus títulos universitarios en las manos y comprometidos con sus sueños, comenzaron a esbozar sus primeros años profesionales.

Mary Ann observó desde el otro lado de la calle el avejentado cartel que aún permanecía colgado en la fachada de la planta baja de la casa donde había vivido desde su nacimiento. "Levy Kasrut", carnicería kosher, propiedad de los Levy, una pareja judía que, viendo el tenebroso giro antisemita que tomaba la vieja Europa, decidieron abandonar la Alemania del canciller Hitler en 1935 buscando nuevas oportunidades. Adrian Levy, cardiólogo, y Judith Levy, investigadora en la prestigiosa universidad de Heidelberg. Eran tiempos convulsos, con los rescoldos de la guerra pasada aún calientes y el olor a tierra quemada que vaticina guerras futuras en pleno auge. No pudieron obtener licencia para ejercer las profesiones para las que se habían preparado, y tuvieron que buscar una alternativa honrada con la que ganarse la vida.

El nombre hacía referencia a las estrictas leyes dietéticas del judaísmo con respecto a la carne. Como se enorgullecían de asegurar que la carne que vendían era sacrificada y procesada de acuerdo con estas normas religiosas. Sobre una enorme loza de mármol blanco mostraban troceados con maestría vaca, oveja y cabra, claros exponentes de animales rumiantes con pezuña partida que podían ser considerados kosher. Completaban la oferta el pollo, el pavo y el pato que eran sacrificados según la ‘shejita’, que minimizaba el sufrimiento animal y que aseguraba el perfecto drenaje de la sangre del animal, procedimiento en el que era un especialista el enjuto, de nariz aguileña, cardiólogo. La edad y las ganas de sol terminaron por convencer a la pareja de trasladarse a California en busca de su jubilación soñada.

Mary Ann quería hacer su propio homenaje a esa historia de resiliencia y de cómo fueron capaces de transformar las adversidades en dignas oportunidades de progresar. Con mucha imaginación y poco presupuesto, Mary Ann convirtió la pequeña sala de venta en lo que había imaginado. La amplia cristalera, adornada con unos vaporosos visillos, proporcionaba la luz natural que necesitaba. Un suelo de mármol blanco volvió a lucir tras una buena limpieza, mientras que las paredes tomaron un nuevo sentido con dos tonos pastel separados por una cenefa de madera blanca.

En la trastienda encontró todo el mobiliario que necesitaba. Un viejo escritorio de pedestal con varias sillas en excelente estado de conservación. Dos robustas estanterías donde colocar sus libros y productos. Varios cuadros pintados por la señora Levy que representan escenas de la vida cotidiana, como mercados, celebraciones familiares alrededor de una buena mesa o paisajes de ricos colores, ocuparon esos huecos donde la pared no merecía ser la protagonista.

Al fondo, contra una esquina, en una pequeña mesa de té de color nogal, una menorá, con sus siete brazos y sendas velas, símbolo de la cultura hebrea y que aparecía ampliamente descrita en la Biblia, en el libro del Éxodo, sería el necesario altar del homenaje a esa pareja que había progresado desde la excluyente Europa, en país de las oportunidades, hasta alcanzar el bien ganado descanso. Su historia se convirtió en relato habitual que contaba a aquellos pacientes a los que tenía que convencer de tener una buena relación con la comida, en base a los esfuerzos diarios a los que la vida te enfrentaba cada día.

Un espacio modesto pero cargado de esperanza e ilusión.

En pocos meses consiguió una clientela fija que le proporcionaba unos ingresos suficientes para ir mejorando su negocio y soñar con continuas mejoras. 

Por otra parte, su marido dirigió su mirada hacia el suelo. Ese que daba sustento a tantas familias en el condado pero que cargado de métodos tradicionales y prejuicios a los avances tecnológicos limitaban su potencial progreso. No se limitaba a mostrar lo que se podía hacer; estudiaba cada terreno con la meticulosidad de quien entiende que el suelo tiene su propio lenguaje y que necesita unos cuidados como los que un médico proporcionaría a sus pacientes. Aportar los nutrientes necesarios para renovar las tierras agotadas y aumentar su productividad, alternando los cultivos para aprovechar los químicos fijados en el suelo tras la cosecha anterior. Sin embargo, sabía que no sería fácil; los agricultores eran reticentes a los cambios, especialmente cuando dependían de sus métodos para sobrevivir. 

Por ello creó un sistema que evitaba que el agricultor tuviera que desembolsar ingentes cantidades de dinero sin saber si el sistema funcionaría. El primer año se ofrecía a mejorar las zonas menos rentables de cada propietario. Estudiaba con detenimiento la zona, la tierra, lo que necesitaba y el producto que mejor se adaptaba al lugar. A cambio solo pedía que costeara los productos y la simiente. Para sustentar su negocio llegaba acuerdos de descuentos con empresas de nivel nacional que le proporcionaba todo lo necesario para el ejercicio de su profesión. Ese descuento era su único beneficio. El sacrificio que suponía eternas jornadas de trabajo por lo que estaba seguro que estaba por llegar bien merecían esas estrecheces. El segundo año solicitaba el 15% del beneficio generado por el aumento de la producción provocado por sus mejoras. Tras esos dos ciclos, con los agricultores convencidos, obtenía vía libre para comenzar con los cambios en todas sus tierras. Solo en ese momento, pagarían con gusto la minuta que les pidiera. 

Las posibilidades eran enormes. Los acuerdos con los proveedores reportaban escasos beneficios que irían en aumento según aumentara la cantidad de hectáreas que gestionara. El siguiente paso sería construir una pequeña nave en la que guardarían las simientes y abonos que podrían vender a precio preferente a sus clientes. Más adelante mejoraría los sistemas de riego y extracción de las aguas de los pozos que alimentaban los cultivos. Su idea final era tener una intervención en todo el proceso y proveer de los útiles necesarios. Desde la preparación de la tierra hasta la venta y el reparto de beneficios entre sus vecinos. Generar una economía circular sustentada en el crecimiento sostenible y la humanización de las labores propias de los clientes. Conocía de primera mano el trabajo de campo, y sus conocimientos e iniciativa harían el resto.

Pasaron un par de años y la pareja ya tenía una clientela que les permitía tener unos ingresos fijos. Bajos, pero fijos. Pero con un futuro a corto plazo que auguraba unos beneficios que crecerían de manera exponencial.

Los terrenos de la familia se convirtieron en el escenario donde mostrar las mejoras que Michael tenía en mente. Los resultados no tardaron en aparecer, casi como un milagro: cosechas más abundantes, suelos renovados y un paisaje que parecía reverdecer con nuevos bríos. Era la prueba irrefutable de que sus cambios tenían el poder de transformar su entorno en algo productivo y humanizante.

Su padre era una figura profundamente respetada en la comunidad, representaba al compañero confiable que los vecinos reconocían por sus conocimientos y dedicación. Convencido con los resultados se convirtió en el mejor altavoz que pudiera tener su hijo. Michael sabía que para llegar a sus vecinos necesitaba esa imagen de autoridad. No se trataba de imponer unos avances que estaban probados sino de generar el ambiente necesario para ello.

Los resultados se convirtieron en el argumento más convincente para los vecinos, quienes comenzaban a fijarse en los beneficios que generaba. 

El siguiente paso era, sin duda, el más complicado de gestionar para Michael. No se trataba de cálculos de kilos de nitrógeno por hectárea, ni estrategias de alternancia de cultivos para aprovechar los nitratos fijados, sino de algo que implicaba más al corazón y a la vida que a la mente y el raciocinio. 

Michael había pasado días atrapado en algo que le superaba. El nerviosismo de tener que expresar con palabras algo que el alma reclamaba con fruición. Se centró en generar una estrategia midiendo cada detalle, cada palabra, cada gesto o entonación que aún no había pronunciado. Lo tenía todo planificado y ensayado; solo quedaba encontrar el momento perfecto, ese pequeño gran detalle que se convirtió en un gran escollo insalvable.

Todos los días salía a su paseo vespertino con la convicción absoluta de que sería capaz de pronunciar las palabras y todos los días volvía maldiciendo su cobardía.

Una noche, coincidiendo con el aniversario en que Mary Ann le robó su primer beso, salieron a cenar a Hays House 1857, lugar de recuerdos familiares y exquisitas cenas con amigos.

Mientras se aproximaban caminando por Main Street, Michael observó su exterior de madera robusta y diseño rústico; ciertamente evoca la estética de las tabernas con habitaciones en la segunda planta que podríamos ver en las películas del oeste americano. El lugar tiene ese aire clásico de un edificio histórico, simple y funcional, que transmite una sensación de autenticidad y que te hace soñar con ver bajarse de su caballo la imponente figura de John Wayne, ofreciéndole el brazo a Maureen O'Hara, ataviada con un vestido blanco con lazos azules en su estrecha cintura.

A través de los grandes ventanales que adornan la fachada, te imaginabas ver a Walter Brennan sirviéndole un vaso de bourbon a Lee Van Cleef después de lanzar, a través de las cristaleras, camino de las embarradas calles de Council Grove, al pobre iluso que osara tan solo mirarlo.

En la entrada, una sencilla marquesina les daba la bienvenida sin desentonar con el centro histórico, con ese aire pintoresco, pero bien conservado.

Accedieron a su interior y les recibió un espacio de madera pulida, techos altos y vigas expuestas de donde cuelgan falsas lámparas de gas que evocan el estilo clásico del siglo XIX. En las paredes, enormes cabezas de bisontes y fotografías antiguas que cuentan la historia del lugar. El mobiliario destaca por mesas y sillas de madera robusta dispersas por el local. La iluminación suave, crea una atmósfera cálida propicia para cenas románticas y reuniones familiares. Todo está diseñado para transportarte a sus comienzos, pero con las comodidades del presente.

Una vez sentados pidieron a Rachel, la camarera, que debía llevar más años siendo camarera de aquel lugar que la puerta del local, una botella de vino. Escogieron un tinto de Kansas City, etiquetado como Squished Witch de bodegas Oz Winery, inspirado en el clásico ‘El mago de Oz’.

El subconsciente de Michael lo llevó a imaginarse como uno de los personajes principales, el león cobarde, paseando junto a Dorothy, camino de Ciudad Esmeralda. Este pensamiento le proporcionó un brío renovado que utilizaría para inyectarle la valentía suficiente para lanzarse a su objetivo. Recordó las palabras de su profesor de literatura de secundaria cuando sentenció que ‘el valor no era no tener miedo, sino actuar a pesar de él’. La otra verdad, más prosaica, era que esperaba que el vino le diera el arrojo suficiente para lanzarse a decir esas tres palabras.

Mary Ann divagaba en silencio sobre el significado del momento. La calidez del lugar, la conexión con Michael. Observaba a hurtadillas las demás mesas. Algunas comían en silencio. Otras mantenían animadas conversaciones, jalonadas de estridentes risas y brindis. Al fondo, en un salón privado, escuchaba a un numeroso grupo como cantaba ‘Home on the range’ acompañados de una guitarra que la transportaba a vastas llanuras, cielos despejados y una vida sencilla, en armonía con la naturaleza. Observó a su novio y suspiró soñando en ese tipo de vida junto a él.

Después de una copiosa cena para compartir a base de alitas de pollo frito en salsa de chile dulce, fetuccini Alfredo, unas costillas de vaca madurada de Kansas con verduras de temporada, terminaron con un trozo de tarta helada de chocolate y pistachos para compartir. 

Mientras esperaban la cuenta, Michael no le podía quitar el ojo a su novia. Compartir la pasta le había traído al presente esa escena de ‘La dama y el vagabundo’, aunque ni Rita era el afable Toni cantando ‘Bella Notte’, ni aquel era el callejón de la trasera de Toni´s.

Amaba cada gesto, la forma en que se acomodaba ese rebelde mechón tras su oreja derecha, dejando a la vista los hoyuelos de sus mejillas sonrosadas. Como a cámara lenta, observaba las largas pestañas abrir y cerrarse, enviándole como un huracán, los efectos de su embrujo. Adoraba cómo se le marcaba su amplia sonrisa que servía como marco a unos dientes perfectamente alineados y blancos como los campos de algodón. Le daba un vuelco el corazón cuando pronunciaba su nombre, cuando le contaba algo, o simplemente permanecía en silencio. Adoraba ese gesto de tomarle la cara cuando quería besarle, como si no quisiera que se le escapara. Esos momentos en los que sus miradas se cruzaban y se embriaga con su calor. Se la imaginó en las tardes de verano en Council Grove Lake, con ese minúsculo bikini rojo y cómo se contoneaba camino a darse un baño. Esa imagen lo ruborizó y quiso apartarlo de inmediato, sustituyéndola con la imagen de él remando en un bote alquilado en la orilla.

Algo había cambiado. Presentía que sería el día. Después de cenar, desecharon la idea de ir al cine y convinieron que les sentaría mejor un largo paseo nocturno por la ribera del río Neosho, un tranquilo afluente del río Arkansas, que a su vez desembocaba en el inmenso Misisipi.

Caminaban de la mano, con Mary Ann apoyando su cabeza en el hombro de Michael y rodeando su brazo izquierdo con cariño. Hablaron de la vida y su lucha, de los altibajos que había que resistir, recordando al vecino de los padres de Mary Ann que había reconstruido su vida después de perderlo todo en el terrible tornado que arrasó sus sembrados y el establo recién construido. Había algo esperanzador en esa conversación, como si entre líneas se filtrara la certeza de que cualquier cosa, con amor y dedicación, era posible.

La luna llena intentaba apartar a manotazos de rayos plateados las nubes dispersas que osaban ocultar su belleza. A la sombra de la densa vegetación ribereña que alternaba álamos y chopos con densas zarzas y rosales silvestres, lejos de cualquier mirada indiscreta o ruido perturbador, Michael hizo su jugada. Se arrodilló, fingiendo atarse un cordón que su zapato ni siquiera tenía, y antes de que Mary Ann pudiera cuestionarlo, sacó del bolsillo una pequeña caja roja. Al abrirla, el reflejo de la luna en anillo le proporcionó ese brillo, y el mundo pareció detenerse.

Mary Ann quedó inmóvil, procesando lo que tenía frente a ella. Los ojos se fueron inundando de lágrimas lentamente, y en cuestión de segundos, la emoción la desbordó en una mezcla de gritos y risas que rompieron la calma de la noche. Se lanzó a correr primero dando vueltas alrededor de Michael, después río arriba y río abajo: gritando, riendo y llorando al mismo tiempo, como si no supiera cómo contener la emoción que se le desbordaba por todos los poros de su piel. Siempre había creído que sería ella quien tendría que dar ese paso; jamás imaginó que Michael fuera capaz de una demostración tan abierta de sus sentimientos.

Mientras tanto, su novio, con el corazón latiendo desbocado, aturdido y temeroso, observaba la escena sin saber cómo reaccionar. Allí estaba su prometida, corriendo como si fuera el mismísimo diablo el que la persiguiera, mientras que él, con el corazón en vilo, no había tenido tiempo de hacer la pregunta y mucho menos obtener la respuesta que esperaba. La solución que se le ocurrió fue tan absurda como inesperada.

Michael arrancó a correr tras ella, movido por una mezcla de incógnitas y no saber muy bien cómo parar a su novia. La persiguió por la ribera, cruzaron el campo de fútbol, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron atravesando el puente de la ruta 56, mientras las risas de Mary Ann resonaban como música sobre el río, y se adentraban de nuevo en la ribera, esta vez en el lado derecho del Neosho. Sin saber cuándo se detendría, miraba a su alrededor por si uno de esos mirones que observaban atónitos la escena creyera que era una mujer en apuros perseguida por un loco homicida. Exhausto y sudoroso, oía las risas mezcladas con el llanto de su amada, con un anillo que aún no sabía si había sido aceptado, pero con la certeza de que nunca olvidarían aquella noche.

Al querer embocar el puente de Wood Street para volver al lado izquierdo, tropezó con el segundo escalón; tras un par de vueltas, arrolló a Mary Ann, acabando ambos en las heladas y tranquilas aguas del río.

Empapados y llenos de barro, no fueron necesarias palabras. Sorprendido, admiró cómo, por primera vez en su vida, Mary Ann se había quedado muda. Respirando de manera agitada, volvió a sacar el anillo del bolsillo de su empapada chaqueta y torpemente se lo colocó, eso sí, producto de los nervios, en el dedo equivocado. No había lugar para correcciones ni reproches. Aunque se lo hubiera puesto en el dedo gordo del pie izquierdo, lo habría aceptado de igual manera.

La luna, que había presenciado su amor desde las alturas, ahora se ocultaba tímidamente tras las nubes, dejando que las aguas del Neosho se llevaran consigo los nervios y las dudas, y devolvieran a la pareja ese momento de intimidad hurtado por los nervios. En sustitución, el alumbrado público aportó, con su luz amarillenta, un aire casi teatral a aquel instante único y absurdo.

Lo esencial era que Michael había dado el paso. Para él había requerido el mismo esfuerzo que cuando Neil Armstrong puso esa huella en la luna. Había superado sus miedos por hacerla feliz. Y eso era lo único que realmente importaba.

Mientras caminaban de vuelta, Mary Ann sostenía su mano con orgullo, mostrando el anillo a todos los curiosos que se cruzaban en su camino. Para Michael, cada felicitación de los transeúntes era un recordatorio de que había superado su mayor miedo, y lo había hecho por amor. Esa noche no solo marcaba el comienzo de una nueva etapa, sino también la certeza de que juntos estaban viviendo los primeros minutos del resto de sus vidas.

Esa misma noche decidieron no esperar más y casarse cuanto antes. El otoño avanzaba y pronto el invierno acortaría los días y las posibilidades de tener una vida social intensa. El frío sería la excusa perfecta para poder dormir acurrucados, el uno contra el otro, y consumar su amor entre almohadones y sábanas blancas.

Al día siguiente se lanzaron, como si no pudieran ocultarlo por más tiempo, a decírselo a las familias.

Mary Ann, antes de bajar a la consulta, había avisado a sus padres de que su novio iría a comer con ellos, como era costumbre todos los sábados. Sentada en su escritorio, observaba cómo el minutero del reloj parecía burlarse de ella, negándose a avanzar, mientras la manilla de las horas se convertía en un látigo que torturaba su creciente ansiedad. Impaciente, revisaba su agenda sin realmente prestarle atención. Las letras parecían bailar desordenadas en las páginas, reflejando el caudal de emociones que recorría sus venas. Habría jurado oír su corazón latir con tanta fuerza que le daba la impresión de querer salir del pecho y rebotar, como una pelota, por toda la habitación. Se levantaba, miraba por la ventana, y volvía a sentarse, preguntándose si solo había sido un sueño. Ese sueño que hacía realidad todos sus anhelos. El asiento le quemaba y la lanzó a esperar a su novio en la calle, como la que espera ansiosa al cartero que trae buenas nuevas del frente.

Como si con él no fuera la presión, giró la esquina con aire despreocupado. Ese momento fue como esa puerta que se abre en los rodeos y deja escapar a un animal encerrado. Se lanzó a sus brazos como hacen las barcas en busca de refugio en la tempestad. Un largo, cálido y reconfortante abrazo consiguió tranquilizarla como tantas otras veces. Su novio tenía esa capacidad de apaciguar las aguas de sus miedos interiores. De ser ese puerto donde resguardarse de todo mal y de equilibrar su mente para ser capaz de ordenar sus pensamientos.

—¡Dime que no ha sido solo un sueño, Michael! Le espetó a su novio mientras se agarraba como queriendo fundirse en un solo cuerpo.

Michael, que a duras penas mantenía bajo control sus emociones, le susurró al oído:

— ¡Quise casarme contigo desde el día que me pusiste el collar de macarrones recién pintados que me manchó toda la cara de azul! Todos se rieron, pero a mí eso no me importó en absoluto.

Mary Ann recordó esa imagen como algo tan lejano, pero con un significado tan especial que de inmediato contestó:

— ¡Fue mi manera de decirte que era tuya, y tú mío!

 Después de unos minutos de besos y caricias, Mary Ann agarró con fuerza la mano de Michael y, subiendo los dos tramos de escalera que separaban la calle de su casa, le hizo prometer a su novio que no dirían nada hasta después del almuerzo, cuando su padre solía sacar su licor preferido.

Sosteniendo la puerta abierta, su madre daba la bienvenida a la pareja, invitándolos a pasar al salón donde les esperaba su padre.


Sin esperar a los besos y abrazos protocolarios, soltó la noticia sin preliminares ni rodeos. Michael la miró sin entender nada. Un segundo después, observándola, se convenció de que era uno de los rasgos por los que estaba enamorado hasta los huesos.

La alegría se desbordó con la fuerza de unos fuegos artificiales en día de fiesta. Sin mediar palabra, comenzaron a bailar y a cantar ‘Beyond the Sea’ de Bobby Darin por todo el salón, mientras Michael miraba divertido la escena. Nunca había visto a su suegro, cartero de profesión, moverse con tanta fluidez y ritmo. Mary Ann le explicó que esa canción era la que sonaba en la radio el día que su padre le pidió matrimonio a su madre y que desde aquel día no faltaba en cualquier celebración familiar.

Michael los adoraba y sabía que era muy apreciado en la familia Cartwright. Thomas, cartero de profesión, era esa clase de persona que iba dos marchas por debajo del resto de mortales. Reflexionaba constantemente sobre cualquier tela que le interesara. Era un filósofo en el cuerpo de un funcionario estatal.

Tenía disquisiciones profundas sobre por qué los nuevos sellos llevaban más tonos ocres ahora, cuando lo normal era que fueran azulados. Hasta por qué las tortugas recorrían miles de kilómetros para ir a desovar a una playa que no habían visto desde que nacieron. ¿Cómo diantres reconocían el lugar?

Por contra, su esposa Emilie era la razón más evidente del porqué Mary Ann había salido así. Eran dos almas gemelas. Espontánea, divertida y con ese tintineo vivaracho que iluminaba la habitación solo con el timbre de su voz.

A falta de un champán que portara la oportunidad de lanzar un brindis por la pareja, abrieron una botella de licor de cerezas que guardaban como un tesoro y regaron el momento, entre besos y abrazos que encendían el alma.

El resto de la tarde trascurrió en medio de proyectos, esperanzas y sueños por cumplir.

A la mañana siguiente, los excesos con el licor se abrían camino hasta conseguir una excelsa resaca. Michael se levantó sin mucho afán, desayunó abundantemente como queriendo enterrar bajo toneladas de bacon, huevos revueltos, pan recién hecho y café el tremendo dolor de cabeza con que se levantó. Ordenó su cuarto y, tras terminar las tareas que hacía día tras día, se arregló y salió en busca de su ‘prometida’.

«¡Caramba!, ¡cómo suena eso!» pensó mientras bajaba la colina que separaba la casa de la carretera.

La mañana brillaba con un sol de justicia para la época del año que estaban. Hacía ya unos años que el otoño pasaba con temperaturas más suaves de lo normal. Al menos, las lluvias llegaban en el momento justo, pero el miedo que les quitaba el sueño era que las probabilidades de tornados se habían multiplicado exponencialmente con el consiguiente peligro de que algún día les tocara la trágica lotería. Pero recordar todo lo ocurrido ese fin de semana le hizo olvidar todas esas preocupaciones y dibujaba en su rostro una amplia sonrisa. Mientras se cruzaba con vecinos y conocidos a los que saludaba con especial sobreactuación, caminaba con paso decidido al futuro que el destino le había asignado desde, prácticamente, la cuna. En su cabeza era culminar algo que en muchos momentos parecía imposible. ¿Por qué no podía ser igual de lanzado y arriesgado que era en su profesión? ¿Por qué todos sus intentos se quedaban en humo cuando del corazón se trataba? Cuando de su corazón se trataba.

En pocos minutos llegó a casa de Mary Ann, encontrándosela, como las piezas de un puzle a medio hacer en el sofá, con un vestido amarillo de flores azules, y con el pantalón del pijama todavía puesto. Unas enormes zapatillas, en forma de conejo, que no había visto antes, le daban un cierto aire cómico al momento. El toque de dolorosa realidad lo daba un par de Alka—Seltzer diluyéndose entre burbujas en un vaso de agua, mientras torpemente se intentaba incorporar de manera apresurada para recomponer la poca dignidad del momento.

Ante la insistencia de su suegra, tuvo que desayunar por segunda vez. No hubo manera de negarse ante tal ofrecimiento. No obstante, las tortitas de Emilie, que tenían fama en todo el estado, eran irresistibles. Las regó con abundante sirope de arce y las comió con una voracidad que solo aquellos que las han probado pueden comprender.

Mary Ann, al escuchar a su novio, caminó con paso dubitativo el trayecto que separaba el sofá de la cocina. Esa docena de pasos le había supuesto el mismo esfuerzo que atravesar un desierto. Se sentó con tan mala suerte que golpeó el bote abierto de sirope. Un torrente incontrolable de líquido color ámbar salió disparado, manchando todo a su alrededor. No podían comprender cómo de un bote tan pequeño podía salir tanto líquido. Esa sustancia melosa y pegajosa a partes iguales lo impregnó todo. El único que parecía disfrutar con la escena era Mortimer, el viejo golden retriever que hasta ese momento dormitaba en un rincón de la cocina y que, lametón tras lametón, se había propuesto limpiar el estropicio. Una risa nerviosa comenzó a llenar la habitación. Emilie, entre el estupor y la hilaridad, al contemplar a la pareja inmóvil bañada en esa pegajosa sustancia dorada que les caía desde el pelo, recorría el escote y terminaba empapando a su innombrable ropa interior. Salió rápidamente de la habitación mientras ellos no se atrevían a moverse. En solo unos segundos estaba de nuevo frente a ellos rasgando un enorme almohadón y lanzando al aire miles de plumas que fueron pegándose a todo lo que había estado en contacto con el sirope. No saben muy bien de dónde sacó la pequeña cámara fotográfica Leica, pero cuando pudieron reaccionar, ya tenía hecho un hilarante reportaje fotográfico.

Mary Ann, totalmente emplumada, comenzó a perseguir a su madre alrededor de la mesa, mientras Mortimer, relamiéndose, lanzaba ladridos sin mucho ánimo, pidiendo algo de calma.

Las dos mujeres terminaron en el suelo, embadurnadas en jarabe y plumas, riendo a carcajadas y con la firme convicción de que aquella escena se convertiría en motivo de risas en todas las celebraciones familiares.

Mientras tanto, Michael pensó que tal vez era el momento de pedir otro par de Alka—Seltzer para él mientras soplaba para apartar plumas de su cara. En ese caos pegajoso y emplumado, vio reflejado todo lo que amaba de Mary Ann y su familia: la capacidad de convertir cualquier desastre en un recuerdo inolvidable.

El resto de la mañana se afanaron en recomponer la zona cero del desastre. Cuanto más limpiaban más pegajoso se volvía todo. 

Mary Ann tenía otro motivo de chanza al contemplar a Michael, sentado en el sofá, en ropa interior, con su albornoz de color rosa, esperando a que su ropa se secara. De ese momento no quedó constancia gráfica, cosa que le reconfortó profundamente.

A mediodía, todo parecía volver a la normalidad y se acercaba el momento de marchar a casa de los padres de Michael a darles las buenas nuevas. El paseo fue breve y jalonado de risas por lo que acababan de vivir. Si el resto de sus vidas fueran tan alocadas como esa mañana, no tendrían tiempo para aburrirse, ni ganas de hacerlo.

Llegaron al pie de los tres escalones que había que salvar para acceder a la casa de los Brooks. Convencidos de dar ese paso, salvaron decididamente el dintel de la puerta, encontrándose a su padre leyendo el periódico local con atención, vestido aún con su traje de faena. Los recibió centrando todos sus halagos en una Mary Ann que brillaba con luz propia. Su madre, desde la cocina, tarareaba ‘Mr. Lonely’ de Bobby Vinton al ritmo de la radio que sonaba envolviendo toda la casa, mientras terminaba de preparar el consistente almuerzo.

En el horno, un buen trozo de roast beef se doraba lentamente mientras que la salsa gravy se reducía a fuego lento. Puré de patatas, judías verdes con un cierto toque de mantequilla especiada con eneldo y, para concluir, una deliciosa tarta de nuez pecana se enfriaba en la ventana.

Tras recibir un cálido abrazo y alabar el bonito vestido que realzaba su estilizada figura, les ofreció algo para refrescar sus gargantas. Sobre la mesa, tres jarras. Té helado recién preparado, limonada casera y agua fresca.

Michael creía que iba a explotar. Dos desayunos y una copiosa comida eran demasiado para un mismo día. Pero la tarta de su madre era sagrada probarla.

La noche había caído con suavidad sobre el pequeño pueblo, y las luces cálidas de la casa de los padres de Michael brillaban como un faro acogedor en la distancia.

El ambiente era relajado, lleno de risas y conversaciones ligeras sobre el día y los vecinos del pueblo. Mary Ann comenzó a impacientarse, mientras intercambiaban miradas, que lo apremiaba para dar la noticia.

"Tenemos algo que queremos contaros", dijo Michael finalmente, dejando la copa de Straight Bourbon Whiskey sobre la mesa. Su tono tranquilo, pero lleno de emoción, hizo que las miradas se enfocaran en él y en Mary Ann. Ella, incapaz de contenerse, apretó la mano de su novio como buscando insuflarle la valentía que le costaba sacar cuando de sentimiento se trataba.

"Mary Ann y yo hemos decidido casarnos".

El silencio en la habitación duró apenas un segundo, antes de que fuera reemplazado por exclamaciones de alegría. La madre de Michael dejó escapar un grito de sorpresa mientras, entre lágrimas, se levantaba para abrazarlos. Su padre, conmovido, alzó su copa de vino en un gesto solemne que decía más que mil palabras. La velada, que ya era especial, se convirtió en una celebración improvisada, llena de risas, recuerdos y brindis por el futuro que ahora parecía aún más brillante.

La animada charla se fue centrando en coordinar la gestión de los espacios. Mary Ann adoraba aquel lugar. Sus suegros estaban entusiasmados con la idea de tener una pareja joven y vital a su alrededor, con la oculta esperanza de que les llenara la casa de niños alegres y juguetones.

La casa de la colina, como era conocida en la ciudad, se erguía como un hito silencioso y robusto, como queriendo vigilar las tierras onduladas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Tenía la capacidad de calmarla y le proporcionaba la sensación de libertad que tanto necesitaba. Todo el terreno de alrededor la hacía soñar con vivir en un lugar así. Al frente, unos cuidados rosales adornaban la fachada de piedra. A la espalda, un huerto primorosamente cuidado y una zona de juegos, ahora en desuso, que la herrumbre lo estaba carcomiendo y que pedía a gritos ser renovado.

Su cabeza hervía con las mejoras que quería implementar. No en vano, su futura suegra la animaba a llevar al siglo XXI una casa que dormitaba, hacía décadas, en los años 50. Sabía que sería un lugar de trabajo y sacrificio, pero también de retos y proyectos. Vivir allí era algo que se suponía implícito en la relación con Michael. Hunter nunca había mostrado interés en permanecer en Council Grove, por lo que el hermano mayor heredaría la casa y los terrenos de la familia con el beneplácito de su hermano.

Council Grove está situado en el mismo centro del corredor de tornados más letal del mundo. El aire cálido y húmedo del Golfo de México se encuentra con el aire frío y seco de las Montañas Rocosas, creando la combinación perfecta para tormentas severas, granizo y fuertes vientos que, una vez convertidos en tornados, destruían todo a su paso. Los habitantes hacían un ejercicio continuo de resiliencia y de sobreponerse a los desastres naturales. Era cuestión de tiempo que una edificación cualquiera se viera afectada.

La casa, construida con profundos cimientos anclados en el corazón de la tierra, le proporcionaba un seguro contra esos fenómenos extremos. En el sótano, y en un amplio espacio anexo a este, se encontraba el refugio contra los tornados, extendiéndose más allá de los límites de la casa y con la seguridad añadida de poder acceder desde el exterior, a través de una robusta puerta metálica.

En la planta baja, el recibidor de techos altos y artesonados daba la bienvenida, con aroma a madera recién barnizada, al visitante. Al frente, las escaleras, con sus barandillas suavemente desgastadas por el paso de incontables manos, daban acceso a la reservada para la familia. A la izquierda, un amplio y luminoso comedor, con enormes ventanales hacia la fachada y robustos muebles de madera. Una alacena de generosas dimensiones exponía la vajilla, decorada en motivos de hojas de otoño y con un ribete plateado en su filo, que solo se utilizaba en el Día de Acción de Gracias y Navidad, junto a la cubertería de plata guardada en los cajones superiores. En los inferiores, mantelerías de algodón con bordados a base de flores y mil patrones que evocaban curvas, giros o figuras en forma de arabescos.

Adyacente al comedor, se situaba la cocina, diseñada para ser funcional y acogedora, ocupando toda la parte trasera de la planta baja, con accesos al exterior, a la puerta principal mediante un pasillo y al sótano.

A la izquierda de la entrada principal, un par de puertas correderas daban acceso a un salón, donde presidía una amplia chimenea de piedra, rodeada de sofás hundidos por el peso de los años, un televisor que pedía a gritos la jubilación y un ventanal mirador con asiento que proporcionaba el lugar perfecto para leer o simplemente tener una amplia vista del exterior.

En la planta de arriba, el dormitorio principal con baño privado y una habitación de estudio, juego, plancha cubrían el lado izquierdo de la casa. Al frente, encima de la cocina, un cuarto de baño de generosas dimensiones con grandes piezas de loza blanca. A su derecha, la habitación que habían ocupado siempre los hermanos; y más a su derecha, la habitación de invitados.   Arriba, el desván, al que se accedía mediante una escalera retráctil que hacía las veces de trastero.

Con Hunter en la universidad, quedaba libre la habitación que habían utilizado los hermanos toda su vida. Era amplia, bien ubicada y soleada, y sobre todo, un refugio que reportaba a Michael el remanso de paz y seguridad que necesitaba. Cada objeto allí había tenido su lugar y su significado a lo largo de los años que compartieron habitación. Ahora, ese espacio que lucía libre de muebles parecía ofrecerle un nuevo propósito, quizás un lugar para reflexionar, para redescubrirse o incluso para soñar con nuevos comienzos.

Durante esa semana Mary Ann, acompañada de su suegra, planificó cada mínimo detalle, escogiendo tejidos, muebles y accesorios que iban a necesitar. La primera tarea era trasladar la cama y pertenencias de Hunter al cuarto de invitados. Allí creó ese ambiente íntimo y personal con todas sus cosas rigurosamente ordenadas. Con cuatro detalles consiguió la continuidad que buscaba, pero con toques de modernización que dejaban su impronta. No en vano iba a ser para uno de sus mejores amigos, su cuñado. Una vez salvado el trámite se puso manos a la obra con el dormitorio de la pareja.

Con desbordante entusiasmo y determinación, comenzó a transformar la habitación que ocuparían. Se afanó en seguir los principios que tantas veces había leído en las revistas de moda devoraba cada mes. Quería conseguir una conexión profunda con el espacio a través de las reglas del Feng shui. No era solo una tarea de decoración, era la creación de un refugio que respirara armonía, energía positiva y posibilidades nuevas. Sería el lugar más íntimo y personal de la casa.

Cada elección de Mary Ann transformaba la habitación en algo más que un espacio; la robusta cama de roble se alzaba como un guardián del descanso, las suaves ondas azuladas del edredón parecían mecer los sueños, y en cada pliegue de los visillos de seda satinada que danzaban al compás de los rayos de sol sentía un constante flujo de energía positiva. 

Jalonaban la cama sendas mesitas de noche del mismo estilo. La disposición, le comentó a su novio, preservaría su intimidad y proporcionaría una visión perfecta de toda la habitación.

Con mano de artesano trajo al presente el pequeño escritorio de los años de estudiantes de su marido lijándolo y devolviendo a la madera una segunda juventud. Todos habrían apostado que era nuevo si no hubiera sido porque la arquitectura era bastante reconocible.

Completaban la habitación dos cómodas mecedoras separadas por una mesita donde descansaba una elegante lámpara Tiffany, con vidrios en tonos blancos y azulados, y pie metálico. Un amplio armario de cuatro puertas descansaba contra la pared, ajustándose a la perfección al espacio designado. Entre bromas, su novio apostó que serían tres puertas para ella y una para él. Y de esta última tampoco estaba seguro.

El exquisito gusto de Mary Ann para la decoración había obrado el milagro a la hora de modernizar una habitación que antes solo respondía a la funcionalidad. Su suegra no podía apartar la mirada de la joven, cuya alegría y claridad en cada decisión parecían orquestar un sinfín de armonías entre colores y texturas. Lo que Mary Ann había logrado no era simplemente modernizar una habitación en una casa de más de 80 años; era darle alma, una que encajaba perfectamente con la historia de la nueva familia que ocuparía esas cuatro paredes mientras invitaba a un futuro lleno de sueños por crear y vidas por vivir.










CAPITULO 3

A media mañana, el sonido de los motores del avión le había permitido dormitar un par de horas. Aún quedaba la mitad del trayecto, y las azafatas se afanaban por servir el almuerzo. Se sorprendió al comprobar que aún podía comer algo más. Observó los entrantes mientras untaba una crema de queso sobre trozos de pan crujiente que, como cuchillo en mantequilla, le machacó con el doloroso recuerdo de su madre, su vida de sacrificios y su triste final. Jane Kobayashi, ahora Brooks, era el resultado de décadas de adaptación a un nuevo país, a unas nuevas costumbres y a otra forma de entender la vida.

Del cajón más alejado de sus recuerdos extrajo a sus abuelos maternos, Hideo y Aiko Kobayashi, que abandonaron Japón en 1922. Una primavera sin lluvias había dejado empobrecida toda la región de Shikoku, donde los campos de arroz secos presagiaban hambruna para la familia. Tomaron sus pocas pertenencias y se lanzaron a una aventura que no sabían cómo acabaría. Habían oído hablar de Hawái y California y de las oportunidades que ofrecían en América.

Fue una decisión difícil de tomar, pero Hawái les esperaba con trabajo duro y un sueldo con el que sobrevivir. A pesar de los obstáculos, la esperanza los mantenía firmes en su decisión de abandonar un Japón que los expulsaba de sus tierras para construir inhumanas fábricas.


Al llegar a las cálidas tierras de Maui, fueron contratados inmediatamente para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar, donde las jornadas comenzaban al amanecer y terminaban mucho después de que el sol se escondiera. Aiko madrugaba más que los demás para preparar las comidasque alimentaban a todos sus compatriotas, exiliados como ellos, para soportar las largas horas de extenuante trabajo. Mientras, Hideo, acostumbrado al duro trabajo del campo, se movía entre las largas hileras de brotes de caña con entusiasmo y dedicación. Juntos, construyeron una vida basada en el esfuerzo, encontrando el apoyo en su comunidad japonesa, que les ofrecía cercanía y sentido de pertenencia.

 La emigración de japoneses a Estados Unidos no fue un camino de rosas, debido a las restricciones impuestas por leyes como el Acta de Inmigración de 1924, que limitaba severamente la entrada de personas de origen asiático. Una ley que tenía claras connotaciones racistas, que fue diseñada para limitar la inmigración de ciertos grupos étnicos y raciales, favoreciendo a los inmigrantes del norte y oeste de Europa mientras restringía severamente la entrada de personas de Asia, el sur y el este de Europa. Esto reflejaba los prejuicios raciales y étnicos predominantes en Estados Unidos en esa época, con el objetivo declarado de "preservar el ideal de homogeneidad" del país.

 Sufrieron durante años el acoso de grupos de supremacistas americanos, pero lucharon como comunidad para preservar sus costumbres adaptándolas a su país de acogida.

Fue en este contexto donde nació su único hijo, Haruto, posteriormente conocido como Harry, en 1927. A diferencia de sus padres, Haruto creció hablando inglés y japonés, moviéndose con soltura entre la cultura japonesa y la estadounidense. Desde niño, Haruto acompañaba a Hideo a los campos, observando cómo cortaba la caña de azúcar con destreza y escuchando las lecciones que su padre le daba sobre el valor del trabajo duro y la conexión con la tierra. Allí, vivió una juventud marcada por las tensiones de la época. Aunque en casa hablaba japonés, Haruto aprendió inglés en la escuela local, formándose en ambas culturas, una mezcla que moldearía su identidad norteamericana.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se trasladaron a California. Como muchos otros japoneses estadounidenses, enfrentó la desconfianza y prejuicios de creerles el enemigo, incluso de su propia comunidad. Sin embargo, motivado por un profundo amor por el país que sus padres habían adoptado como hogar, se alistó en la Marina de los Estados Unidos en 1943.

Durante la reconquista de Francia, era el que se encargaba de rearmar el cañón con la munición necesaria. Una tarea repetitiva, pero sacrificada dado el escaso espacio interior de los tanques M4 Sherman.

En una incursión en Caen, el artillero cayó herido de gravedad y su comandante, encañonado por un grupo de soldados alemanes que rodeaban el tanque con Karabiner 98k y las Luger P08 de los oficiales vestidos con el uniforme de la Waffen-SS. Entre gritos ininteligibles parecían exigir la rendición incondicional. Haruto tomó cuatro granadas MKII, conocidas como piñas, les quitó las anillas y, con un ágil movimiento, las lanzó por el espacio que dejaba el cuerpo de su jefe en la torreta, fuera del tanque, mientras tiraba de él hacia abajo.

Sin pensarlo, asomó su cuerpo por la torreta, tomó la metralleta Browning M2HB del calibre 50 que tenía anclada sobre el soporte giratorio y acabó con los desorientados soldados enemigos. Gritó al conductor, con voz autoritaria, que los sacara de allí inmediatamente.

A partir de ese momento se convirtió en el artillero de la unidad. Parecía que había nacido para ello. Su habilidad innata para cazar pájaros con un tirachinas le había proporcionado esa capacidad de cálculo para llevar con soltura un cañón de 76 milímetros contra los Panzer alemanes. Su comandante, un hombre justo y con profundas raíces de lealtad, lo acogió como un hijo y juntos consiguieron entrar en París entre vítores y salvas de honores.

En el camino de vuelta a casa, a bordo de un incómodo Douglas C-47 Skytrain, su comandante, Tyron McLean, le habló de su familia y de su pueblo natal, un lugar de amplias llanuras locas porque alguien las cultivara. Su puesto en una sucursal del Bank of America era más que suficiente para él y su familia.

—¡Has demostrado con creces tu valor y compromiso con el pueblo americano! ¡Me has salvado la vida en varias ocasiones y mi manera de agradecértelo es cobijándote bajo mi protección ahora que volvemos a casa! —Te ofrezco un trabajo y una vida nueva para ti y tu familia en Council Grove, Kansas —dijo con voz solemne.

Harry, antes Haruto, no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Además, se ofreció a acompañarlo para convencer a sus padres para que aceptaran la oferta.

Eleanor Presley, la esposa de Tyron, conocedora del extraordinario desempeño de Harry junto a su marido, les ayudó a instalarse y a ser conocidos en la vida social del pueblo. Desde el primer momento fue la bisagra que abría las puertas de un pueblo poco acostumbrado al extranjero.

La familia Kobayashi no tardó en adaptarse a la nueva vida en un pueblo rural. Hideo y Aiko, dada su avanzada edad, se habían retirado de los campos y regentaban una abarrotada tienda de alimentos que les permitía tener una vida cómoda y una clientela asegurada. Haruto comenzó trabajando duro unas tierras que compró Tyron para que las cultivara.

Cupido, haciendo del enredo un arte, emparejó con sus flechas a Harry con la hija de su jefe, Nancy McLean.

La boda fue todo un espectáculo que acumulaba curiosos en la puerta de la Iglesia de Saint Mary; no en vano, fue la primera boda interracial en todo el estado de los girasoles.

Unos años después, de un americano con ascendencia japonesa y una bella americana de ascendencia irlandesa nació una pequeña, a la que bautizaron Jane Kobayashi, que más tarde muchos conocerían como Jane Brooks, y unos pocos como mamá.

Hunter la recordaba como una mujer delgada, aparentemente frágil, pero con los arrestos que le proporcionaban los años de trabajo duro y sin descanso. La ética de trabajo que le había inculcado su padre fue la biblia que siempre siguió. Su voz serena y tranquila, que iba en sintonía con unos rasgados ojos verdes, que destacaban sobre una piel blanquecina y labios carnosos, le proporcionaban unas facciones agradables enmarcadas por ese pelo negro que nunca visitó una peluquería. Sus huesudas manos, acostumbradas al duro trabajo, pero que, al acariciarles, les peinaban el alma. 

Su gasolina diaria era su familia, por los que se desvivía hasta límites que solo una madre puede llegar a conocer.

Jane era la personificación del estoicismo y del amor incondicional. Era ese pilar que se mantenía erguido frente a las adversidades con una fortaleza que admiraba. Su carácter se definía por la abnegada dedicación a su familia; una actitud que jamás desfallecía, sin importar lo adversos que fueran los vientos.

Cada sacrificio, cada desvelo, cada día al albur de las inclemencias meteorológicas, lo llevaba a cabo con una serenidad que parecía nacer de las enseñanzas que le había proporcionado la tierra.

Lo extraordinario en su forma de ser radicaba en cómo enfrentaba el mundo. Las pequeñas victorias cotidianas: un huerto floreciendo, un hijo regresando a casa con una sonrisa, el olor del pan recién horneado al amanecer, eran para ella más que simples momentos. Eran los frutos tangibles de lo que su alma sembraba.

Bajo esa serenidad había un trabajo constante, un esfuerzo casi invisible por mantener las cosas en equilibrio; no la recordaba alzando la voz, ni siquiera para quejarse, porque para ella el estoicismo no era resignación, sino dignidad. Cerrando los ojos con fuerza, admitió que nunca vio el peso completo de las cargas que soportó, porque no permitía que nadie la viera tambalearse. Supuso que, si alguna vez se había visto sobrepasada por las circunstancias, habría llorado, pero fuera del alcance de las miradas, y al día siguiente volvía a enfrentar la vida con la misma calma imperturbable.

Siempre amó sin condiciones, trabajó sin descanso y enfrentó cada dificultad sabiendo que su propósito trascendía a sus propios deseos. Sin buscarlo, todo giraba a su alrededor, y su carácter brillaría en su memoria como un ejemplo eterno de lo que significa ser verdaderamente fuerte. 

La jornada de trabajo comenzaba a las 4:30 de la madrugada, acompañando a su marido, como un engrasado equipo, en las tareas de mantenimiento de los animales. Ver crecer a una hermosa piara de cerdos robustos desde lechones, a las cabras desde chivos y esos terneros que progresaban hasta convertirse en vacas que ofrecían leche fresca, con los que elaborar quesos y carne, le proporcionaba esas gotas de felicidad que sabía degustar. Unas gallinas ponedoras que aseguraban huevos frescos cada día, mientras que los conejos, siempre prolíficos, llenaban las conejeras de gazapos que crecían tan rápido que, en un abrir y cerrar de ojos, pasaban a ser los padres de la siguiente generación. Todos por igual terminaban alimentando a la familia de una u otra manera.

Cuando la producción excedía de lo que podían consumir, tras acudir a misa dominical, colocaban con esmero los productos en el mercado del pueblo, atrayendo a los compradores habituales que conocían de su calidad.

Las tareas de la casa y un pequeño huerto que les proveía lo esencial eran sus principales faenas diarias. 

El huerto les proporcionaba todas las verduras y hortalizas con las que se alimentaban y le recordaba la forma en que su padre mimaba los productos que después consumirían. Patatas, pimientos y tomates se mezclaban con lechugas, alubias, guisantes, pepinos y un sinfín de productos que crecían en diferentes estaciones, y por cortas temporadas. Algunos eran para uso inmediato y otros para preparar en conservas que consumirían fuera de temporada. Rememoraba cómo, desde pequeños, habían sido incluidos en estas tareas diarias. Todos debían aportar su granito de arena, por muy pequeño que fuera. 

Le llegó al olfato ese olor metálico del rocío sobre la tierra removida en las primeras horas de la mañana que se mezclaba con la frescura de los tomates recién arrancados del huerto. Podía recordar cómo su madre, con una sonrisa tranquila, le ofrecía una manzana apenas pulida contra su delantal. Verse caminando entre los árboles frutales le devolvía ese olor a almizcle que recordaba cálido, ligado a la tierra y ligeramente dulce.

Todo funcionaba en un equilibrio sencillo, marcado por el trabajo constante y la satisfacción de vivir de la tierra. Había huevos, comían huevos. ¿Había calabaza? Se cocinaban de mil formas diferentes. Producto de temporada que se aprovechaba de manera inteligente. Normalmente, su lista de la compra era bastante corta. Todo lo demás lo producían ellos mismos.

Con apenas dos palmos, su madre les enseñó a tapar su cama, recoger sus juguetes y poner o quitar la mesa. Ayudar en las tareas de la casa era parte del trabajo diario. Primero como un juego, después como una obligación innegociable que los hizo autosuficientes cuando otros no sabían vestirse solos. Esas lecciones de vida las lucían, como medallas, allá donde fueron.

Sonrió al recordar la divertida imagen de las viejas botas verdes de su madre, donde las gastadas suelas fueron sustituidas por un viejo neumático que apareció una mañana al borde de la carretera. Nunca supieron cómo pudo irse ese coche con una rueda menos. Imaginando la escena, las bautizaron como "las Ferrari".

Ahora ese chascarrillo que, pese a ser recordado con sorna, no hacía más que subrayar la falta de oportunidades que ella había aceptado para sí, y que resultaba extremadamente cruel.

Su vida, humilde y sacrificada, giraba en torno a su hermano y a él, dedicados por completo a garantizarles un futuro mejor. Jamás permitieron que abandonaran los estudios para quedarse con una granja que, aunque aseguraba trabajo incesante y subsistencia, no ofrecía más que eso: trabajo y sacrificio.


Añoraba esos años cuando la hora del desayuno era el primer contacto con el nuevo día. El pan recién horneado, la leche fresca y los huevos recién puestos eran los olores de su infancia, pero lo que lo hacía especial era recordar como su madre subía las escaleras, abría la puerta y, con su voz casi en susurro, los llamaba para prepararlos para ir a la escuela. Como ellos, se hacían los dormidos para que ella se acercara y los despertara a base de una buena ración de besos, abrazos y cosquillas, mientras los espetaba para que abandonaran la cama y dejaran de holgazanear. Momentos de felicidad inviolables en su memoria.

Siempre se sorprendía de cómo el pelo de su madre estaba impregnado de ese olor a hogar y no a excremento de vaca y alpaca de heno. Su voz cantarina pronunciando sus nombres para que bajaran a desayunar era el sonido que marcó su infancia.

Esa voz que aún no sabía cuánto la echaría de menos en muy pocos años.

Mientras el avión atravesaba las nubes, descendiendo suavemente hacia su destino, cerró los ojos y sonrió para sí mismo. Todo lo que era, todo lo que había logrado y todas las puertas que se habían abierto en su vida, se lo debía a toda su familia. En su mente, el recuerdo de sus padres jamás se desvanecía. Cada decisión que tomara, cada paso que diera sería sobre el cimiento invisible de cada sueño que había conseguido gracias a ellos.

En ese momento se vio preparado para enfrentarse a los recuerdos de aquellos días y repasarlos con detalle, como queriendo extraer lecciones que la juventud no le había permitido aprender.

Había cumplido los 23 años y se encontraba cursando el último año de sus estudios de Derecho corporativo y Administración de empresas en la Universidad de Lawrence. ­

Una mañana, antes de asistir a su primera clase del día, lo sacó de su sueño el teléfono móvil. Era su hermano y, por su tono, severo y apesadumbrado, no eran buenas noticias.

—Hunter, es mamá. —exclamó Michael sin acertar a decir nada más.

El tono de su hermano era una daga al corazón. Podía escuchar el peso de algo irremediable, aunque las palabras aún no hubieran sido pronunciadas.

—Salgo para allá. — respondió Hunter con la voz decidida y directa de siempre; no en vano había heredado el estoicismo de su madre. Sin permitir que la ansiedad lo paralizara, respondió con la determinación le había enseñado.

Tomó una mochila con algo de ropa y atravesó el campus tan veloz que estuvo a punto de tropezar varias veces con adormecidos estudiantes camino de sus clases. En otras circunstancias se habría parado a disculparse, pero en ese instante su único objetivo era llegar al UberX que acababa de solicitar.

«Vale la pena pagar un Uber para llegar antes a casa». pensó mientras se subía al auto.

Pidió al amable conductor que se distrajera ante las señales de límites de velocidad con la promesa de una buena propina fuera del sistema. Rápidamente ingresaron en la autopista y el Chevrolet Impala comenzó a volar por las anchas carreteras. Su cabeza intentaba imaginar lo que su hermano no había podido decir. Desde un pequeño accidente, pasando por una enfermedad sobrevenida y terminando por algo que no quería pensar. Desechó los malos augurios y se centró en que el conductor no se equivocara de salida. El nerviosismo iba in crescendo a medida que se acercaba a su destino.

En poco menos de una hora, su eficiente acompañante lo dejó al pie de las escaleras de la casa de la colina. Pagó rápidamente la propina prometida y salió del coche color negro que inmediatamente giró y comenzó a bajar la colina a gran velocidad. Le había sorprendido no haber visto el tractor de su padre dando vueltas por una zona a medio arar junto a la carretera.

En la entrada, tres coches y dos carteles diferentes pintados en sus puertas. El primero, el más alejado de la puerta principal, sabía que era del párroco de la Iglesia de Santa Jane. El padre Damian era amigo de la familia y solía visitarles con la intención de ser recibido a mesa y mantel con ese pastel de ruibarbo que le hacía saltarse algunos pecados, unos veniales y otros mortales. A su lado, el coche patrulla del sheriff McCloud, del departamento del sheriff del Condado de Morris. Recordó que realmente no se llamaba así, pero con su regio bigote y porte de actor de Hollywood se parecía a Denis Webber en su papel de recordada serie televisiva.

El más cercano e inquietante llevaba pintada una visible cruz roja con las centelleantes luces de color amarillo girando sin cesar.

Subió a grandes zancadas a la segunda planta. En el rellano, un par de policías que lo miraron con gesto serio lo saludaron por su nombre. Entró en la habitación de sus padres y se encontró con la estampa más terrorífica que nunca habría imaginado vivir.

Respirando agitadamente, observó la escena que se cernía como una pesadilla ante sus ojos. El golpe de realidad lo hizo retroceder, como noqueado por su contrincante, hasta tener que dejar caer su cuerpo, contra la pared, para no caer. Aterrado, notó cómo el aire de sus pulmones se congeló, helando su sangre y bloqueando todos los músculos del cuerpo. El tiempo pareció detenerse en ese momento, como queriendo no creerse la imagen que se acababa de grabar a fuego en su cabeza. A los pies de la cama, su padre abrazaba a su hermano, nervioso y expectante, observando al médico intentando salvar a su esposa. Tras ellos, en un rincón de la modesta habitación, el padre Damian intentaba consolar, con las armas que le daban las santas escrituras, a una Mary Ann que lloraba ante el tristemente probable desenlace. El sheriff se retiró educadamente para dejar espacio a la familia.

Su madre, respirando con dificultad, yacía en la cama con un hilo de vida y un mortecino color en su piel. Se acercó al filo de la cama y tomó a su madre de la mano. En ese momento sintió el peso de una despedida que no estaba preparado para dar. Sacando afuera lo que su corazón le dictaba, habló al oído a su madre. Ella, haciendo un esfuerzo que no pasaba desapercibido, abrió ligeramente los ojos, dejando caer una lágrima atrapada en el interior de los párpados, que recorrió su pálida tez. Le miró por unos segundos, esgrimió una tímida sonrisa mientras sus labios intentaban pronunciar un último te querré por siempre. Quiso devolverle el cumplido, pero su garganta, inundada de dolor, no podía pronunciar palabra. Se limitó a acariciar su pelo y besar sus mejillas. Jane cerró los ojos, con un gesto que parecía de satisfacción, para dejarse atrapar por la certeza de que iría a un lugar mejor.

Ahora, pasados unos años, estaba convencido de que su madre había aguantado todo lo que pudo hasta verlos juntos por última vez.

El silencio sepulcral, solo interrumpido por la voz del médico certificando la hora de la muerte, que rápidamente apuntó el sheriff en su bloc de notas, caía como una losa en el ánimo de la familia. Cada uno, con la intimidad de sus pensamientos, lloraba su pérdida de diferentes formas.

Su padre, recomponiéndose, unos segundos pidió al párroco que oficiara el responso allí mismo a la mañana siguiente, petición que aceptó de inmediato con la promesa de tenerlo todo organizado como solo su esposa se merecía.

La escena era demoledora. Ver a su padre dejarse caer, casi sin fuerzas, en la silla que había junto a la cama mientras observaba el cuerpo sin vida de su esposa. Se inclinó hacia delante, con la dificultad que provoca lo emocional por delante de lo físico, le tomó la cara y la besó dándole su particular despedida definitiva. Nadie escuchó lo que le estaba diciendo a escasos centímetros de la cara, pero todos se lo podían suponer. En ese instante, cada recuerdo, cada promesa y cada sacrificio, se concentró en el beso que sellaba su despedida, agradeciendo cada día que compartió con un ángel que ahora sí había conseguido sus alas. 

Reflexionó sobre cómo la vida te sorprende con giros de guion que no esperas. Nunca se habría imaginado que ese bonito día de primavera, donde la rutina lo llevaría a dar varias aburridas clases de economía, se tornaría en la más aterradora de las pesadillas de la que costaría despertar.

Quizá por su forma de ser, o porque afloró la resiliencia de la que normalmente hacía gala, comenzó a tomar consciencia de que alguien debía organizar todo lo que vendría después. Llamó a la funeraria, que en unos minutos aparcó su alargado coche negro frente a la casa. Con mucho tacto, prepararon el cuerpo sin vida de su madre y la introdujeron en el ataúd color caoba con el que le darían santa sepultura.

Bajó al salón y arrastró los muebles para dejar un gran espacio en el centro de la habitación para poder velar a su madre. Su cuñada Mary Ann, encapsulando por un momento el dolor, le acompañó en la preparación del lugar. Previendo que era una mujer muy querida en la comunidad, el desfile de vecinos y amigos sería incesante una vez que la noticia corriera como la espuma por el condado. No se permitieron ni un solo desfallecimiento mientras que no hubiera terminado todo.

Al rato vio a su padre bajar las escaleras y salió en dirección al cobertizo. Preocupados salieron para observar lo que pretendía hacer. Sacó un par de palas y un pico del cuarto de las herramientas y se paró a los pies de la escalera, observando los rosales.

El sutil aroma de los rosales que florecían tardíos llenaba el aire, mezclándose con la humedad de la tierra recién removida. La leve brisa acariciaba las ramas que parecían bailar al ritmo de ‘kiss from a Rose’. Con cada golpe de pico el trinar de los pájaros que parecía que habían llegado para compartir el duelo.

Cada pétalo, cada arbusto, parecía haber sido tocado por sus manos, impregnado de su amor por las pequeñas maravillas. Aquí, entre los colores suaves y los aromas dulces, la esencia de Jane viviría para siempre, cuidando de su familia desde la serenidad de su descanso.

El lugar, en forma de rectángulo, a escasos 30 pasos de la casa, y de unos 20 metros de ancho por 10 de fondo, estaba rodeado de rosales arbustivos de pequeñas flores, primorosamente cortados en forma de setos, dejando una entrada en el centro de cada lado de la figura. En su interior, formando pequeñas agrupaciones, rosales híbridos de té de tonos lavanda y blancos. Otros bicolores que iban de un rojo intenso a un pálido rosa. Escogió un espacio libre justo en el centro que su madre siempre había querido ocupar con una fuente de piedra, donde querubines jugaran con los chorros de agua y que diera vida al jardín, atrayendo a pajarillos en busca de agua fresca.

Siendo fiel a sí mismo, sin mediar palabra, comenzó a excavar en el lugar donde su esposa tendría el descanso eterno. Seguro que disfrutaría con las vistas. Su casa en primer término y, desde lo alto de la colina, todo el valle con sus suaves ondulaciones, y al fondo la ciudad donde nació, y de la que nunca se separó.

Con cada golpe, lleno de rabia, del robusto pico quería hacer añicos los amargos momentos que acababa de vivir. Cada certero movimiento de la pala parecía mantener un diálogo mudo entre él, Jane y la tierra por la que tanto habían luchado, una constante a lo largo de los años. Con cada movimiento, parecía estar construyendo algo más que una sepultura; estaba esculpiendo el lugar donde poder guardar sus recuerdos para siempre. La idea de que ella descansara cerca, cuidando de la familia como siempre lo había hecho, le daba un consuelo amargo, pero consuelo al fin.

Todos observaron a su padre entendiendo que era la manera de gestionar el duelo que había escogido.

Mientras observaban la escena, Michael sacó energías de donde pudo y le contó a su hermano lo sucedido.

—Llevaba semanas comentando que se encontraba muy cansada. —comenzó a relatar. 

—La lucha diaria se le estaba haciendo muy pesada últimamente. Hacía solo unos días había visitado al médico para que le mandara algún reconstituyente para echar fuera esa mala racha, pero parece que el dictamen no fueron buenas noticias. Cuando volvió a casa, quitándole importancia, comentó que era algo pasajero y que pronto estaría bien. Padre solo conocía parte de la verdad, y se multiplicó intentando ayudarla, sin saber del verdadero alcance de su dolencia. Todos hemos estado supliéndola en sus labores mientras recuperaba la salud. Los gemelos los llevamos con la familia de Mary Ann para que ella tuviera más tiempo para poder suplirla en las tareas que no podíamos abarcar. – comentó con agradecimiento hacia su esposa. 

A medida que Michael relataba los detalles, Hunter sentía cómo una presión sorda se acumulaba en su pecho, como si el aire del establo donde su madre cayó también le estuviera faltando a él. Cada palabra era una pieza de un rompecabezas que preferiría no armar, pero que sabía que nunca podría ignorar.

—Esta mañana he llamado a su doctor, que me ha confesado el dictamen. Su corazón se había debilitado tanto que en cualquier momento podía fallar. La única solución pasaba por un trasplante. — 

Hunter maldijo un mundo en el que se pagan miles de millones en armamento, pero con la salud son cicatero y huraño, hasta limites que sobre pasan el mínimo sentido de humanidad.

—Ya sabes que no tenían un seguro de salud con una amplia cobertura. Mamá sabía que ni vendiendo los terrenos con todo lo que había dentro llegaba para pagar una operación de tal magnitud. El doctor me comentó que le había pedido que no nos dijera nada a su marido. Que, con su fuerza y la ayuda de Dios, saldría adelante.

Michael respiró profundamente antes de continuar, como si las palabras fueran demasiado pesadas para salir por la garganta. Su voz tembló ligeramente al recordar cómo su madre, con su sonrisa habitual, había hecho caso omiso de su propio sufrimiento para no preocuparlos.

Hunter lo escuchaba relatar los sucesos de los últimos días y le generó una idea clara que el desenlace habría sido el mismo a pesar de que él no estaba en la ciudad. 

«¿Habría cambiado algo si hubiese estado allí desde el principio?» Esa pregunta revoloteaba en su mente como un espectro imposible de ignorar, pero al mismo tiempo sabía que su madre nunca habría permitido que él sacrificara su futuro por ese presente. Era su forma de amarlo, incluso ahora, cuando sus ausencias pesaban más que nunca.

—Esta mañana madre se levantó algo más tarde que de costumbre para atender a sus quehaceres. Padre y yo estábamos terminando de atender a los animales cuando llegó al establo. Respiraba con cierta dificultad, pero se movía con la misma soltura de siempre. Como de costumbre, cogió el carrillo de mano para transportar una alpaca de paja para las vacas y, al llegar a la altura del primer cubículo, cayó sobre ella de forma fulminante.

Papá, que en ese momento la observaba desde el otro lado del establo, corrió a su lado, la tomó en brazos y la llevó a casa tan rápidamente como pudo. Subió las escaleras y la dejó con suavidad sobre la cama. Mientras tanto, cogí el teléfono y llamé a emergencias. Mientras me pasaban con el hospital, la oí con voz temblorosa y fatigada decirle a padre que descansaría un rato y que volvería a terminar su faena más tarde.

Todo lo demás pasó tan rápido que no acertaba a ordenar la cronología de los acontecimientos y explicarlas con sentido a su hermano.


El avión había tomado tierra, sin apenas darse cuenta, y los pasajeros comenzaban a preparar sus pertenencias para abandonarlo tan rápido como se abrieran las puertas.

Arrastró su maleta por toda la terminal hasta llegar al aparcamiento donde le esperaba el jefe de seguridad del bufete, con un flamante Maybach GLS 600 4Matic. 

Alfred Starks, un cincuentón de casi dos metros por uno de ancho, vestido con un impoluto traje de chaqueta negro, era un ex navy SEAL de los que asustan con su presencia. Imponía por lo que decía, pero más lo hacía con esa mirada de alguien que había enfrentado lo inimaginable y había salido triunfante. Inteligente como pocos, siempre tomaba la mejor decisión bajo las circunstancias extremas. Esa presión que a otros les hacía ensuciar los pantalones. El autocontrol del que hacía gala le hacía ser el hombre ideal para enfrentamientos de perfil bajo y letal en sus certeros movimientos. Le había visto tumbar con solo dos dedos a gorilas más grandes que él.

—¡Siento mucho su pérdida, señor Brooks! —se disculpó en un tono que exhalaba sensibilidad y rabia. 

—Dígame qué necesita que haga y lo haré con gusto.

Hunter lo miró con agradecimiento. Podía sentir que, tras la fría profesionalidad, se escondía una empatía que rara vez permitía aflorar. Su presencia era más que bienvenida; era necesaria. Con un pequeño golpe en el hombro le dijo:

—Ya hablaremos, Alfred. En los próximos días habrá mucho movimento. —admitió con resignación. 

—Llévame a casa, necesito ordenar mis ideas. Después te vas a la oficina por si Ricky te necesita. Mañana os veo en la oficina.

Queriendo darle el espacio que suponía que necesitaba no volvió a decir palabra. Vio cómo se acomodaba en el asiento trasero. El vehículo abandonaba el estacionamiento con la precisión de un conductor de NASCAR, y observó por los retrovisores como se alejaba el Aeropuerto Internacional de San Francisco.   

Con cada kilómetro que el Maybach recorría, Hunter no podía evitar sentir que estaba dejando atrás algo más que un aeropuerto; estaba cruzando el umbral hacia un futuro que prometía desafíos, decisiones y un doloroso legado que no podía ignorar. 










Capítulo 4   

En unos minutos, el enorme coche estaba traspasando la pesada puerta corredera de ‘Kobayashi’. En el centro, forjado en hierro, se podía ver su apellido materno, en escritura kanji, 小林, que significaba ‘Pequeño Bosque’. Una hermosa finca de veinticinco acres, a las afueras de Atherton, en el 131313 de Los Altos Hill, se abría ante él. Ingresar a la finca era como acceder a un jardín botánico donde cada elemento estaba pensado para evocar serenidad, conexión con la naturaleza y un profundo sentido de equilibrio.

Al cruzar el umbral, un suave camino de piedra, con los bordes cubiertos de musgo, guía los pasos hacia un espacio que se revela lentamente, casi como si contara una historia. Cada curva del camino oculta y, al mismo tiempo, promete una nueva sorpresa.

En el corazón del jardín, un estanque ocupaba un lugar preferente. Sus aguas claras, provenientes de un manantial que brotaba colina arriba y que fue represado para que aportara aguas limpias y cristalinas en todo momento, reflejaban los árboles circundantes: sauces llorones, cuyas ramas colgaban con gracia hasta rozar la superficie; cipreses japoneses, llamados hinoki, que aportaban una majestuosa verticalidad; y, en algunas orillas, arces japoneses, momiji, que transformaban el paisaje con su follaje vibrante en otoño.


En primavera, un rincón específico del estanque cobraba vida con los reflejos de los cerezos en flor, sakura, que llenaban el aire con un toque de dulzura etérea que lo envolvía todo. Sobre la superficie del agua, las flores de loto emergían como delicados templos naturales, mientras los koi nadan con movimientos tranquilos, colores brillantes que agregan vitalidad y que, en la cultura japonesa, representan fuerza, perseverancia, prosperidad y propicia fortuna.

Alrededor del estanque, las orillas lucían adornadas con azaleas, cuyas flores en tonos rosados y blancos se desplegaban en primavera. Las camelias, con su simplista elegancia, florecían a la umbría de los pinos negros japoneses, llamados kuromatsu, que se alzaban con sus formas retorcidas y exquisitamente cuidadas. Cerca de la profusa cascada, los helechos brotaban en agrupaciones naturales, añadiendo textura y profundidad al paisaje.

A medida que iban avanzando, el sendero de paseo serpenteaba entre colinas artificiales cubiertas de musgo y grupos de piedras, cada una elegida con sumo cuidado por su forma y significado. En un abrupto recodo, a la sombra del intenso sol californiano, florecían los iris japoneses, con sus flores violetas y azuladas añadiendo un toque delicado al borde de pequeños arroyos canalizados para fluir suavemente. Puentes arqueados, algunos de madera rojiza y otros de pesadas piedras desgastadas, cruzaban las láminas de agua que formaban los arroyos. Cada curva del camino revelaba una nueva perspectiva, como el rincón donde crecía orgulloso un bambuzal, que susurra con el viento, y que representaba la fuerza, flexibilidad y longevidad. A su lado, un grupo de peonías desplegaba su exuberancia en un rincón más soleado.

Finalmente, asentada en una ladera con vistas al lago, aparecía una casa de té tradicional. Rodeando la construcción de madera, pequeños círculos de grava rastrillada evocaban la calma y la contemplación que quería conseguir en aquel lugar. Los alrededores, salpicados de hortensias que, en la temporada de lluvias, explotaban en tonos pastel y añadían un toque vibrante al frondoso entorno. Dentro, los tatamis perfumados y los utensilios de ceremonia esperaban al visitante. Era costumbre de Hunter llevar allí a sus invitados. Un lugar, tan privado como su dormitorio, pero que estaba preparado para agasajar a familiares y amigos. Sufría al pensar que su madre no vería el enorme mausoleo levantado para preservar su recuerdo y memoria.

Mientras, desde la terraza de la casa, la vista abarcaba todo el jardín, desde el estanque con sus linternas de piedra natural, de intrincados diseños que servían para iluminar áreas específicas del jardín, creando una atmósfera tranquila y sosegada; y que tienen un valor simbólico en la cultura japonesa, representando la conexión entre la naturaleza y la espiritualidad. Hasta finalmente llegar a los arces y cerezos que flanquean el horizonte y que conformaban un perfecto entramado que le permitía desconectar la finca del resto del mundo.

El jardín no es solo un espacio físico. Era un lugar donde cada detalle contaba una historia en perfecto equilibrio y belleza. Cada paso invitaba a detenerse y apreciar el diálogo entre los elementos naturales y el diseño humano. Una armonía que transforma el paseo en un acto de meditación. Una meditación que era prioritaria.

Al final del camino se alzaba orgullosa la fachada de la mansión que lucía en todo su esplendor a esa hora de la tarde. Cubierta en gran parte por un revestimiento de piedra natural de tonos cálidos, se completaba con paneles de madera oscura que añadían un contraste elegante. Los amplios ventanales, de suelo a techo, dominaban con carácter la estructura, dejando observar al habitante el entorno natural y permitiendo que la luz fluyera sin fronteras hacia el interior. Los techos inclinados y las tejas de pizarra gris daban a la casa un aire exclusivo que proporcionaba una primera impresión inmejorable, sumando el hogar y su entorno.

En una estancia acristalada, anexa a la casa, se hallaba el jardín interior. A su alrededor Camelias japónicas, símbolo del estado de Alabama y que rendían homenaje a su novia.

Entrar en aquel lugar reconfortaba el alma. Un complejo sistema de climatización aportaba a cada especie el clima que necesitaba para vivir eternamente. Era como realizar una visita a los grandes palacios europeos que envuelven a los visitantes con su atmósfera serena. El espacio combinaba la tradición que le transmitió su madre, a través de las enseñanzas que le inculcó su padre, que a su vez provenían de japoneses puros, sus bisabuelos, y la armoniosa manipulación de la naturaleza.


Los bonsáis, auténticos protagonistas, estaban dispuestos en pedestales de diferentes alturas, destacando en exclusiva las pequeñas obras de arte vivientes que portaban.

Al entrar, el primer bonsái que solicitaba atención era un pino negro japonés. Su tronco robusto y su corteza áspera evocaban fortaleza y resistencia. Las ramas, hábilmente podadas, imitaban los contornos de árboles centenarios golpeados por el viento.

A su lado, aparecía el arce japonés, con sus hojas, de un rojo vibrante, que parecían bailar con la luz que se filtraba suavemente a través de los paneles de madera del techo.

En la sección central, un impresionante bonsái de ficus se exhibía orgulloso como una pieza destacada. No en vano, era un testimonio vivo del arte de moldear la naturaleza con paciencia y habilidad. Su tronco retorcido y raíces aéreas reflejaban un aura de exotismo y misterio.

Cerca de la fuente que murmura suavemente en un rincón, se encontraba un bonsái de junípero, con sus ramas arqueadas que simulaban las olas del océano pacifico en movimiento. Su fragancia sutil y su verdor eterno transmitían calma y conexión con los paisajes montañosos de los alrededores.

Finalmente, apartados de todos los demás, un espacio especial el bonsái de cerezo que pertenecía a su madre, cuyas pequeñas flores rosadas evocaban el espíritu de la primavera. Verla mimar con exquisito cuidado a esa joya le hizo amar ese apasionante mundo que conformaba las raíces de la cultura japonesa.

Salió del coche sin quitarle la vista al jardín interior. Era la habitación segura donde refugiarse en momentos de alto nivel emocional.

Golpeó el cristal del coche a modo de despedida. Alfred lo miró con gesto compungido y los ojos acerados por el brillo de un lagrimal pendiente de desbordarse. Esperó que Hunter entrara en la casa y volvió a ascender la colina; camino a la oficina, conocedor de la psique humana, dejó que lidiara con sus fantasmas.

En su interior, los techos altos dieron la triste bienvenida, creando una sensación de vacío desde el primer paso. El mármol blanco que pisaba aportaba claridad al escenario para una mesa redonda que portaba una escultura de Matt Christine, realizada en madera muerta, y que lo transportaba a su Kansas natal.

Caminó por los pasillos de la planta baja, adornados con cuadros de Wayne Thiebaud, Richard Diebenkorn y sobre todo de Mabel Alvarez, la preferida de su prometida. Ahora todas esas obras no eran más que telas de colores sin sentido, cuerpos humanos garabateados por niños o figuras sin el orden natural de las cosas.

Al llegar al salón, de estilo minimalista y con unas impresionantes vistas a la bahía de San Francisco, manipuló su tocadiscos, con movimientos delicados y precisos.

Un Goldmund Reference II comenzó a sonar. Recordó que fue todo un espectáculo cuando un par de operarios altamente cualificados vinieron a instalarlo. Eso sí, un espectáculo de algo más de un cuarto de millón de dólares americanos.

«Solo construyen 5 unidades al año de esta maravilla de la tecnología». Recordaba siempre a sus invitados.

Se quedó inmóvil, con la mirada perdida, mientras comenzaba a escucharse a Wilson Pickett, con su desgarrada voz, cantando ‘I am in love’.

Megan apareció en su mente como el rayo que atraviesa un árbol y lo calcina hasta sus raíces. Alzó la mirada y observó a través de la ventana, mientras las primeras luces artificiales comenzaban a iluminar el horizonte. La ciudad nunca le había parecido tan fría y hostil como en aquel atardecer cálido de la costa californiana. La noche prometía ser otro doloroso recordatorio de su desconsuelo: rodeado de lujos y comodidades, pero yermo por dentro. Las brillantes luces de los coches contrastaban con las rojas de su parte trasera en la serpenteante costa que se presentaba ante él. El bullicio constante de la ciudad, que siempre le había fascinado, ahora solo le parecía una cacofonía ensordecedora de almas gritando, atrapadas en rutinarios movimientos diarios, entre otras almas que gritaban más que los primeros, pero que unían los mismos sentimientos, objetivos y caminos hacia una perdición que ni veían ni anhelaban.

Quiso descartar esas imágenes recordando el día que la conoció.

Los recuerdos lo llevaron a dos veranos atrás. Acababa de comprar en una subasta la finca donde fijaría su residencia; el irrisorio precio que pagó era el producto de una bancarrota de una empresa de alquiler de coches que tuvo que liquidar al descubrir la junta directiva que su principal accionista y CEO ocultaba el dinero para no pagar impuestos.

Recordó que el exterior era un erial sin signos de vida aparente, que se tomó como un desafío. Construiría el primer jardín japonés de la costa oeste en honor a sus orígenes, pero, sobre todo, en honor a su madre.

Era un mundo por crear, como esos hermosos tapices que se van tejiendo, entrelazando lanas de diferentes colores y que se van dejando descubrir a medida que la lanzadera hace viajes de ida y vuelta dentro de la tejedora. Tenía la lana, pero no a la tejedora que con manos hábiles fuera haciendo florecer el lugar.

Todas las habitaciones eran lienzos en blanco. Todos los muebles que las ocupaban salieron a subasta por separado, por lo que fue imposible recuperarlos. Hasta los cuadros que una vez vistieron las paredes permanecían silentes. Las cortinas eran protagonistas ausentes y la cocina una sucesión de armarios vacíos tras otros. En el frigorífico, cajas de comida para llevar de varios días y un par de Budweiser. En el dormitorio, un catre de su antiguo apartamento y un viejo despertador en el suelo. La ropa se agolpaba en portatrajes colgados de un perchero prestado de la tienda de una amiga y maletas de viaje.

Su trabajo le absorbía la mayor parte del tiempo, por lo que sus necesidades eran bastante reducidas. Esa parte la cubría Alicia, una española graciosa y zalamera, con un pésimo inglés, que igual te arreglaba un enchufe, que te hacía la comida, que soldaba una vara de la verja. Había estado a las órdenes del anterior dueño de la casa y un día pareció, a primerísima hora de la mañana, con la decidida intención de continuar trabajando en esa casa. No supo negarse, necesitaba a alguien para darle los buenos días, aunque fuera alguien a su servicio. Su casa, básicamente, era el lugar donde volver a dormir y ducharse para, sin solución de continuidad, volverse a levantar para comenzar el día con un nuevo amanecer.

EL único ocio que el trabajo le permitía era salir a correr por los alrededores; unos días antes de salir el sol, otros cuando este comenzaba a ocultarse. Esa mañana de domingo, excepcionalmente, se había tomado el día libre. La fiesta de la noche anterior, celebrando el cierre de un gran negocio que le había tomado meses preparar, se alargó hasta la madrugada.

El sol caía con justicia en el recalentado asfalto del barrio y hacía inviable salir a hacer algo de deporte, por lo que decidió bajar a la playa para variar.

«¡Qué demonios! ¡Aprovechemos el día!» se dijo especialmente animado.


Half Moon Bay State Beach estaba a unos 40 minutos en coche. Su ambiente tranquilo y largos arenales dorados le parecieron ideales para disfrutar de cuantas millas de libertad. Al salir del coche, notó la refrescante brisa marina, inspiró profundamente para expandir sus pulmones permitiendo que se impregnaran con el olor a salitre, algas y vientos del Pacifico.

Comenzó a hacer algunos ejercicios de calentamiento y algo de movilidad articular. A su lado, una chica llamó su atención. Bronceada por el sol, se afanaba en ponerse crema protectora en cara y brazos. La radio de su coche se afanaba para estar a la altura de Janis Joplin interpretando ‘Maybe’. Su voz sonaba intensa, profunda y llena de emoción. Su timbre rasgado transmitía vulnerabilidad y fuerza al mismo tiempo. Es el tipo de interpretación que no solo escuchas, sino que sientes en lo más profundo y que le pareció perfecta para enmarcar a tan bella mujer en un recuerdo imborrable.

Intuyó que tendrían aproximadamente la misma edad. La saludó con un gesto cortés que acompañó con una amplia sonrisa. No obtuvo respuesta.

Dado el poco éxito de su intento se centró en su objetivo. Se colocó sus auriculares de botón y eligió, al azar, el disco ‘Tuskegee’ de Lionel Richie. Subió el volumen hasta aislarse del exterior. Le gustaba ese disco con ciertos toques de Country y artistas reconocidos. Se ajustó la funda del teléfono móvil en su brazo izquierdo y comenzó a correr. Su trote era acompasado y sin mucho esfuerzo.


Un par de millas después se sintió con ganas de exprimirse un poco más. Se sentía poderoso, las piernas le acompañaban y las sensaciones eran inmejorables. No había tenido muchas ocasiones para disfrutar de días de descanso desde su llegada a la tierra de las oportunidades y el entorno lo motivaba.

Las millas iban cayendo y su ritmo no parecía desfallecer. En ese momento, por el rabillo del ojo, vio como una figura atlética se le acercaba, ágil como un guepardo, sin esfuerzo aparente. Le sorprendió la facilidad con que se deslizaba sobre la arena seca. Por un segundo, al ponerse a su altura, reconoció a la chica del aparcamiento. Ella lo saludó con el pulgar hacia arriba como queriendo reconocer el esfuerzo que estaba realizando y continuó alejándose.

Decidido a poner a prueba su condición física, aceleró con la intención de alcanzarla. El ritmo, muy por encima de su actual condición física, le exigía más de lo que sus pulmones eran capaces de gestionar. Soltó un entrecortado hola, entre profundas bocanadas de aire, apenas audible por el esfuerzo. Ella, en cambio, respondió con una sonrisa tranquila y comenzó a hablar como si el esfuerzo no significara absolutamente nada.

—Hace un bonito día para correr, ¿verdad? Siempre vengo aquí para desconectar. —Su voz sonó serena, clara, como la que saldría tomándose un café en Sunset Boulevard. Hunter, sorprendido y confundido, a duras penas podía seguir el ritmo de la carrera, mucho menos de la conversación; asintió con un gesto que quiso ser sonrisa y se quedó en hilarante mueca, mientras intentaba mantenerse coordinado y firme.

Cada palabra que ella pronunciaba parecía ligera, fluida, mientras que cada paso de Hunter se convertía en una lucha por no quedarse atrás.

—¿Estás bien? —le preguntó a un Hunter que ya no coordinaba sus movimientos con la elegancia del principio.

—¡Sí, sí! —Llevo… mucho… tiempo… sin salir… a correr —intentó acompasar sus respuestas a la respiración.

Finalmente, después de media milla de agonía, que sufrió como el famoso muro de una maratón, sus piernas empezaron a fallar. Su respiración sonaba con el grave repique de una docena de tambores. Los pulmones, a punto del colapso, dijeron basta, y cayó sobre la arena dando dos vueltas sobre sí mismo, jadeando como un rottweiler después de una pelea.

La desconocida se paró y lo observó con cara divertida.

—¿Cómo has sabido que soy de Alabama? —Hunter la miró sin entender nada, con la impresión de que de un momento a otro iba a expulsar un pulmón por la boca.

—¡Nací en Franklin, muy cerca de Tuskegee! —¡Lionel!, ¡¿Lionel Richie!? —le contestó para completar la información.

Sin aliento para poder responder de manera digna, estaba haciendo verdaderos esfuerzos por no vomitar en su presencia. La chica de Alabama notó esa incomodidad, se despidió y continuó su entrenamiento sin mayor dificultad.

Allí, tirado en la arena, con ganas de morirse, solo podía pensar en ella y en cómo podía ser que ni siquiera hubiera comenzado a sudar. Tenía que volver a verla. ¡La chica de Alabama no tenía nombre!

Esa misma tarde llamó a su socio y, con la excusa de problemas estomacales, le dijo que descansaría unos días antes de volver al trabajo. Posteriormente llamó a su secretaria y con la misma excusa le pidió que reprogramara su agenda para la semana siguiente.

Tenía la necesidad de encontrarse con esa misteriosa chica. No sabía muy bien por qué, pero repetía de manera repetitiva la canción ‘Ballerina girl’.

Con la esperanza de volver a verla, a la mañana siguiente, aproximadamente a la misma hora, estaba en su coche esperando ver aparecer el mini cooper verde de techo blanco; en ese momento visualizó que llevaba una colorida pegatina de Tuscaloosa, Universidad de Alabama.

Después de un par de horas, sonrió al imaginarse la reacción de la chica al pensar que podría ser un acosador.

Arrancó su Dodge Challenger en azul metalizado y volvió a casa decepcionado.  ¿Qué posibilidades hay de encontrar a una mujer en California si no sabes ni tan siquiera su nombre?

Repitió los días siguientes con los mismos resultados.

El siguiente domingo, último día de sus minivacaciones, volvió al lugar sin muchas esperanzas de encontrarla.

 El corazón saltó en su caja torácica como queriendo salir corriendo. Allí estaba, apoyada en el lateral de su pequeño utilitario como esperando a alguien. Hunter pensó decepcionado que seguramente estaría esperando a su novio, novia o lo que demonios tuviera. Una chica así tendría cientos de pretendientes.

—Fue por la pegatina de tu coche. —Señalando en la dirección de esta, mientras salía de su coche. Ella sonrió sabiendo a lo que se refería, agachó la mirada y se acomodó su larga melena, que hoy sí lucía libre y arreglada.

Observó que hoy vestía diferente. Vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas de color blanco. Un suave toque de maquillaje en la cara y una sonrisa que terminó por desmontar las precauciones por las que no se atrevía a acercarse.

—Si te soy sincero, he venido todos los días desde el día que nos vimos. Nuestro último encuentro no terminó de una manera muy decorosa, al menos para mí. Quería que no te llevaras una idea errónea.

—Lo sé. —dijo con tono burlón. – Esta semana estaba de vacaciones y he venido todos los días. He aparcado allá arriba donde las vistas son mejores y podía observar sin ser vista. Quise comprobar lo persistente que podrías llegar a ser.

Esas palabras lo dejaron totalmente desarmado. Rápidamente se recompuso y contestó:

—No sabía el nombre de la persona a la que tenía que denunciar por provocarme un infarto y dejarme tirado sin auxiliarme.

Ambos rieron de manera desenfadada.

—¿Por quién me has tomado? Soy una chica de pueblo a la que le dan miedo los acosadores. – contestó burlonamente mientras comenzó a caminar hacia una zona con mesas de picnic. Hunter la siguió y se sentaron frente a frente. Comenzaron a charlar de gustos musicales, de atletismo y de cómo saber caer de manera elegante ante una dama.

Después de un rato de animada charla, la chica de Alabama se levantó y pidió que la esperara. Llegó a su coche y extrajo una mochila y una pequeña nevera de playa. Él la observaba mientras extraía un pequeño mantel de cuadros rojos y blancos, vasos, cubiertos y una serie de fiambreras que fue abriendo de manera pausada, casi ceremoniosa. De la nevera sacó una botella de té helado, le sirvió un poco y, ofreciéndole su vaso para brindar, exclamó:

—Soy Megan. Megan Williams, de Tuscaloosa, Alabama. Para la denuncia.

El resto de la tarde pasó entre conversaciones desenfadadas y conociéndose mutuamente, tomando un paseo por la orilla de la playa, dispuestos a entrar por la puerta dorada californiana, cogidos de la mano.

Hunter, sentado a solas en su oficina de la planta baja, saboreaba amargamente un Whistle Pig de 15 años mientras veía apagarse los últimos rayos de sol. El cansancio rindió sentencia y se quedó dormido en el sofá de cuero marrón en el que tantas veces habían hecho el amor con Megan.

En mitad de la noche se despertó sobresaltado por la pesadilla que le estaba atormentando. Megan corría delante de él, sin mirar atrás. La perseguía con la intención de alcanzarla, pero cuanto más lo intentaba, más se alejaba, hasta que, con un grito lastimero, la perdió de vista con un horizonte vacío como único testigo.

En ese preciso momento tomó plena constancia de la completa realidad que había estado evitando esos días, y comenzó a llorar desconsolado. Ni todo el dinero que tenía, ni las propiedades que poseía a lo largo y ancho del país, ni tan siquiera la absurda colección de coches de lujo que yacían, en silencio, en el garaje, pudo evitar la pérdida de la mujer de su vida; como antes tampoco pudo evitar la de su madre en la lejana Kansas.

En esos pocos días que habían pasado desde que enterró el cuerpo sin vida de Megan hasta ese mismo instante, había tenido momentos de negación absoluta, como los que sufrió en la morgue cuando fue a identificar el cuerpo de Megan. El duelo lo había llevado desde la desesperación incontenible, rayando en la ira, en aquel tugurio en el que se encerró durante varios días, hasta los atisbos de negociación con los que recuperó la conciencia en aquel cuarto de baño, en los que pretendía hacer "tratos" internos con los que encontrar una salida a ese caos.

Casi en modo automático, un avión lo traería a una casa vacía, llena de recuerdos, rodeada de lujos, pero sin la calidez necesaria para poder llamarla hogar.

Las horas pasaban y el recuerdo de ella volvía a hacerse presente en cada mueble de aquella habitación, en cada objeto que había comprado para crear una vida en común alrededor de esas cuatro paredes. En cada esquina que había servido de apoyo para dar rienda suelta a su pasión y había sido testigo del haberse entregado el uno al otro.

El sexo se había convertido en algo que ocurría sin previo aviso, sin preparaciones u horarios. Igual daba que fuera de buena mañana, justo antes de marcharse a trabajar, en los baños de un restaurante de comida rápida, en los largos baños nocturnos en la piscina o en su mullida cama, entre almohadones, que les servían para experimentar todos aquellos actos que la imaginación les pedía.

Los gemidos eran de placer. Los gritos, provocados por potentes orgasmos; y el sudor, por intensas sesiones amatorias que ponían a prueba su condición física.

 Llegaron a conocerse tan íntimamente que con un solo gesto sabían lo que el otro le pedía. La comunión entre el amor y el deseo se entrelazaba como lo hacen los dedos de las manos, sin dejar resquicios en el que no hubiera confianza plena.

Megan era ayudante del Fiscal de Distrito de San Francisco. Tenía una memoria privilegiada que reforzaba su papel dentro de la fiscalía. Un diccionario con patas, como la definía el propio fiscal, Richard Tripplebaum. Un hombre con profundas raíces familiares en la judicatura y con un sentido del honor fuera de toda duda. Para Megan era el ejemplo perfecto en el que mirarse. La preparación de los juicios eran obras de arte que ya estudiaban en las universidades locales. Y Megan tenía gran parte de culpa en eso. Era capaz de recordar con milimétrica precisión los detalles, fechas y jurisprudencias de cada uno de los casos que eran dignos de estudiar. Hacían el complemento perfecto en la sala de juicios. No en vano, su récord de juicios ganados en los últimos años eclipsaba a cualquier otro fiscal en Estados Unidos.

Meg, reconocida en su mundillo, era una opinión con la que todos contaban y respetaban. Había conseguido atesorar toda la experiencia de una vida en pocos años, y eso la llevó al estrellato de su profesión. Su amigo el fiscal llegó a decir que en pocos años tendría que buscarse otro trabajo, y no porque ella quisiera el puesto, sino porque cada día era más visible su peso en los casos.

Defendía con pasión y atacaba con la certeza de alguien que ha estudiado todas las posibilidades y sabe extraer la verdad entre todos los subterfugios que utilizan los abogados defensores. Su altura, de jugadora de baloncesto universitaria, la hacía destacar entre casi todas las mujeres, que la miraban con envidia, y de la mayoría de los hombres, que lo hacían con admiración. Su sola presencia, además de girar cabezas, comenzaba a inclinar la balanza de la Diosa Justicia hacia su lado.

Los acusados, intimidados por su verborrea y su imponente cuerpo, no eran capaces de sostener la mirada, mientras que eran atrapados en sus propias incoherencias hasta confesar la verdad. Quienes la conocían decían de ella que era un verdadero animal de juzgado donde con maestría hacía suyo el dominio de las situaciones más enrevesadas. Sus compañeros, incluido el propio fiscal, solo podían sentarse y admirar cómo iba a destrozar a su siguiente víctima.

Pero en el día a día de la pareja, sus respectivas profesiones, muy cercanas en lo aparente, pero totalmente diferentes en el fondo, no importaban en absoluto. Eran Meg y Hun. Dos treintañeros que disfrutaban la vida con intensidad.

Su mente se fue al día en que salieron a cenar con su socio. Rick Richmond, Ricky para todo el mundo, y su esposa Dawn Rupper. Era un abogado corporativo brillante. Se licenció con honores en Derecho corporativo y Administración de empresas en la Universidad de Lawrence, como Hunter. Mientras que Ricky se especializó en la creación de empresas, en resolver disputas legales y hacer cumplir la ley a las empresas que representaba, Hunter adoraba las fusiones y adquisiciones.

Tenían muy claro que trabajarían juntos; los años de universidad los habían hecho inseparables. Confiaban el uno en el otro y compaginaban sus especializaciones a la perfección. Con un poco de suerte consiguieron suculentos contratos en su primer año en California. Dos graduaciones summa cum laude, en el mismo año y especialidad, nunca había sucedido en la historia de los Estados Unidos y fue la mejor carta de presentación al exigente mundo laboral californiano.

 Al salir de Lawrence, Ricky se casó inmediatamente con su novia de toda la vida de la que estaba profundamente enamorado, y tuvieron casi seguidos cuatro traviesos hijos que adoraban a tío Hunter.

Ricky le presionaba para que encontrara alguien con quien compartir la vida; mas allá de algún encuentro esporádico de una noche, no había llamado a su puerta la mujer que lo doblegaría.

La pareja llegó con antelación a Mayfield Bakery & Café en Palo Alto y pidió sendas copas de vino mientras esperaban a su socio. A Hunter le gustaba aquel lugar porque hacían el mejor pollo asado con puerros derretidos, papas crujientes y berros de todo el estado, que era uno de los platos que preparaba su madre, aunque sus platos eran más contundentes y la presentación menos elaborada. Otro rasgo que lo transportaba a Kansas era el olor, que siempre presidía el lugar, a pan recién hecho, que lo acomodaba y mecía como si estuviera en la casa de la colina. Las estanterías hasta el techo mostraban cestas de mimbre con diferentes tipos de pan del que nunca te hartabas.

Hunter los vio entrar en el salón y se levantó para ir a su encuentro. Los saludó con la efusividad de tantos años de relación y con las mismas bromas que cuando estaban en la universidad. No sin antes admirar el vestido que lucía espléndida Dawn.

—¡Quita de en medio, zalamero! No creas que no la he visto nada más llegar. – Su marido no sabía a lo que se refería, pero cuando Hunter se hizo a un lado y tomó de la mano a aquella mujer que, con un elegante vestido negro y zapatos y bolso rojos, destacaba entre todas las demás, se quedó embelesado y perplejo.

—Cierra la boca que vas a mojar el suelo con la saliva, bobo. —Le advirtió a su marido mientras se acercaba a Megan y le daba dos besos como si la conociera de toda la vida.

—Soy Dawn, querida. No sabes dónde te has metido. Estos dos, cuando se juntan, se creen dos universitarios de segundo año. Y te puedo asegurar que siguen haciendo las mismas tonterías. No sé cuándo van a madurar. – Se giró, negando con la cabeza, y besó a su marido para demostrarle que aun así lo quería como el primer día.

El resto de la velada, Megan demostró por qué su novio la admiraba tanto. Exhalaba autenticidad e inteligencia emocional para saber desenvolverse en cualquier circunstancia. Sabía adaptarse con rapidez a cualquier escenario, pero, sobre todo, su naturalidad arrasaba. En ese pequeño espacio de tiempo entre las presentaciones y ordenar el primer plato, había dejado a los chicos rendidos a sus pies y había construido una complicidad exquisita con Dawn, a la que le cedía todo el protagonismo. Dawn era un alma libre; como buena sureña, no tenía filtro y soltaba sus ocurrentes chistes sin pensar en las consecuencias. Entre las dos llevaron las riendas de las conversaciones que se sucedían, una tras otra, hasta altas horas de la madrugada.

Admitió en su foro interno, y con profunda tristeza, que aquel día fue la velada ideal. De esas que ya no podrían repetir. Se anotó en la memoria que les debía una explicación. No había hablado aún con Ricky y mucho menos con Dawn.

La última vez que los vio fue en el entierro, donde se les veía profundamente afectados por la pérdida de una amiga, querida y admirada. Empero, sobre todo, por cómo había sucedido y las evidentes consecuencias que provocaría en ‘Tío Hun’.

















Capítulo 5

Megan prefería quedarse en la ciudad, y no hacer una hora de camino, aquellos días que el trabajo no le permitía terminar temprano. La joven tenía un apartamento de su propiedad en San Francisco donde podía descansar. Su remanso de paz lo llamaba.

Aquellos días, después de pasar por las preguntas banales terminaban subiendo de tono sus conversaciones hasta terminar siendo tórridas sesiones de sexo telefónico. Era una forma, placentera y desenfadada, de deshacerse de todas las preocupaciones acumuladas durante el día. 

Megan, abierta a experimentar, tenía un par de ayudantes en el primer cajón de la mesita de noche a los que recurría en esos momentos, mientras Hunter ponía la voz y la imaginación, para que su novia disfrutara el momento.

A veces, en aquellos días en que la voz no bastaba, prendían las cámaras de sus dispositivos móviles y se excitaban viendo cómo el otro se proporcionaba placer.

Estaban de acuerdo que no era exactamente lo mismo que piel contra piel, pero las noches que pasaban separados eran un recordatorio de lo que los unía: risas, susurros y una conexión que parecía inquebrantable.

Esa noche la llamada se vio interrumpida por lo que él creía que era una voz de hombre y un ruido seco que dejó en silencio la línea. Hunter remarcó, pero el teléfono de Megan ya no daba señal. Quiso autoconvencerse de que se habría quedado sin batería, y que solo había sido el sonido de la televisión de fondo, pero algo oscuro crecía con fuerza en su interior y que no podía ignorar. 

Saltó de la cama, se vistió y rápidamente tomó el Mercedes negro para ir a verla. De camino, alertado por la falta de contacto, llamó a su socio que vivía en el mismo barrio para pedirle que fuera a comprobar que todo iba bien.

Cada minuto que pasaba sin recibir respuesta era una losa de ansiedad que le oprimía el pecho. Recordó que años atrás, metido en un coche, camino de su casa, tuvo la misma sensación. Quiso descartar la negatividad de su mente, pero el peso de los antecedentes envolvía en tenebrosas brumas aquel viaje.

Cada kilómetro que recorría lo acercaba más a Megan, pero también a un miedo que crecía con cada segundo. Los recuerdos de su risa, de su voz, se mezclaban con imágenes que su mente no podía evitar conjurar: escenarios oscuros, imposibles, pero que ahora parecían demasiado reales.

A aquellas horas las carreteras semivacías le permitieron pisar el acelerador. El cortisol le provocaba dificultad para respirar y una angustiosa necesidad de comprobar que su amada estaba bien. Ingresó en las desiertas calles de San Francisco, dirección a Mission Bay: Una zona en desarrollo con edificios modernos, vistas al mar y, muy próxima al estadio Oracle Park, sede del equipo de béisbol, los San Francisco Giants. Era un barrio ideal para quienes buscaban un estilo de vida urbano y sofisticado, precisamente lo que pedía Megan. Pero en esos momentos el apartamento parecía que estaba en Anchorage, Alaska.

Ingresó en la Tercera desde King Street, muy por encima de la velocidad legal, dejando a su izquierda Oracle Park. Un inusual cordón policial bloqueaba el acceso, identificando a cada persona que llegaba. Llegar al apartamento sería imposible. Dejó el coche aparcado ante una boca de incendios y corrió hacia la esquina. 

Las brillantes luces azules de los coches policía continuaban girando e iluminaba el número 100 de Channel Street enfocando sl triste protagonista de la función de esa noche. Hunter sintió que sus piernas flaqueaban, pero el impulso de llegar a Megan lo empujó hacia adelante. Cada paso era una lucha contra el peso de la realidad que se cernía sobre él. Identificó en la puerta del edificio a su socio y su esposa hablando con dos mujeres policías que tomaban notas en sus libretas.

El desgarrador grito de Hunter resonó en la noche como el de un animal herido de muerte. El ruido alertó a Ricky que observó a su amigo caer de rodillas bajo el peso de la evidencia. Corrió hacia él, mientras Dawn, a menor ritmo, le seguía llorando desconsolada. 

Le abrazaron con fuerza, como queriendo compartir el terrible peso con que la realidad se empeñaba en castigarlo.

—¡No puede ser, otra vez no! — repetía, mirando a los ojos a su amigo, como buscando que todo aquello fuera un mal sueño.

—¡Quiero verla, por favor! ¿Puedes acompañarme a verla, Ricky, por favor? —imploró entre sollozos.

—No podemos subir, Hunt. La policía no nos lo permite. Tienen el área cerrada. —

Su socio comenzó a relatarle lo sucedido queriendo expulsar de su interior esos momentos de impotencia vividos.

—Vinimos tan pronto nos avisaste. Aprovechamos la salida de un vecino para colarnos, ya que por el telefonillo no nos respondía. Subimos y golpeamos la puerta muchas veces, no puedo recordar cuantas. Nadie nos abría. Escuchamos gritos ahogados que nos parecieron provenir del interior e intenté echar abajo la puerta por todos los medios a mi alcance, ¡te juro que lo intenté con todas mis fuerzas, pero esas malditas puertas son blindadas! Mientras tanto, Dawn llamó a la policía. Vinieron enseguida, Hunt. No nos dejaron entrar y nos acompañaron a la calle. —

La desesperación con la que relataba lo ocurrido dejaba en el aire un halo de profundo sentimiento de culpabilidad que no ocultaba. Se miraba las manos culpándolas por mostrarse impotentes para poder salvarla. Todas esas horas de gimnasio, pádel y clases de bicicleta estática no habían servido para nada.

Hunter se zafó del abrazo y comenzó a correr. Hicieron falta 10 agentes para reducirlo y otros 10 minutos para tranquilizarlo. Por su seguridad, lo habían esposado y lo introdujeron en un coche patrulla para aislarlo de entorno.

Hunter se recostó en el duro asiento trasero y se encogió, haciéndose un ovillo, queriendo encontrar esa posición fetal que le proporcionara la protección que le faltaba. Repasaba una y otra vez lo que había sucedido, intentando encontrar respuestas que aliviaran su dolor. Todo en vano.

La tenebrosa oscuridad se filtraba, aviesa, torturándolo con la imagen de las dos mujeres de su vida. Se azotó con la idea de que algo terrible se cernía sobre él y sobre todo aquel que osara acercarse.

Esa misma noche, había terminado de leer ‘Los hermanos Karamazov’ como en una macabra broma del destino.  Las palabras de Dostoyevski resonaban en su mente como un eco interminable: 'el sufrimiento de no poder amar.' Hunter se veía a sí mismo atrapado en ese infierno, no como un lugar físico con fuego y castigo eterno, sino como una parte indivisible de la condición del alma humana, incapaz de proteger a quienes amaba, condenado a una soledad que él mismo había creado.

Se imaginó a sí mismo como el protagonista involuntario de esa situación. Si amar era la esencia de la vida, él se generó ese sentimiento de culpa por no haberla salvado. Si tan siquiera hubiera vuelto a la ciudad para compartir la cama esa noche, nada de esto hubiera pasado.

Su mente no estaba gestionando bien las señales que el entorno le estaba enviando. Estaba perdiendo la capacidad de reconocer la verdad de lo sucedido; convencido de su culpabilidad, se afligía con la imagen de verse castigado en una espiral de aislamiento, desesperación y autodestrucción que se había convencido de que merecía.



Lejos de la ciudad, las sombras de las ramas desnudas se extendían sobre las paredes de la cabaña, proyectando formas que bailaban con la brisa nocturna. La luna llena inundaba el lugar, creando lagos de nívea claridad que se extendían bajo los claros del bosque. El detective John Greer respiraba el aire fresco del bosque; el aroma de la vegetación despejaba su mente. Jugaba a identificar cada tonalidad que le llegaba a la nariz. Los tonos dulzones y balsámicos de la resina de los árboles. El frescor del musgo y los hongos que crecían al cobijo de estos. La tierra mojada con miles de hojas caídas que se descomponían en el suelo. Llegó a educar su nariz para saber identificar la estación del año por el tipo de olores que estaban presentes.

Desde la muerte de su esposa llevaba una vida tranquila, solitaria, casi espartana.

Vendió su casa en la ciudad y se trasladó a la cabaña en las colinas de Phleger Estate, en Woodside, en el condado de San Mateo, donde recibía visitas esporádicas de un puñado de ciervos, algún que otro esquivo zorro y un hermoso ejemplar de puma que solo lo había visto una vez. Los únicos vecinos permanentes eran una familia de juguetonas y hambrientas ardillas, y algún que otro conejo que buscaba refugio debajo de la vetusta choza.

El lugar había pertenecido a su familia desde que un antepasado se lo adquirió a los españoles, a principios del siglo XIX. La zona fue declarada parque natural y fue expropiada por interés público. Como única excepción le permitieron conservar la cabaña bajo la promesa de no venderla o alquilarla. 

Amaba la naturaleza; era donde se aislaba del ruido exterior, tras algún que otro caso complicado que tuvo en su carrera. Su mujer, que le conocía bien, aceptaba de buena gana las incomodidades del lugar.

Era meticuloso hasta la obsesión. Observador de lo invisible y conocedor de todo aquello que pudiera ayudarle en la búsqueda de la verdad. Su amplia experiencia lo hacía ser un activo muy destacado y respetado entre sus compañeros. Su celebrada capacidad de ir dos pasos por delante de los demás lo hacía progresar en los casos mucho más ágilmente que otros.

Lo sacó de sus pensamientos una vetusta radio que crepitaba con urgencia que, a duras penas, se podría decir que había sido creado en este siglo.  La voz metálica y algo distorsionada le informaba que un coche iba de camino para recogerlo. Las ordenes había llegado directamente de la oficina del comisario jefe. No podían darle más información.

La segunda hora del nuevo día se acercaba en el reloj de pared que avanzaba sin piedad hacia la madrugada. Se colocó unas botas de montaña y comenzó a descender la colina con paso firme, casi conociendo de antemano dónde debía aterrizar cada pie y poner cada mano. Mientras descendía no pudo abstraerse de las ideas que le revoloteaban desde que había recibido el aviso.

En unos minutos llegó a la caseta del guarda, al que saludó por su nombre.

—Buenas noches, Sam. ¿Qué tal está tu mujer? — preguntó al fornido guarda.

—¿Qué tal, señor Greer? Regular. Esa maldita piedra se ha declarado en rebeldía y no quiere salir. —respondió con la alegría de recibir visita en un lugar que siempre parecía muerto. —¿Trabajo?

—Eso parece, mi estimado amigo. Ahí viene mi transporte; parece que hoy no quieren que conduzca. — respondió señalando a las luces que se aproximaban por la inhóspita carretera. —Envíale mis mejores deseos a tu esposa. Y tú deja de zamparte una caja de donuts rellenos todas las noches. Cualquier día hay que derribar la caseta para sacarte de ella.

—Es el aburrimiento, señor Greer. Las noches se hacen eternas aquí. ¿Volverá antes de que termine mi turno? — preguntó con la esperanza de ver a alguien para conversar un rato y quitarle minutos al reloj.

—No sé muy bien para lo que voy a estas horas a la ciudad, pero sabiendo que viene de arriba tendré suerte si vuelvo en una semana. Te traeré una cesta de fruta fresca para que te distraigas y no eches a perder más ese corpachón. 

El vigilante reía divertido mientras el detective abría la puerta del coche y se aventuraba en su interior.

Randy Dillon, su eléctrico ayudante, con una capacidad innata para aprender y que daba sobrada muestra de su inteligencia, había jugado de running back en los UCLA Bruins. Su padre, policía de la vieja escuela, le había inculcado su amor por el servicio. Después de terminar sus estudios de criminología, ingresó en la academia, ascendiendo, en tiempo récord, a oficial.

Sus celebradas persecuciones, que protagonizó siendo cadete, fueron ampliamente comentadas en las televisiones locales. En la era de que todo el mundo tiene un smartphone era relativamente fácil que siempre hubiera alguien grabando. Delincuentes, sin saber a quién se enfrentaban, intentaban escapar a la carrera, siendo placados y esposados en segundos. Se ganó el apodo de 'Sweetness Cop', en honor a Walter Payton, el mejor running back de la historia de la NFL.

—¿Sabes algo de lo que pasa, Randy? —preguntó intrigado a su ayudante mientras lo miraba fijamente.

Su ayudante, con gesto serio, conducía con la vista fija en la serpenteante carretera. Después de tomarse unos momentos de reflexión, le confesó a su jefe lo que sabía.

—Inspector, tengo malas noticias. — La mente de John Greer exploró las posibles implicaciones de esas palabras. La imagen de algún compañero del cuerpo o alguien muy cercano a su círculo eran las opciones que atesoraban más peso. Con tan pocos datos era imposible saberlo. En su mente se acumulaban nombres por los que rezaba para que estuvieran bien. Haciendo gala de paciencia le dio el tiempo necesario al joven para que procesara las palabras necesarias para soltarlo. 

—Es Megan, inspector. Megan Williams, la ayudante del fiscal—reprimiendo un amago de llanto que llevaba reprimiendo desde hacía muchos minutos.

La cabeza del detective, en modo analítico, comenzó a procesar lo que acababa de escuchar.

En segundo plano, el hombre, el que vivía solo en una cabaña llena de fantasmas, sentía crecer en su interior una furia incontrolable, un grito silente que, no ahora, pero que amenazaba con desbordarse en cualquier momento. El resto del viaje se mantuvieron en un silencio revelador. Cada uno procesaba por separado la incredulidad y la ira. El dolor y la pena Emociones humanas que por muy profesionales que fueran terminaban por encontrar salida. 

El detective comenzó a repasar su relación con Megan, a la que conoció en una visita sorpresiva a la comisaría. Llegó después de comer, con tono amable y educado preguntando en el control por él. Con su apariencia de top model y una clase innata provocó un revuelo en el edificio que sus consecuencias durarían semanas. Los jóvenes cadetes se arremolinaban tras la puerta de cristal, observándola desde un lugar discreto. La sargento de guardia la hizo pasar a una sala de interrogatorios y lo avisó.

Cuando abrió la puerta, la encontró sentada en la silla que le permitía tener visión directa a la salida.

«Bien jugado, ¿quién demonios es esta señora que quiere controlar la situación? «Inteligente decisión colocarse de cara a la puerta y de espaldas al cristal».

En la mesa desplegados meticulosamente una serie de informes y fotos en orden cronológico los observaba con atención.

—¡Comandante John Greer! Encantada de conocerle, finalmente. Es toda una institución en el cuerpo. Mi jefe le tiene en alta estima. —dijo en tono adulador, poniéndose de pie y extendiendo la mano.

En ese momento descubrió que, sin tacones, le sacaba más de dos palmos.

—Inspector, si no le importa, aún no me he ganado los galones, ni creo que lo haga nunca, ¿señora…? —contestó, esperando a que la chica que le miraba desde una altura considerable y le ofrecía una sonrisa que iluminaba la habitación le dijera su nombre.

—Perdone, inspector. Soy Megan Williams, de la oficina de fiscal. Hemos hablado un par de veces esta semana. He avanzado en el caso del violador del metro y quisiera consultar sus notas para comprobar un par de datos.

La sala tras el cristal unidireccional nunca había estado tan llena de gente sin nada que hacer. Los pasillos, en otros momentos un continuo ir y venir de uniformados, permanecían en un silencio sepulcral.

La calma llegó hasta la oficina del comisario, que intuyó que algo pasaba.

Highwater, con su enorme bigote y un carácter que helaba la sangre hasta el mismísimo Belcebú, abrió la puerta de su despacho y vio cómo un cabo empujaba al que lo precedía para entrar en la sala oscura. Avanzó por el largo pasillo hasta llegar a la habitación. Entró y observó lo que sucedía.

 El grito resonó hasta en la isla de Alcatraz; si hubiera podido, habría enviado allí a todos aquellos mirones. Desde la puerta comenzó a apuntar el número de placa a medida que salían, aterrados, y convencidos de que habían perdido su trabajo.

En el otro lado del cristal, Megan se preguntaba qué estaba sucediendo, confundida. Greer intuyó que habría una charla, subida de tono, al final del turno. Highwater no era de los que dejaban pasar las cosas. La semana anterior suspendió de empleo y sueldo a un sargento, con 25 años de experiencia, por simular un lanzamiento a canasta desde el otro lado de la habitación y celebrarlo con un gesto soez. 

De reojo observaba a la visitante que había osado revolucionar su comisaría. Después se ocuparía de ello.

—Debo pedirle disculpas, creo que su visita ha revolucionado un poco a los cadetes. No están acostumbrados a que nos visite una mujer tan… alta como usted. —Aunque no debe preocuparse —dijo Greer, tranquilizando a la fiscal. —Ha llegado el ogro y se los ha comido a todos.

Sonrieron sabiendo a lo que se refería John. Megan nunca le había dado importancia al revoloteo a su alrededor; sabía apañárselas. Pero descubrió en su contertulio a alguien inteligente, atento y, por su tono de voz, conciliador y calmado.

—Pero lo que más me llama la atención de usted —continuó hablando el veterano policía— son los colores de su heterocromía central. Debo admitir que es la primera vez que veo en el mismo par de ojos el color verde y el azul. —Cambiando de tema y esquivando la situación de manera elegante.

—¡Oh, gracias! Supongo. Debo admitirle que de pequeña era motivo de mofa. Después crecí por encima de mis compañeros, y dejaron de meterse conmigo. ¿Sabe, inspector? Crecí en un pueblo de Alabama, rodeada de 4 hermanos mayores, que me enseñaron que, o era la primera en zurrar, o tendría que aguantar burlas durante toda mi vida. Y funcionó. Aunque no sé decirle si fue por mis certeros golpes a la mandíbula que arreaba sin preguntar, o que mis 4 hermanos, más altos y fuertes que yo, también estaban en el mismo colegio. El caso es que en el instituto pasé de ser una patilarga con ojos de gata a ser parte del equipo de baloncesto y lo de mi heterocromía pasó a ser un tema secundario. —

Megan fue una bocanada de aire fresco en la fiscalía, y en la vida del detective. En ocasiones le comentó que habría sido una magnífica policía, como demostró en incontables ocasiones después de aquel día.

 La relación entre ambos se cimentó en el respeto mutuo, pero fue derivando en algo personal, casi familiar. Greer terminó considerandola la hija que nunca pudo tener. Mientras que Meg lo trataba casi como un padre. Le pedía consejo, cobijo y hasta algún abrazo, de vez en cuando. La chica vivía en una inhóspita ciudad, sola, y sin nadie que le sirviera de refugio en momentos complicados.

Decenas de casos y cientos de horas analizando la información crearon un vínculo de confianza que nada lo podría destruir.

Randy conducía con destreza por las desiertas carreteras que daban acceso a San Francisco. Dejó que su jefe procesara el impacto de la noticia. Era costumbre no comentar nada de un crimen antes de verlo. Con esto conseguía no crear un escenario ficticio y falaz que los llevara a evaluar mal las pruebas. Solo pedía los datos generales y poco más.

Mientras se acercaban al lugar, Greer cerró los ojos y dejó su mente en blanco, intentando alejar todo aquello que lo perturbaba.


El inspector Greer llegó a la escena, nunca había estado en el apartamento, pero sabía de su existencia. En segundos se hizo la composición mental del escenario que tenía delante, entre luces azules y decenas de uniformados recopilando información de vecinos.

Se acercó con paso lento y pausado a un Highwater que le esperaba con la misma cara de desabrido de siempre. A veces, dudaba de si había recibido la capacidad de reírse que teníamos los demás. No obstante, con él siempre había sido cortés y lo escuchaba con verdadero interés, tomando en cuenta su opinión.

—John, siento haberte levantado de la cama, pero el mismísimo fiscal del distrito ha pedido que seas tú quien lleve el caso. — le sorprendió el tono con el que se le dirigió. — si necesitas mas recursos dímelo. Nos ha dado acceso a una cuenta de gastos ilimitada.

«¡Caramba! Si resulta que tiene corazón» Pensó. Era la forma que tenía de decirle que lo sentía. 

—Muchas gracias jefe. De momento quiero ver la escena y sacar mis propias conclusiones. — le replicó con el mejor tono conciliador que pudo reunir.

Le dio la mano y le volvió a sorprender cuando cubrió el saludo con su mano izquierda.

Vio a Hunter en el coche patrulla y se acercó a los agentes que lo custodiaban y les pidió explicaciones. Acto seguido, abrió la puerta y se dirigió a él.

—Hunter, ¿estas bien? Siento muchísimo tu pérdida, nuestra pérdida. Te aseguro que daremos con quien lo haya hecho. Te voy a explicar lo que va a pasar. Por protocolo y por tu seguridad estas esposado para evitar que te hagas daño. Ahora te vamos a llevar a comisaría. Te daremos algo de beber. Espérame allí. Iré tan pronto como me sea posible. —

No sabría decir si le había oído o no, pero lo miró con esos ojos vacíos de alguien que está en shock.

El trayecto en el coche patrulla apenas duró dos minutos. Lo seguía de cerca el coche de su socio que intentaba contactar con algún abogado penalista que lo asistiera lo antes posible.

El edificio era un bloque de apartamentos moderno y atractivo. Dos alas que se extendían paralelamente desde el cuerpo central dejaban un espacio abierto en el centro que formaba un patio en el que destacaba una piscina iluminada con luces LED.

Las áreas comunes eran un lugar bien cuidado. Sus paredes de mármol rojo le daban un toque clásico y exclusivo. Se alegró al percatarse de que todo el recinto parecía estar vigilado por un circuito cerrado de cámaras.

—Randy… —dijo, interrumpido inmediatamente por su ayudante.

—Las he visto, pediré que el portero nos dé las grabaciones de las últimas 24 horas. — contestó mientras tomaba la radio y daba las órdenes pertinentes.

El ascensor, con un enorme espejo en la pared del fondo, daba impresión de ser más grande de lo que realmente era. La velocidad con la que subía asombraba. En segundos, llegaron a la cuarta planta donde los recibieron más policías que custodiaban el escenario. Nadie entraría o saldría del edificio sin ser visto.

—¿Habéis rastreado las zonas comunes? —¿Desde el garaje a la azotea? —preguntó el subinspector antes de recibir las órdenes de su jefe.

—Sí, señor. Tengo a mis chicos repartidos por todo el edificio. Estamos cotejando a todo aquel que quiere entrar o salir del edificio con un listado que nos ha proporcionado el administrador. —Informó diligente el sargento Ford con su característica voz ronca y grave. Por ello, muchos en el cuerpo le llamaban Colombo, cosa que no le importaba lo más mínimo.

—¡Gracias, Ford! Espero que le vaya bien a tu hijo en UCLA. Llámame si necesitas algo. —

—¡Muchas gracias, inspector! Le va muy bien. Parece que sus consejos no cayeron en saco roto, que es donde suelen acabar los míos.

John le puso la mano en el antebrazo y continuó camino por el pasillo de la derecha. Observó que había una cámara en cada extremo del pasillo. Sacó las gafas del bolsillo interior de su chaqueta y se las señaló a su ayudante para que localizaran la grabación.

La puerta del apartamento estaba allanada, muy probablemente con un pesado ariete que percutió con fuerza contra los goznes que la anclaban al marco. Observó con detenimiento cómo habían saltado las zonas de anclaje de las cerraduras, por lo que dedujo que la puerta estaba cerrada por dentro. Por allí no pudo salir el asesino.

Se detuvo en el umbral y observó el interior mientras un agente le ofrecía un cubrezapatos de poliolefina, guantes de nitrilo y un gorro para recoger el escaso pelo que le quedaba. Completaba el vestuario una bata que le ayudó a ponerse.

Entró en el apartamento evitando las zonas de paso con la intención de no contaminar pruebas. Dividió mentalmente la habitación en cuadrículas y comenzó con un ritual que había ensayado, perfeccionado y preparado durante años. Los errores de juventud le enseñaron a valorar su trabajo, por eso la metodología era crucial para no machacar posibles pruebas. Todo el que trabajaba con él sabía de la importancia del método.


«A mi izquierda, una pequeña cocina, abierta al salón y separada de este por una península de mármol blanco. Delante de esta, un par de banquetas altas se disponen perfectamente alineadas delante del voladizo que crea la encimera. Cada utensilio parece estar en su lugar correcto. En el taco imantado de los cuchillos no parece faltar ninguno. En la pila, una taza de té a medio terminar y un plato con un cuchillo entre migas de pan y algunas mondas de manzana. No están fijados al fondo los sedimentos del té. Las mondas mantienen el brillante tono verde de las manzanas que están en el frutero».

—Son los restos de la cena de esta noche. Toxicología debe confirmar el contenido de su estómago. —dijo en voz alta para que el subinspector lo apuntara.

Pasó al salón y observó cada mueble, cada objeto de decoración, cada espacio que no mantuviera el lugar en perfecta armonía. Conocía a Megan y no habría permitido nada fuera del orden establecido en su cabeza.

Sobre la mesa de centro, su portátil, abierto y apagado. A su lado, una agenda. Revisó la hoja por la que estaba abierta y comprobó que le faltaban los últimos tres días.

—Que revisen la agenda en busca de huellas. —Faltan hojas —ordenó.

Colgado en el perchero, el bolso negro, de tamaño considerable, que solía llevar al trabajo, con un vistoso borlón rojo que identificaba el lado en el que estaba la cremallera. Lo revisaría después.

«Las ventanas del salón están cerradas desde el interior. La puerta que da acceso a la terraza también».

Frente al portátil, el sofá tenía un cojín apoyado contra el reposabrazos y el asiento estaba sin mullir.

Se la imaginó entrando en casa y soltando el bolso. Tomando algo ligero de cena y recostándose en el sofá. No había zapatos en el suelo, por lo que dedujo que antes habría tomado una ducha.

Completó la cuadrícula y se presentó delante de la puerta del aseo. La abrió, tomando el pomo por un extremo, y comprobó que el lavabo estaba seco. La tapadera bajada y la toalla no tenían indicios de haber sido usadas. Incluso el rollo de papel higiénico era nuevo.

Dio un par de pasos a su izquierda y se presentó ante el dormitorio. La impresión fue inmediata. Desde su posición solo podía ver la puerta de la terraza, una mesita de noche revuelta y el lado izquierdo de la cama. Sobre ella, una mujer. Sobre ella, Megan Alexandra Williams, de Tuscaloosa, Alabama.

Había pasado antes por casos que lo pusieron a prueba con una implicación personal, pero aquel sabía que lo llevaría al límite. Solo deseaba con todo su ser que fuera capaz de cerrarlo en tiempo récord.

Respiró profundamente y avanzó con la determinación que le daban los años de experiencia y la profunda convicción de que aquello lo hacía por ella.

A su izquierda, la puerta que daba a una coqueta terraza con un par de tumbonas y una mesita auxiliar. Empujó la puerta y se abrió sin dificultad.   Al hacerlo, cayeron al suelo unas hojas dobladas varias veces que la mantenían cerrada.

Fue desdoblándolas hasta tenerlas abiertas. Tomó unas bolsas de pruebas del bolsillo de la bata e introdujo cada hoja en bolsas individuales.

«Tengo dos bolsas. «Falta una hoja».

El sonido de un motor sonaba incesante en algún lugar de la habitación.

Sobre la mesita de noche, una lámpara tumbada enfocaba directamente a la cama. A su lado, un bisturí con el mango azul de Swann-Morton y unos alicates quirúrgicos. Sobre una bandeja de acero inoxidable, unos anillos unidos todavía a los dedos y un par de pendientes con lo que apostaría que eran sendos lóbulos. A un lado, un taladro, marca Strykers, que parecía no haber sido usado.

Las terribles imágenes que se le agolpaban en la cabeza le provocaron unas náuseas que pudo controlar en el último momento. El dolor le oprimía el pecho al imaginar el intenso sufrimiento que tuvo que soportar.

Encima de la cama, el cuerpo sin vida de Megan, tapado con una sábana de poliéster aluminizado, permanecía como testigo inmóvil de la más absoluta barbarie. La retiró con cuidado y dejó al descubierto la obra de un auténtico psicópata.

Todo lo que segundos antes había imaginado quedó a la altura de una inocente charla de Shirley Temple con la mula Francis. Tanto ensañamiento debía tener un motivo, pero el autor solamente podía ser indigno protagonista de una despreciable película gore.

El cuerpo yacía en decúbito supino con las extremidades atadas a las cuatro esquinas de la cama por cinchas de velcro. Sobre la almohada, a su lado, un martillo descansaba ensangrentado como espectador y ejecutor de la barbarie en la que había participado.

«Esto no es algo al azar. Es un acto totalmente premeditado».

No llevaba ropa, excepto por una camiseta de los 49ers, cortada longitudinalmente, que dejaba al descubierto todo su cuerpo. En un acto de pérfido exhibicionismo, el asesino había dejado todos sus otrora encantos a la vista, como en una exposición pública de una snuff movie. Pero no se conformó con ello; la depravación lo llevó a traspasar el límite del sadismo extremo para alcanzar lo que nunca había visto. 

Pero sí leído. 

Definir tales actos de barbarie solo podía ser descrito bajo el prisma de un nuevo idioma. Palabras de nuevo cuño que fueran hasta donde una imaginación sana no querría llegar. Recordó entonces cómo Anthony Burgess acuñó el término 'ultravolencia' en 'La naranja mecánica' y le pareció dolorosamente adecuada, o cómo 'snufar' era utilizada para reflejar la violencia y la brutalidad mediante la inmersión en un mundo con un nuevo lenguaje en la mente del protagonista.

«¡Alex debe probar de nuevo su 'Ludovico'! Pero esta vez no tendrá un final feliz».

La rabia se volvió incontenible. Las lágrimas asomaron sin remisión de sus ojos, recorriendo los surcos de su envejecido rostro hasta desaparecer cuello abajo.

Recomponiéndose mínimamente, la miró a la cara. Su rostro, casi irreconocible por los golpes recibidos, expresaba con claridad el intenso sufrimiento al que fue sometido. Sus inimitables ojos de dos colores habían llorado sangre, dejando un copioso río de líquido vital abandonando el cuerpo a su suerte. Las profundas laceraciones en forma de siete de la cabeza, posiblemente provocadas por el mazo, dejaban al descubierto el cuero cabelludo. Rogó a Dios que uno de esos golpes la hubiera dejado inconsciente.

En la boca, una mordaza BDSM que le habría impedido gritar. Se acercó, y observó sobrecogido que le había cortado las comisuras de los labios, con milimétrica precisión, hasta el hueso de la mandíbula inferior, dejando aquel bello rostro cercano a una masa informe de colgajos de carne. No había visto tanto destrozo en una cara desde aquella desaparición del turista que fue encontrado con un tiro en el pecho, parcialmente devorado por unos zorros en Mount Diablo.

Los pechos estaban intactos, pero entre ambos nacía un profundo corte hasta el esternón, que bajaba hasta el ombligo, dejando las vísceras a la vista entre un mar de sangre y órganos.

De su vagina sobresalía un vibrador, de generosas dimensiones, que seguía imperturbable haciendo el trabajo para el que fue concebido.  

«No solo quiso matarla, quiso mandar un mensaje fuera de toda duda»

Rodeó la cama y en el suelo encontró el teléfono móvil de Megan roto en mil pedazos, que logró identificarlo por su característica funda en la que aún se podía leer "Audemus jura nostra defendere". 'Nos atrevemos a defender nuestros derechos'. Que, aparte de ser el lema de su estado natal, Alabama, era la forma en la que entendía la vida.


Se giró y entró en el cuarto de baño. El contenido de la cesta de la ropa sucia había sido esparcido por el suelo. Parecía que había estado buscando algo por la dispersión de las prendas. Enumeró mentalmente lo que vio. 

«Un par de toallas, pelo y cuerpo. Un pantalón con abotonadura doble y una chaqueta tipo crop de color negro, una camisa blanca con botones dorados. Un sujetador negro de encaje. Ni rastro de las braguitas.».

—Avisa a los forenses, y que busquen la ropa interior. —logró decir, con voz trémula, y exhausto por el terrible episodio que acababa de vivir. Ya habría sido un crimen atroz sin conocer a la víctima, pero este le aportaba esa componente emocional que no estaba muy seguro de poder superar.










Capítulo 6

El zumbido eléctrico del fluorescente no cesaba, como un testigo implacable de su aislamiento. Seguía un patrón, o al menos eso creía Hunter. Llevaba horas observándolo, siendo el único motivo que lo ataba a la realidad. Tres destellos cortos eran seguidos por tres largos, para repetir con otros tres cortos. Permanecía encendido unos segundos y volvía a comenzar un nuevo ciclo.

«S.O.S.»

Él, la víctima de una tragedia devastadora, ahora yacía en esa celda fría y anodina, esposado como si fuera el culpable. Entre sueños y realidad, volaba hasta el techo del cubículo para verse, allá abajo, en un estado semicatatónico, tumbado en una cárcel ocupada por el hombre equivocado.

«¿Y si realmente he sido yo quien ha acabado con su vida y no lo recuerdo?»

Su mente se hallaba en ese limbo entre la realidad y lo imaginario, pidiendo auxilio a gritos sordos y ahogados, en espacios estancos donde creaba personajes que moldeaba a su antojo para perpetuar su dolor.

El tiempo se partía en fragmentos de un vacío infinito que Hunter llenaba con fantasmas de su pasado. El aire tenía un gusto metálico que no podía sacarse de la lengua. Miró de nuevo al fluorescente y permitió que el parpadeo llenara su mente de imágenes: Megan sonriendo, Megan hablándole, Megan amándolo, Megan escapándose entre los dedos y, finalmente, un silencio demoledor.

Megan muerta, su madre enterrada, aquellas subyugadoras esposas que lo desconectaban de una realidad que no seguía los patrones establecidos, se mezclaban en un mar de imágenes y voces que no podía acallar. Las frías paredes parecían contraerse, oprimiendo sus pensamientos, comprimiéndolos y finalmente siendo liberados, como torrentes incontenibles de dolor por los poros de su piel.

Las frías paredes de azulejos blancos fueron el contenedor perfecto donde aislar a su personaje, débilmente hilado con los recuerdos de libros leídos que alguna vez lo habían impactado. Ahora su alter ego era el triste protagonista de ‘El guardián entre el centeno’, afectado profundamente por la muerte de su hermano menor. Al igual que Holden, Hunter se sentía atrapado en un mundo que no entendía, un lugar donde la muerte y la pérdida eran ecos interminables. Solo que su Phoebe no estaba allí para salvarlo, y el vacío que eso dejaba se extendía como una grieta en el suelo por el que caía hasta las catacumbas de la locura interior.

A ratos tomaba constancia de donde se encontraba y la aflicción volvía a expresarse en forma de llanto desconsolado y recuerdos que jamás tendrían una continuación. Su vida pasó de un apasionante punto y seguido a un devastador punto y aparte de la manera más abrupta y desgarradora posible.

«Por favor, Megan. Llévame contigo. «Sin ti esta vida no tiene sentido».


El sonido de los cerrojos de la celda lo sacó parcialmente de su estado.

A unos cientos de metros de aquella celda, el detective Greer observaba desde el exterior la estructura del edificio. Las fachadas exteriores eran rectas, sin salientes que permitieran ser escalados. Volvió al patio y observó la quietud del agua de la piscina por unos momentos.

—¿Cómo demonios has salido? —se preguntó en voz alta, intentando comprender cómo había podido escapar sin ser visto.

Detrás suyo, su joven ayudante observaba atento la estructura, buscando las grietas por las que poder escalar y pasar desapercibido. No en vano, una de sus aficiones, inyectada en vena por su novia Alexandra, era la escalada.

—¡Quizá tenga la respuesta a su pregunta, inspector! —dijo desprendiéndose de la chaqueta y remangándose la camisa.

Sin tiempo a que el detective preguntara, se aproximó a una de las esquinas que forma el cuerpo central con una de las alas del edificio. Era una zona de penumbra. Las luces que iluminaban los caminos a los portales no llegaban a los rincones.

Tomó carrerilla, saltó y puso un pie en la pared de su derecha, que le sirvió de apoyo para impulsarse como un resorte hacia su izquierda. Con la agilidad de un gato, apoyó su pie izquierdo en la pared que tenía delante y volvió a impulsarse, esta vez, hasta el voladizo de la terraza del primer piso.

Greer lo observaba asombrado, con una mezcla de incredulidad y sorpresa. Hacía movimientos involuntarios como queriendo ayudar a su compañero a seguir ascendiendo por la fachada.

Randy elevó su cuerpo, girándolo hacia el lado derecho y colocando un pie a la altura de sus manos. Tomó impulso y agarró con fuerza la baranda de acero inoxidable que coronaba el balcón. En milésimas de segundo saltó al interior del balcón del primer piso. Limpiándose las manos, se subió al pasamanos y saltó para agarrar el saliente del segundo piso. Repitió los movimientos y volvió a aterrizar en el balcón de la segunda planta.

—¡Es suficiente, Spiderman! Si hubiera sabido que trabajaba con un superhéroe, me habría informado antes de tus habilidades. — Halagó al muchacho que comenzaba a descender con la misma destreza con la que subió.

—Inspector, lo que acaba de ver no es algo extraordinario. Diría que puede, con un poco de entrenamiento, que lo pueda hacer usted con los ojos cerrados.

La frase no sonó como un halago, sino con la necesidad de que su jefe comprendiera lo poco extraordinario que era lo que acababa de presenciar.

—Un poco de destreza y la noche hizo el resto. Si observa aquella zona, los setos le han proporcionado una vía directa a la puerta de entrada o al garaje, por el que ha podido salir sin ser visto. Me apuesto lo que usted quiera a que la cámara que enfoca a la puerta del garaje no funciona.


Greer agradecía la ayuda del subinspector en esos momentos de espesura y pesadumbre. Su mente se había quedado en esa habitación intentando procesar de manera correcta toda la información que había acumulado. Solo le venía a primer plano una pregunta.

 «¿Por qué tanta saña?»

—Volvamos a la comisaría. Tenemos mucha información que procesar—John, se giró y comenzó a notar el peso de los años sobre sus hombros en forma de responsabilidad. Pensativo y compungido, comenzó a andar hacia el coche con la convicción de que daría con ese animal y lo encerraría para siempre en una celda.

Su ayudante, por el contrario, lamentaba que en California existiera una moratoria para las ejecuciones de las condenas a muerte desde 2019. Vivir en un estado progresista era uno de los inconvenientes que tenía. Aunque no sabría cómo reaccionaría si en algún momento lo tuviera en el objetivo de su arma. Mejor sería que no le dieran la oportunidad para comprobarlo. Megan se merecía justicia, mas no venganza.

Al llegar, el comisario Highwater les había habilitado una amplia sala en la primera planta que normalmente era utilizada para ruedas de prensa y actos internos. Habían trasladado sus mesas y las habían colocado frente a frente, rodeadas de pizarras de corcho y un par de cristaleras con soporte para crear mapas mentales de las pistas a seguir.

Greer quedó gratamente sorprendido. Era algo que había pedido en incontables ocasiones y que, unas veces el presupuesto y otras el espacio, habían impedido obtener.

«Nada como que te llame el mismísimo Fiscal de Distrito de San Francisco para que sientas tu culo peligrar», pensó mientras observaba a Highwater. Seguro que toda aquella exhibición de recursos se traduciría, más pronto que tarde, en la obligación de obtener resultados, sin saber que la memoria de Megan era suficiente incentivo para que diera lo mejor de sí mismo.

—¿Dónde está Hunter? —Quiero hablar con él —ordenó con voz serena a la sargento que le habían asignado para que le ayudara.

—Está en una celda, esposado y parece que tranquilo —dijo con voz temerosa.

—¡Cómo se os ocurre mantenerlo esposado, por Dios bendito! ¡Acaba de perder a su novia de una manera que no podéis imaginar!

La sargento María del Carmen Meléndez era una mujer menuda, de facciones agradables y mirada inquisitiva, pero en aquel momento, con los nervios a flor de piel. Greer sabía que había obtenido muy altas puntuaciones en los cursos de capacitación, pero quería que supiera desde el primer momento cómo se iba a trabajar en esa oficina.

—Que lo lleven a la sala de interrogatorios, le quiten las esposas y le den algo de comer y beber. En 10 minutos iré a verle.

Las pizarras comenzaron a llenarse de fotos que criminalística estaba sacando en la escena del crimen. La tecnología permitía recibir en comisaría, de manera automática, las fotos que estaba haciendo científica. Dos impresoras fotográficas se alternaban para sacar a todo color el escenario de una carnicería. Algunas fueron colgadas por Randy en la pizarra, otras fueron directamente a una carpeta de cartón marrón para formar parte del dosier. A intervalos escribía en la parte superior de los cristales la línea temporal con los datos que tenían ahora mismo en sus manos.

Highwater, además de la sargento Meléndez, había enviado a una secretaria, Millie Moore, que tenía a gala su eficiencia delante del ordenador y su discreción a la hora de manejar material sensible, y dos agentes que destacaban por sus dotes investigadoras, Dough y Collins. Ambos hacían una pareja perfecta. Mentes analíticas, que complementaban sus estudios ampliando sus capacidades.

En apenas unos minutos, la eficiencia del subinspector había creado la cámara de los horrores perfecta con todo el historial fotográfico. Al girar las pizarras de corcho, dejó a todos los presentes paralizados observando el mayor acto de locura que habría perpetrado un humano en la ciudad de San Francisco en décadas.

Millie salió de la habitación, directa al cuarto de baño para echar la cena. Meléndez hacía de tripas corazón y se distrajo ojeando un papel en blanco, esperando a reponerse del primer impacto.

Dough y Collins se acercaron a las fotos y comenzaron a indagar en busca de pistas.

Greer, al observar las caras de sus subordinados, creyó conveniente ofrecerles unas palabras:

—Vosotros sois muy jóvenes, y lo que os voy a contar podrá parecer cuentos de viejos, pero San Francisco tiene una larga historia marcada por crímenes notorios y horrendos. —hizo una pausa para enfatizar lo que iba a decir—: Siendo un cadete de tercer año, participé en la búsqueda infructuosa de uno de los asesinos más recordados en la ciudad. Os sonará el caso del asesino del Zodiaco, un criminal que aterrorizó el área de la Bahía en los años 60 y 70. Pudimos confirmar 5 asesinatos y dos intentos fallidos. Pero lo que más nos traía de cabeza eran las enigmáticas cartas que enviaba a los periódicos, alardeando de haber matado a 37 personas. Aunque nunca pudimos capturarlo, y creo que no lo haremos, sigo conservando en mi memoria este caso con la oculta aspiración de conseguir desentrañarlo. — El inspector había conseguido captar la atención de su equipo.

—Otro evento impactante que mi mente recuerda vívidamente fue el asesinato del alcalde George Moscone y el supervisor Harvey Milk en 1978, a manos de un exsupervisor de la ciudad, Dan White. Este doble asesinato conmocionó a la ciudad y al país, no solo por la violencia, sino también por el simbolismo: Milk fue el primer político abiertamente homosexual elegido en California, y su muerte marcó un punto de inflexión en la lucha por los derechos civiles en este país.

En su memoria se abrió la imagen de la controversia que generó el posterior juicio.

—Fue condenado por homicidio voluntario a 7 años de cárcel en lugar de asesinato premeditado, del que no habría salido de prisión, lo que desató los famosos disturbios de la Noche Blanca. La sentencia originó una marcha pacífica desde el distrito de Castro hacia el Ayuntamiento que se tornó violenta. Los manifestantes destrozaron ventanas, quemaron coches patrulla y causaron daños significativos al Ayuntamiento. En respuesta, la policía realizó redadas en bares del distrito Castro, lo que intensificó aún más las tensiones. Y sí, el Distrito Castro ya era conocido como uno de los primeros y más emblemáticos barrios LGBTQ+ del mundo. Recuerdo que Harvey Milk tenía su tienda de cámaras en Castro, siendo un hombre respetado. Siempre pensé que fue el primer mártir de la comunidad gay, expuesto a la opinión pública, que realmente cambió las cosas después de ser asesinado. En Estados Unidos somos capaces de las mayores hazañas, pero cuando nos ponemos a hacer algo mal no hay quien nos gane.

 Las palabras de alguien con tanto bagaje a sus espaldas fueron un ejemplo de resistencia para todos.

—Lo que veis detrás vuestro es algo difícil de describir. Todos sabéis que conocía a Megan. Podría decir que fue como hija para mí, pero no lo diré. Seremos todo lo profesionales que el caso nos exija. Escudriñaremos cada detalle independientemente de acordarnos de la persona. A partir de ahora será una desgraciada víctima a la que le debemos justicia y a la familia reparación. —

El sentido de admiración creció alrededor de ese hombre delgado, en sus últimos años de servicio y que acababa de crear un aura de profesional a su alrededor.

—Y ahora a trabajar. Quiero la localización del teléfono móvil del novio triangulado al milímetro de las últimas 12 horas. Revisad todas las cámaras de seguridad del edificio donde asesinaron a la víctima de la última semana. Quiero detalle de todo aquel que entró o salió del lugar. Necesito el historial de llamadas de Megan y de Hunter. El novio para el que todavía no lo conozca. Quiero que investiguéis a Hunter Brooks, Rick Richmond y Dawn Rupper. Quiero que os pongáis en contacto con la fiscalía y le pidáis los casos en los que trabajaba y en los que había intervenido, de una u otra manera, desde que llegó a San Francisco. El fiscal os dará acceso a todo lo que pidáis. Si os encontráis con algún impedimento, decídmelo y se lo pediré yo mismo. Su novio también es abogado; hablad con su socio para que os dé acceso a sus casos por si encontramos algo. —Miró a todos a los ojos y les pidió: —Quiero que seáis meticulosos. No deis un paso sin afianzar el anterior. Nos miran muchos ojos y muchos nos pueden hacer la vida imposible. Si yo no estoy, el subinspector Dillon será quien dirija desde aquí la investigación. Primer paso. Señorita Millie, quiero que vaya a la cámara oscura y transcriba inmediatamente el interrogatorio que voy a hacerle al novio. Subinspector, quiero que espere unos minutos y entre en la sala. Pongamos a sudar al joven.

Greer avanzó hacia la sala de interrogatorios, con su andar firme y decidido. Pero al llegar a la puerta, se detuvo. Por un instante, el recuerdo de Megan inundó su mente. La veía frente a él, sonriendo, con esa energía inquebrantable que siempre había mostrado. Ahora, esa imagen estaba destrozada, reemplazada por las fotografías que se exhibían de alguien que no era Megan. Un dolor profundo recorrió su pecho, pero lo apartó con un esfuerzo consciente. Cerró los ojos, inhaló, exhaló y empujó la puerta. No podía permitirse el lujo de flaquear.

La sala de interrogatorios estaba envuelta en penumbra, iluminada solo por el frío resplandor de una lámpara que colgaba directamente sobre la mesa metálica. El ambiente olía a café de máquina y a sándwich de queso y jamón. Ambos sin tocar. Hunter, con las muñecas aún marcadas por las esposas, mantenía la mirada baja. Sus ojos, rojos e hinchados, reflejaban el abismo en el que se encontraba. Greer entró con calma, dejando que el ambiente hablase antes de decir nada.

El detective arrastró la silla frente a Hunter y se sentó, apoyando los antebrazos sobre la mesa con un movimiento metódico. No dijo nada al principio; simplemente lo observó. Sabía que el silencio era una herramienta tan poderosa como cualquier pregunta. Su mirada era serena, aunque dura, como la de un hombre que sabía lo que estaba en juego.

El avejentado policía dudó por un momento que Hunter se hubiera percatado de su presencia. Respiró profundamente y dejó caer la pesada carpeta sobre la mesa metálica, provocando un estruendo que rebotaba por los rincones de la habitación. El chico, ensimismado en sus propios pensamientos, no hizo ningún gesto ante el ruido inesperado.

—Espero que te hayan tratado bien mis compañeros. —dijo a modo de disculpa. —¿No te apetece un poco de café? El bocadillo te sentará bien. No sabía lo de las esposas; no obstante, estabas muy nervioso y era la única manera que teníamos de evitar que te hicieras daño.

Greer había pasado años interrogando sospechosos, testigos, culpables. Sabía cómo leer a una persona, cómo encontrar fisuras en sus relatos. Pero mientras observaba a Hunter, hundido en su dolor, su método calculado se tambaleó. No veía las señales de un hombre que escondía algo. No veía vacío, ni distancia, ni una historia ensayada. Veía un ser humano desmoronado. Por un segundo, se preguntó si su trabajo, si todo su esfuerzo, realmente servía de algo ante la magnitud de lo que había perdido ese chico. Pero luego se recompuso, reajustó su postura y continuó. No había espacio para distracciones.

El joven se balanceaba en su asiento repitiendo con voz monótona palabras ininteligibles. Greer se acercó un poco más y tocó el brazo de Hunter, que inmediatamente paró el movimiento.

—Hunter, —comenzó Greer con voz grave pero serena, inclinándose ligeramente hacia adelante— quiero que sepas algo antes de que empecemos. Yo no creo que hayas hecho esto.

Hunter levantó la cabeza lentamente; al reconocer a John, su rostro mostró una mezcla de alivio y escepticismo. No dijo nada.

—Pero no basta con que yo crea —continuó Greer, golpeando ligeramente la mesa con el bolígrafo para marcar cada palabra—. Necesito estar seguro. Por ti, por Megan y por encontrar al monstruo que hizo esto. ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí —murmuró Hunter, su voz apenas un hilo.

Greer asintió y abrió la carpeta por su foto y el carné de conducir, y repasó unas notas antes de hablar de nuevo. En ese momento fue interrumpido por la sargento Meléndez, que le traía unos papeles. Repasó con detenimiento el informe antes de hablar de nuevo.

—Vamos a empezar con lo básico. Según las pruebas, estabas en tu casa cuando comenzó tu llamada con la señorita Williams. Eran las 10:17 p.m., y los registros de tu móvil confirman que seguiste triangulado por las mismas torres hasta las 11:29 p.m. que terminó la llamada. ¿Es correcto?

—Sí, eso creo. —Las horas no sabría confirmarlas —respondió Hunter, esta vez con más firmeza, aunque sus manos temblaban sobre la mesa.

Greer notó el gesto, pero lo dejó pasar. Era un hombre metódico, y sabía que presionar demasiado en el momento equivocado podía desmoronar a Hunter.

—Hablábamos por teléfono —comenzó a hablar Hunter de pronto, como si aferrarse a ese recuerdo pudiera estabilizarlo. Ella… ella sonaba bien. Estaba feliz. Normal. Luego escuché… no sé, algo, y la línea se cortó. Intenté volver a llamarla, pero no contestó.

Greer lo observó con intensidad, buscando cualquier signo que pudiera contradecir sus palabras, pero todo lo que veía era un hombre roto, en ningún caso un asesino.

—¿Habéis discutido últimamente, Hunter? ¿Hubo algo que pudiera haberle preocupado o molestado? —preguntó Greer, no porque creyera que era relevante, sino porque sabía que necesitaba cubrir todos los ángulos.

—No, nunca —respondió Hunter con rapidez, su tono elevándose ligeramente. La amaba. —¡Yo nunca…! —Su voz se quebró, y bajó la mirada, luchando por contener las lágrimas.

El silencio inundó la sala por un momento que parecía eterno, roto solo por el leve sonido del bolígrafo de Greer repiqueteando sobre la mesa.

—Lo sé, señor Brooks. Pero necesito que me ayude a entender todo lo que pasó. Cada detalle, por insignificante que parezca, puede ser crucial. ¿Recuerdas algo inusual en sus llamadas últimamente? ¿Alguien que pudiera haberl asustado, o alguna actitud diferente?

Hunter negó con la cabeza, pero el gesto fue inseguro, como si estuviera dudando de su propio recuerdo.

—No lo sé —dijo finalmente, con un tono de desesperación. Solo… quiero que la encuentres. Quiero que encuentres a quien le hizo esto.

En ese momento, la puerta de la sala se abrió de golpe. Randy Dillon entró con pasos firmes, irradiando una energía que contrarrestaba la calma metódica de Greer. Su presencia cambió instantáneamente la atmósfera.

—Inspector, ¿me permite intervenir? —preguntó Randy, con un tono que no esperaba respuesta.

Greer asintió y se reclinó hacia atrás en su silla, dejando que su joven ayudante tomara el relevo. Lo había enseñado bien; entró en el momento justo.

—Hunter, —comenzó Randy, colocando ambas manos sobre la mesa—, lo que quiero es que sea completamente honesto. Por tu bien y por la señorita Williams. Mire, todos queremos lo mismo aquí, pero si hay algo que esté ocultando... algo que no haya dicho... este es el momento de soltarlo. No habrá otra oportunidad.

El joven parpadeó, confundido, por el repentino cambio de tono. Sus manos comenzaron a temblar.

—Ya… ya lo he dicho todo —murmuró, su voz débil.

Randy golpeó la mesa con la palma de la mano, suficiente para provocar un leve sobresalto en Hunter.

—¡Todo! —repitió Randy, inclinándose hacia él. ¿Alguien nuevo en su vida que tú no conocieras? ¿Algún mensaje extraño? ¿Algo que ahora te parezca fuera de lugar? ¿Por qué se quedó en San Francisco hoy?

—¡No había nadie! ¡Ella me amaba! —Acabábamos de tener una sesión de seco telefónico, por Dios —exclamó Hunter, golpeando la mesa con ambas manos, dejando caer su cuerpo, derrotado y hundido—. ¡Nunca la habría lastimado! ¿Qué más quieren que diga?

Randy observó a Greer, quien cerró los ojos; daba por cerrado el interrogatorio. Finalmente, Randy dio un paso atrás, cruzándose de brazos.

—Inspector, creo que tenemos lo que necesitamos —dijo Randy antes de dirigirse hacia la puerta.

Greer se inclinó hacia adelante en su silla, dejando escapar un largo suspiro. Sabía que Hunter no era culpable. Las pruebas apuntaban a su inocencia, pero su profesionalidad le exigía seguir cuestionando.

—Vamos a hacer esto juntos, Hunter —dijo finalmente, levantándose de la silla y rodeando la mesa—. Voy a encontrar al responsable, te lo prometo. Pero necesito que te mantengas fuerte. Megan te necesitaría fuerte. Esa verdad, tu verdad, es lo que necesitamos para seguir adelante.

Hunter lo miró con los ojos llenos de lágrimas, pero ahora también con algo más: fe.

Greer colocó una mano firme sobre su hombro antes de salir de la sala. Sabía que el verdadero trabajo estaba allá afuera, en las pistas, en las pruebas que todavía no habían sido revisadas. Pero al mirar una última vez a Hunter, se recordó por qué hacía lo que hacía. Era más que un caso; era una promesa.

—Podrás irte en cuanto te recompongas un poco. Haré que uno de mis chicos te lleve a casa.

Bajó la voz y le anunció:

—Tengo que informar a su familia inmediatamente, Hunter. Merecen saberlo cuanto antes. Os avisaré cuando podáis ir a identificar el cadáver. Siento que sea un trámite por el que haya que pasar obligatoriamente.

Hasta ese momento no había caído en que su familia dormía plácidamente en un pequeño pueblo de Alabama sin saber nada de lo ocurrido. No tenía la menor idea de cómo gestionar la noticia. 

Megan no hablaba mucho de su familia. En las contadas excepciones en que aceptaba comentar algo, se entristecía al pensar que había crecido en una sociedad profundamente machista y racista. Su madre, la matriarca con una influencia tremenda en toda la familia, dictaba las normas con las que conducirse por la vida. Le advirtió que era una mujer de tremendo carácter con la que chocaba continuamente y que no se tomaría bien la raza de su novio. En cuanto tuvo la mínima oportunidad, huyó de aquel entorno tóxico hacia mejores lugares donde progresar.

Siempre sospechó, en su foro interno, que la familia de Meg se había negado a conocerlo. Hace unos meses estaban organizando unas vacaciones en su ciudad natal. Las costumbres en un japonés, aunque fueran en parte, eran la base de su sociedad, y presentarse como es debido a la familia política era parte fundamental de las buenas formas. De un día para otro había cambiado los billetes con dirección a las cataratas del Niágara, viajando a Ontario, Canadá.

Todavía tendría que reunir las ganas suficientes para enfrentarse a una llamar a casa y explicarles a su lo sucedido. Los necesitaba cerca como nunca.

Greer abandonó la sala con el convencimiento de que ese interrogatorio sirvió para cubrir el expediente y revestirlo de la oficialidad que debía sustentar el informe. Conocía a la pareja, y salvo sorpresa extraordinaria, Hunter no era el culpable de absolutamente nada. 

Caminó lentamente por el pasillo, alejándose de la mirada de los demás. Finalmente, apoyó ambas manos en la fría pared y bajó la cabeza. No podía dejar que lo viesen así, pero tampoco podía ignorar la sensación que lo invadía. Megan estaba muerta. Hunter estaba destrozado. Y él... él debía atraparlo. Atraparlo, antes de que el mundo siguiera girando y olvidara que alguna vez existió.













Capítulo 7

Amanecía en un mundo que parecía haber perdido el brillo del día anterior. La vida en la ciudad se mantenía en un inestable equilibrio entre la mitad de la población que se levantaba para engañar a la otra media que intentaba impedirlo, sabiendo que, en el mejor de los casos, al día siguiente el cazador podría pasar a ser el ratón. Aunque normalmente el que nacía cazador moría cazando, y el roedor acabaría enterrado. Alimañas de dos piernas campaban a sus anchas, mezclándose invisibles con personas que apretaban el paso para llegar a sus quehaceres diarios, niños que correteaban alrededor de sus madres y vehículos conducidos sin mucho afán, con el piloto automático, para llegar a sus tediosos destinos.

El detective Greer llevaba 20 minutos luchando contra el impacto emocional que le provocaban las fotos colgadas en las pizarras, intentando quitar las sucesivas capas de ruido que impedían que se revelara la verdad oculta, en un intento de filtrar la brutalidad y encontrar el propósito detrás del caos.

El profundo sinsentido que presidía cada detallada imagen era ampliamente rebasado por la siguiente. Cada fotograma, ejemplo del horror en un estado primario, casi animal, le lanzaba a la cara fragmentos de vida arrancados de la vida de su querida sureña. A ratos tenía que cerrar los ojos y evadirse de todo aquello por unos segundos.

Con cada iteración, la mente de Greer se perdía en un laberíntico lugar del que parecía no tener salida. Esas fotos eran la representación de alguien a quien conoció, valoró y protegió, ahora reducido a mera evidencia.

Había algo en esa desordenada mezcla de sangre, vísceras y órganos que no terminaba de encajarle.

La impresora comenzó a expulsar hojas que se iban acumulando en la bandeja superior. Randy se desperezaba delante de su mesa, queriendo expulsar el cansancio, o al menos darle una patada hacia delante para poder continuar en el juego. Se deslizó sobre la silla, como un patinador, hasta la impresora. Tomó los documentos y volvió haciendo el recorrido inverso.

—Es el informe preliminar del forense. —dijo, comenzando a ojear lo mollar del documento.

El inspector ya sabía lo que le diría el informe, pero verlo traducido al negro sobre blanco le daba ese plus de realidad que había estado evitando. Certificar que ya no volvería a ver a Megan entrar en la comisaría, que ese aire despreocupado tan característico iba a ser una de las cosas que lo obligaran a abrazar el retiro como la forma más evidente de encontrar la paz.

Randy saltó de la silla y puso el informe en la impresora para sacar una copia en acetato. Recién salida, solía soplar el plástico transparente aun sabiendo que no servía de nada. Colocó la copia con cuidado en el retroproyector y lo prendió. La sala dio la impresión de sumirse en una profunda oscuridad cuando realmente había ocurrido lo contrario. Nunca era agradable leer ese tipo de cosas de un difunto, y menos si era un conocido. Pero lo peor de largo era el informe de un niño.

Informe Preliminar de Autopsia

Fecha: 2025/04/10 Hora: 04:16 Médico forense: Dr. Brenan Víctima: Megan Alexandra Williams Edad: 28 Lugar del hallazgo: Apartamento en 100 Channel Street, San Francisco

I. Estado del cuerpo al momento del hallazgo:

La víctima se encontraba en decúbito supino, con extremidades sujetas mediante cinchas de velcro a las esquinas de la cama.

Presentaba múltiples lesiones traumáticas en el rostro y la cabeza.

Existencia de una mordaza BDSM ajustada en la boca, con cortes milimétricos en las comisuras labiales extendidos hasta la mandíbula.

Profunda laceración desde el esternón hasta el ombligo, con exposición de vísceras.

Inserción de un objeto en la cavidad vaginal al momento del hallazgo, el cual seguía activado.

Presencia de fragmentos de uñas bajo las cinchas, lo que indicaría intentos de liberación por parte de la víctima.

II. Causa probable de la muerte:

Traumatismo craneoencefálico severo debido a repetidos impactos con objeto contundente, compatible con el mazo encontrado en la escena.

Signos de insuficiencia respiratoria posiblemente agravada por la mordaza.

Hemorragia interna masiva producto de las laceraciones abdominales.

III. Análisis toxicológico:

No se detectan sustancias narcóticas ni sedantes en el organismo de la víctima.

Niveles elevados de cortisol en sangre, indicando una respuesta extrema al estrés y al dolor.

IV. Hora estimada de la muerte:

Basado en la temperatura corporal y la rigidez cadavérica, la muerte se habría producido entre las 10:30 p.m. y 11:15 p.m., en línea con la interrupción de la llamada telefónica.

V. Evidencia relevante para la investigación:

Muestras de tejido tomadas de las uñas de la víctima.

Pequeñas lesiones en las muñecas sugiriendo forcejeo.

ADN en la mordaza y en el objeto vaginal, en proceso de análisis.

Fragmentos de piel encontrados bajo las uñas de la víctima, en análisis para posible identificación del agresor.

Ausencia de ropa interior en la escena, lo que podría indicar manipulación posterior al crimen.


—¡Ave María Purísima, líbranos de todo mal!  ¡Dios tenga en su gloria a esta pobre chica! —oró la sargento Meléndez al terminar de leer el informe.

—Perdone mi atrevimiento, sargento. ¿Es usted creyente? —preguntó, disculpándose por tratar temas tan personales.

—Inspector, mi familia es de Zacatecas, México. Allá la cultura y las tradiciones tienen un importante componente religioso, católico, por supuesto. Es lo que he mamado desde que nací. Aunque no soy practicante, si es a eso a lo que se refiere.

El equipo se tomó un momento para escuchar la conversación.

—¿Sabe…? —comenzó haciendo una pequeña pausa— Yo también lo era. Creyente, me refiero. Recé mucho, muchísimo cuando enfermó mi esposa. Iba a diario a la iglesia de San Pedro y San Pablo en North Beach. La comunidad italiana es allí muy numerosa. Mi esposa era de ascendencia italiana y pensé que sería más directa la conexión. Sin intermediarios. Encendía velas, rezaba a todos los santos del cielo. A San Judas Tadeo cuando la enfermedad llegó a un límite imposible. A San Camilo, patrón de los enfermos. A San Cosme y San Damián para que la curaran, a San Sebastián para que la cuidara. Hasta llevaba una medalla de San Rafael Arcángel, al que se le suponen poderes curativos. ¡Hasta le prometí que iría a la mismísima Roma, visitaría las más de 900 iglesias que alberga la ciudad y encendería una vela en cada una de ellas! — Suspiró y continuó.

—Nada sirvió. Empezó entrando en una profunda depresión que la mantenía dormida casi todo el día. Después, una insuficiencia respiratoria leve y un progresivo debilitamiento muscular. Los últimos días, le llegó la temida disfagia, lo que la llevó a que la tuvieran que sondar para comerse un simple puré de verduras. Desde ese momento a entrar en cuidados paliativos pasaron dos largos meses de verla convertirse en casi un vegetal. ¿Sabe usted cómo se soporta ver atrofiarse las extremidades hasta posturas imposibles? —Volvió a respirar profundamente, cerrando los ojos.

—Fue cuando volví a la iglesia… y le pedí al Todopoderoso que se la llevara. Que no la hiciera sufrir más. Que la acogiera en su reino, y todas esas cosas en las que un día crees y al siguiente te das cuenta de que son cuentos para mantener entretenidos a incautos como yo. Sobrevivió 28 días después de mi última visita. Fueron tantas horas sentado en una silla viéndola degradarse conectada a máquinas que la mantenían con vida que no he vuelto a recordarla tal y como era antes de caer enferma. Solo me queda el recuerdo de un cuerpo deforme consumiéndose en una cama de hospital y una bonita lápida en Holy Cross Cemetery a las afueras de Colma.

—¡Siento mucho su pérdida, inspector! Yo perdí a mi madre de cáncer de endometrio metastásico en hígado y huesos. No fue nada agradable. Pero Dios, el único y verdadero, me reconfortó en esos duros momentos. —contestó abriendo su corazón a los presentes.

—¡El único y verdadero! —le respondió a la sargento mientras reunía las palabras para seguir contestando. ¿Sabe usted, sargento Meléndez de Zacatecas, México?, ¿cuántas deidades han nacido el 25 de diciembre? Yo se lo diré. Horus en el antiguo Egipto. Dios del cielo y la luz, cuyo nacimiento se celebraba en el solsticio de invierno. Nació 3000 años antes de que la virgen María le dijera al carpintero que iba a ser madre, pero no de él. Ya sabes, el tema de la paloma y esas cosas. Seguimos con Krishna en la India; siendo el octavo avatar de Vishnú, fue venerado como el preservador del cosmos cinco siglos antes del año 1. Apolo de Roma. Relacionado con el renacimiento de la luz en el festival de Natalis Solis Invicti. Y que probablemente vendría de Mitra entre Persia y Roma, dios solar cuya festividad coincidía con el solsticio de invierno. Como puedes ver, mi estimada compañera, las religiones han sido actualizaciones de otras más antiguas y menos reconocibles. Más paganas y relacionadas con festividades alrededor del solsticio de invierno. Algunas han sido enterradas por el tiempo y otras, como la religión católica, supieron entender que, sin el poder, el dinero, pero sobre todo, el temor a la ira del Supremo, no sería posible perdurar por siglos. —

Se levantó con energías renovadas y señaló las fotos de Megan mientras miraba a los ojos a todos y cada uno de los que estaban en la sala.

—¿Dónde está la obra de Dios en estas imágenes que nos martillean el alma hasta verlas rotas en añicos por el suelo? —sentenció con la rotundidad que le proporcionaba el dolor.

El silencio se adueñó de la sala, firmando sentencia por unanimidad.

—Vayamos a casa a ducharnos y a descansar un rato. Nos vemos aquí a mediodía. Mientras tanto, me reuniré con el fiscal Richard Tripplebaum.

Hunter dormía en la planta superior gracias a las benzodiacepinas recetadas por Alicia, que lo atendió esa noche por petición de Ricky. Alicia, además de trabajar de interna en Kobayashi, había terminado sus estudios de medicina en la Universidad de Salamanca años atrás, pero su incapacidad de aprender inglés de manera fluida y los problemas para convalidar su título la lanzaron a tener que trabajar de lo que podía. Con su inglés atropellado y caótico le informó que el Lorazepam le ayudaría a reducir la ansiedad y facilitarle un largo y reparador sueño, pero que podía crear adicción si se tomaba por costumbre.

Ricky, levantado desde el amanecer, había comenzado a gestionar las respectivas agendas de trabajo para liberarlas hasta nueva orden. Afortunadamente, el bufete se podía autogestionar por unos días sin que nadie echara en falta la presencia de los socios fundadores.

Había llegado la hora de llamar a la familia de Hunter para que pudieran acompañarlo en estos momentos.

Su reloj marcaba las 09:24. En Kansas serían casi las once y media de la mañana. Llamó al teléfono móvil de Nathaniel; como de costumbre, su padre tendría el dispositivo sin batería encima de cualquier mueble de la casa. Dejó aviso de que le devolviera la llamada, aunque dudaba que alguna vez escuchara el buzón de voz.

 Llamó a su hermano, Michael. Comunicaba. También lo predijo. Era un hombre extremadamente ocupado. Buscó en su agenda el número de Mary Ann y marcó. Aún no había llegado el teléfono a su oreja y escuchó la voz cantarina de la esposa de Michael.

—Señor Rick Richmond, ¿a qué debo el honor de su llamada? No me digas que has vuelto a dejar embarazada a la pobre Dawn. Te advierto que no me volverás a convencer para que sea madrina de tu próximo hijo. Con Ricky Jr. mi cuota de amor de tía está cubierta. Hazte ya esa maldita vasectomía y deja a mi amiga en paz. Ya sabes que la adoro, y lo pasa muy mal en cada embarazo. ¿Y tú, no vas a decir nada?

El silencio en la línea fue definitorio.

—Os he reservado un vuelo privado. Hunter os necesita. Saldréis de Herington en cuanto lleguéis. Os mando un coche a la casa de la colina.

No hicieron falta explicaciones; Mary Ann entendió que no era el momento para pedirlas. Los siguientes minutos fueron de una actividad frenética en Council Grove. Solo saber que un Hunter estaba en problemas activó todos los mecanismos para dejar sus vidas en pausa para acudir en su ayuda. En menos de una hora, Mary Ann esperaba impaciente a su suegro y a su esposo, le había dado tiempo de preparar unas pequeñas maletas de viaje preparadas y con los nervios desbocados, que la hacían dar vueltas por la casa como si la estuvieran persiguiendo. Los gemelos se quedarían con sus padres para que los mimaran como solo unos abuelos pueden hacer.

El vuelo salió de Herington con más dudas que certezas, pero con la convicción de que Hunter no estaría solo.


La oficina del fiscal de distrito de San Francisco estaba en el Ayuntamiento de la ciudad. Llegar al centro era un ejercicio de paciencia que exasperaba a Greer, adaptado a caminar por el bosque en vez de por las abarrotadas calles del primer mundo. Un bedel lo esperaba para acompañarle a la sala donde el fiscal lo esperaba. Siempre le impresionaban las amplias escaleras marmoleadas de techos artesonados de altura imposible que daban acceso a una segunda planta de corte clásico y diseño institucional con espacios para reuniones, áreas de trabajo para fiscales y personal administrativo, y salas destinadas a la revisión de casos legales. Al fondo de un largo pasillo, una placa anunciaba que entrabas en territorio Triplebaum. Tras las altas puertas de dos hojas, una secretaria lloraba desconsolada en su mesa; el mismo bedel que lo acompañó le abrió la puerta del despacho y lo anunció sin más protocolos.

Greer se detuvo un instante frente a la puerta. Sabía que lo que estaba a punto de discutir con Tripplebaum no iba a traer consuelo, sino más presión, más exigencias y, probablemente, más frustraciones. Respiró hondo, dejó atrás cualquier rastro de duda y entró con paso firme. El caso necesitaba respuestas. Y él era el encargado de responderlas.


El fiscal miraba por la ventana, observando el armónico baile que los transeúntes ejecutaban ante los semáforos en Silver Avenue. En rojo, el mundo se detenía y te proporcionaba el precioso tiempo para contemplar la vida pasar. En verde, el reloj volvía a acelerarse hasta ser meros observadores dentro de sus vidas. Unos y otros desconocían que alguien que no pertenecía a este mundo andaba suelto.

—Buenos días, Richard.

—Por decir algo, John. Por decir algo. ¿Qué sabemos hasta ahora? —dijo sin preámbulos.

El veterano policía explicó, con todos los detalles que creía pertinentes, los avances en la investigación. El fiscal cayó sin fuerzas en la cómoda silla de cuero negro que tenía delante del escritorio y se tapó la cara con ambas manos. Mientras tanto, John le ofreció la carpeta que contenía toda la documentación, escrita y gráfica, que estaba en su poder.

—¡Cielo santo! ¡Qué clase de animal es capaz de hacer este tipo de cosas! — su voz resonó con fuerza en la oficina, como la de alguien que estaba realmente aterrorizado. 

— Tenemos que capturarlo, John. No se nos puede escapar. Tiene que pagar por lo que le ha hecho a Meg. Mientras tanto rezaremos para que no lo repita. John, no debería decirte esto, pero si llega el momento, no preguntéis. ¡Actuad! — nunca habría imaginado escuchar algo así de Richard Triplebaum.

«¿Realmente le estaba dando autorización para disparar a matar con el beneplácito de la institución?»

—No estamos en ese punto, Richard. Pero quiero que sepas que no descansaré hasta que el asesino de Meg esté a tu disposición. Quiero que seas tú quien lo encierre para siempre. —Le respondió, devolviéndole la dignidad a la institución que acababa de pisar.

—Quiero que uno de tus ayudantes me envíe a la oficina todos los casos en los que ha trabajado y estaba preparando Megan. Supongo que con todos vuestros sistemas informáticos será tarea sencilla.

—Descuida, John. Ya me adelanté a tu petición. En un rato me subirán el informe. Además, te enviaré todos los procesados que hayan salido de la cárcel en los últimos 6 meses. Expedientes de asesinos que hayan mostrado mayor propensión a mostrarse excesivamente violentos; y violadores en serie de todo el estado. Tengo al fiscal general del estado olisqueándome el culo para, en cuanto pueda, metérmela tan fuerte y profundo que necesitaré cirugía para sacármela. Quiere la reelección y ha prometido mi puesto a su vicefiscal.

—Soy muy mayor para juegos, Richard. El mundo de la política no va a marcarme el paso en este caso. Megan no se lo merece. Y tú no querrías que tu adjunta fuera un daño colateral en todo esto.

John sabía manejar las conversaciones con estos funcionarios atrapados entre la política y sus propias aspiraciones. Pero sabía que Richard era distinto. Admiraba a Megan hasta límites que el cargo no le permitía hacer público. Su forma de mirarla hacía tiempo que no le pasaba desapercibida. Pero sabía que sus profundas convicciones morales y religiosas impedirían expresar lo que sentía por su subordinada.

—John, te daré cobertura y todos los recursos que sean necesarios. Este caso debe ser resuelto por Megan, pero sobre todo por su memoria.

De camino a la comisaría, compró una caja de donuts en Johnny Doughnuts. Era su forma de disculparse por la charla de esa mañana.


A la hora de comer, el Maybach abandonaba el aeropuerto con la familia de Hunter en el asiento trasero.

—Alfred, ¿sabes algo de lo que ha pasado con mi hermano? — El conductor detectó el nivel de nerviosismo de Michael.

—Señor Brooks, acabo de empezar mi turno. En la oficina me han dicho que los socios no han aparecido hoy por allí. En mi agenda tenía marcada su hora de llegada y que tenía que llevarlos directamente a casa del señor Hunter. No tengo constancia de que haya ocurrido algo. Soy un modesto conductor; a mí no me cuentan nada. — Sus años de experiencia le hacían mentir convincentemente. 

—Tranquilo Alfred. Todos sabemos que no eres un simple chofer. Tu apariencia te delata.  — Soltó Mary Ann sorprendiendo a su esposo y a su suegro.

—No sé a qué se refiere, señora Carwright—contestó negando lo evidente.


Al padre de Hunter le apasionaba visitar Kobayashi. A su esposa le habría encantado poder pasear por la finca, sentarse a escuchar el suave murmullo del agua buscando un lugar donde reposar. Tomarse el té observando cómo brillaba un lugar u otro del jardín, según la época del año en que estuvieran. Ver mecerse el bambú o florecer los tilos. Pero si estuviera viva, quizá nunca se habría construido un mausoleo en su memoria. Sin su esfuerzo hasta la extenuación y, finalmente, hasta la muerte, Hunter no habría tenido una carrera de la que exprimirle el jugo a la vida. Nathaniel se sentía orgulloso de lo que había construido su hijo lejos de las penurias de la vida rural. Ellos, con su esfuerzo, habían puesto los cimientos, pero su hijo, con ahínco y dedicación, había elevado desde la base toda una nueva vida. Estaba satisfecho.

Alfred ayudó con las maletas mientras la familia Brooks saludaba a Ricky y desapareció colina arriba sin despedirse de nadie. Tenía a su equipo esperándole para organizar la búsqueda del asesino de la bella Meg.

Ricky los acompañó a la cocina, donde había preparado un ligero almuerzo.


—Ricky, por favor, explícanos por qué nos has traído hasta aquí. Hunter, ¿dónde está? — suplicó Mary Ann, caminando con paso firme.

—Hunter está descansando, pero está bien. Ha sido una noche larga. Recordáis a Alicia, ¿verdad? — señalando con la mano a la que se había convertido en el motor de Kobayashi.

—Pues claro, ¿qué tal estás, Alicia María Martín García? —dijo Mary Ann, sin titubear, en un perfecto castellano perfeccionado durante años. —Estudiar el segundo idioma más hablado en Estados Unidos me ha proporcionado la oportunidad de leer, en tu idioma, a Quevedo, a Góngora, a Vargas Llosa, a García Márquez, a Julio Cortázar y hasta mi último gran descubrimiento, Carlos Ruiz Zafón. —

Su conexión con España era sólida desde el punto de vista literario, pero también terrenal; no en vano, su luna de miel consistió en arrastrar a su marido en un tour de 15 días por las principales ciudades españolas. Había comentado en infinidad de ocasiones que su lugar preferido en el mundo era España, después de Council Grove, Kansas.

Alicia contestó con una amplia sonrisa, pero mantuvo las formas. Por dentro, agradeció los esfuerzos de Mary Ann por hablarle en su idioma materno.

El incómodo silencio lo rompió Ricky. 

—Como ya os he dicho, Hunter está bien. Alicia me ha ayudado más allá de su deber. Es un ángel de la guarda. Pero no todo son buenas noticias. — exclamó bajando el cabeza consternado.

—Anoche asesinaron a…

—Megan. — terminó la frase Michael con el rictus desencajado.

El joven abogado les relató lo vivido hacía solo unas horas.

Ahogados amagos de llanto retumbaron en los altos techos de la habitación. Michael tuvo que sentarse en la butaca para encajar el golpe de las palabras que acababa de pronunciar. Mary Ann se abrazaba a Alicia mientras lloraban desconsoladas, ofreciéndose el hombre la una a la otra.

Todos necesitaron unos segundos para que el aire les volviera a entrar con fuerza en los pulmones.

Nathaniel, que se había mantenido, como siempre, en un discreto segundo plano, cambió ligeramente el gesto y comenzó a caminar. En aquel momento sintió que su hijo lo necesitaba a su lado.

 Por muchas veces que hubiera ido a aquella casa, le resultaba complicado orientarse. Subió las escaleras y comenzó a abrir puertas hasta encontrar en la que descansaba su hijo.


Allí estaba, tendido en la cama, con el rostro hundido en la almohada y los crispados dedos atrapando con fuerza las sábanas, como queriendo retorcerlas y provocarles dolor. No dormía, al menos no realmente. Solo estaba allí, atrapado en su propio vacío, en una urna de cristal y oro, pero siendo el protagonista de una pesadilla de la que aún no podía despertar.

Se acercó a la cama y se sentó a su lado. Tomó su mano y comenzó a susurrarle:

—Todo va a estar bien, hijo mío. Siempre has demostrado una fortaleza increíble y saldrás de esta.

Hunter salió de su lisérgico letargo y vio a su padre como a ese madero, ofreciéndole la salvación en medio de la terrible tempestad.

Abrazarlo le permitió alcanzar el refugio que había estado esperando para expulsar sus sentimientos. Un llanto desconsolado y liberador brotó tras ese escudo protector que le proporcionaban los trabajados brazos de su progenitor. Un abrazo, casi un arrullo, largo, silencioso, calmado y henchido de una eterna paciencia que no solo lo envolvía, sino que lo sostenía. El abrazo de su padre no prometía ahuyentar el dolor, pero sí compartir el camino, proveyendo el suelo por el que caminar y alumbrando la vereda por la que había de transitar. No sería algo inmediato e indoloro, ni mucho menos, producto de un sueño, pero prometía acompañar, sostener y elevar.

—Vamos, hijo, bajemos a comer algo. Decía mamá que las decisiones que van a cambiar nuestras vidas hay que tomarlas con el estómago lleno. — sentenció su padre con una frase que parecía tan simple, pero que ocultaba tras ella la esencia de la vida.

«Vivir, amar, comer y avanzar».


El inspector dejó caer su cansado cuerpo en la silla de la oficina mientras su equipo esperaba turno para mostrarle los avances. Comenzó el subinspector Dillon, que había recuperado su versión energizada de siempre.

—Jefe, la fiscalía ha hecho un buen trabajo y nos ha enviado todos los casos en los que Megan ha trabajado, en mayor o menor medida, desde que entró en el equipo hasta el día de ayer. Dada la juventud de la fallecida, no ha dado tiempo a cumplir condena a la mayoría de los encausados y sentenciados. — dijo para comenzar a captar la atención.

—Mire la pizarra, por favor. —comenzó a escribir, mientras ojeaba sus apuntes.

— Son 137 en total. De los cuales, 104 están condenados a más años de los que podrán vivir. 37 por asesinato. 12 por asesinato con múltiples víctimas. 4 por violación con agravante de asesinato en primer grado y 1 por violador múltiple; este no tiene cargos de asesinato en su historial. Ninguna de las características del que estamos buscando.

Hizo una pausa para dar tiempo a asumir toda la información.


—Todos los anteriores son casos cerrados y con sentencia firme. Tienen 14 juicios pendientes de sentencia. 3 de ellos por palizas en vía pública con ensañamiento: alguno ha terminado con la víctima incapacitada por caídas desde altura. 7 por violencia familiar. Todos en prisión preventiva. Los 4 restantes van desde borrachos que perdieron el control a toxicómanos robando farmacias. Nadie que se acerque, ni de lejos, al perfil.

—¿Hay algo que nos sirva de algo, mi estimado Randy? — dijo impacientándose con tanto dato inútil y que no le acercaba a ningún lugar del que arrancar.

—He dejado lo bueno para el final, jefe. Casos, especialmente violentos, abiertos en esta u otras comisarías de la ciudad, que no han llegado a juicio aún. —  comentó con ganas de continuar con su perorata a sabiendas de que su jefe quería que fuera al grano. 

Continuó.

— Tenemos 37 casos en curso. 11 en busca y captura, de los cuales 6 por asesinato. Dos de ellos, tras violación, y uno reincidente que creen que se oculta en Tenderloin. 4 por atropello, uno de ellos múltiple. Recordará el incidente del hincha de los Dodgers que perdió los nervios y atropelló a varias personas a la salida del partido el mes pasado. — recordó a su jefe.

—Llegamos al final, inspector. Tenemos un caso abierto en el distrito de Mission Station. Lo llaman el asesino de Capp Street, en el barrio de Mission. Los compañeros de Mission tienen constancia de 7 cadáveres. Casi todas, asesinadas en las casas donde ejercían la prostitución. La mayoría con cierto nivel económico. Todas tenían en común que se anunciaban en webs donde ofrecían discretamente su servicio de acompañamiento. Aquí puede ver las webs que utilizaban. Será complicado saber el número de usuarios que tengan perfil en todas. Pero es un hilo del que tirar. Hablaré con informática hoy mismo.

Respiró esperando la aprobación que finalmente le dio con una leve caída de ojos y un controlado movimiento de cabeza. 

 —Pero esto no es todo. Creen que hay 3 desaparecidas más. El perfil es bastante concreto. Suelen ser estudiantes universitarias, en busca de dinero rápido y fuera del radar del estado, que ejercen en exclusiva con tipos de alto poder adquisitivo, de paso por la ciudad, en la que quieren echar una cana al aire. Con caras agradables y cierto nivel intelectual. No suele ser gente violenta la que acude a estos servicios, en su mayoría, casados con profesiones liberales. Solo buscan alguien con quien salir a cenar, con una conversación coherente y, si se gustan, terminan yéndose a la cama con unos cuantos miles de dólares menos en la cuenta. En estos casos no hay chulos ni proxenetas que las obliguen a ejercer la prostitución. Si tienes pocos escrúpulos, es una forma de costearte una vida de lujos o una carrera universitaria. Algunas cobran en un fin de semana en un hotel 5 estrellas lo que nosotros en un año. Libres de impuestos y que guardan en cajas fuertes numeradas.

 Aún no parecía algo concluyente, pero sí podía definirse como prometedor, pensó Greer mientras se incorporaba en la silla.

—Y aquí viene lo realmente importante. Megan estaba muy involucrada en este caso. He hablado con el fiscal que llevaba el caso con ella, un tal Stefano Bramacaula, y me ha confirmado varios puntos de los que podríamos tirar.

— Según parece, Megan le confesó que había tenido amigas en la facultad que ejercían, habitualmente, este tipo de actividades para poder seguir pagándose los estudios. Pero hay algo que me ha llamado poderosamente la atención.

Discretamente le pasó una hoja doblada por la mitad.

Greer sintió el peso de la hoja entre sus dedos. Al desplegarla, el mundo pareció ralentizarse por un segundo. La imagen era casi familiar, pero no del todo. En ella aparecía una captura de una página web de citas de una tal ‘Dice de Temis’ con la foto de Megan, eso sí, algo diferente al original, en un lateral. Algo en la expresión, en los trazos alterados por el retoque digital, le recordó la distancia entre la Megan que conocía y la Megan que, tal vez, había decidido arriesgarse demasiado.

Recuperó la compostura y se situó al lado de su pupilo, poniéndole la mano en el hombro.

—Mi estimado compañero. Efectivamente, de este perfil no tengo ni un solo género de dudas que lo ha creado Megan. La intención con la que fue creado me llega como una intuición más que como una certeza, pero... —Ser un ávido lector le estaba proporcionando las claves. — ‘Dice’, en la mitología griega, es una de las tres hijas que tuvo Zeus con su segunda esposa, ‘Temis’. Junto con Irene y Eunomia conforman las llamadas ‘Las Horas’. ‘Dice’ es la personificación de la justicia humana. La diosa romana de la justicia, Justitia o Iustitia, como he podido leer en diferentes textos, deriva de Dice más que de su madre Temis. Era considerada la protectora de la sabia administración de la justicia. Como podéis observar, un alias muy del estilo de Megan, una joven brillante, con una educación exquisita y un sentido de la justicia mayúsculo.

Se desplazó hasta la esquina de la pizarra y colocó la fotocopia en ella, mientras su equipo lo seguía con la mirada.

—Randy, quiero que vayas a hablar con Stefano Bramacaula y le preguntes si el perfil fue creado para atraer al asesino de Capp Street. Sácale toda la información que no nos ha querido o podido decir antes. Como puedes observar, la foto de Megan está algo diferente, quizá modificada con un programa informático o con otro sistema que seguro entenderéis mejor los jóvenes. Mucho me temo que Triplebaum no sabe nada de este perfil. Pide verle y averigua si estaba al tanto. Necesito que lo cabrees para que se ponga las pilas. Alguien que se siente traicionado suele ponerse del lado del que le abre los ojos. Lo necesitamos a nuestro lado.

Randy salió por la puerta en cuanto le llegó el guiño que su jefe le envió. Continuó organizando el trabajo.

—Tenemos una pista y hay que tirar de ella. Dough, Collins. Id a la comisaría del distrito de Mission a ver qué podéis averiguar de este caso. Necesitamos todo lo que está por escrito, pero sobre eso, todo lo que intuyan los inspectores que están en el caso. Llevároslo a un buen sitio a comer y sacadle lo que podáis. Sargento Meléndez, sé que se maneja bien con el tema informático. Quiero que indague en todos nuestros registros: NCIC, LinX, RISS, CCH, CopLink, y en todo lugar que se le ocurra. Extraiga todo el jugo que pueda del sistema. Millie, baje al sótano, hable con el archivero. Al mayor Tate le gustan los donuts de Johnny Doughnuts—la miró con una medio sonrisa mientras señalaba la caja que estaba encima de la mesa. — Pídale todo lo que tengamos sobre Megan, Por un par de dulces dirá lo que quieras saber, sobre todo si son de Fresa y arándanos. Purgue la información y suba con todo lo que pueda sernos de utilidad. Gracias, chicos.

—Yo tengo que ir a la oficina del forense; irán a reconocer el cadáver.


Alfred Stark había reunido a sus mejores hombres en una enorme sala, excavada en la piedra, a la izquierda del túnel de Bunker Road, en Sausalito. En tiempos había servido como túnel de servicio para acceder al principal. Finalmente fue olvidado y solo se utilizaba para guardar maquinaria, o como improvisado dormitorio para los trabajadores que construyeron el túnel. Ahora pertenecía al bufete y servía para almacenar toda la documentación de casos antiguos. 

Las pesadas puertas metálicas tras una verja de 5 metros de altura proporcionaban el tipo de seguridad que necesitaba lo que allí se custodiaba. Era un negocio muy lucrativo para el bufete. Cientos de empresas alquilaban valijas para mantener a salvo su material. Un equipo de cuatro personas, fuertemente armadas y con experiencia militar, custodiaba día y noche las instalaciones en turnos de 8 horas.

A la caverna se accedía a través de un angosto pasillo por el que transitaban los furgones blindados como un calcetín en un pie. Otra puerta, esta vez corredera, cerraba el otro extremo del pasillo. Al accionarse el mecanismo desde el interior, se abría ante los ojos una majestuosa sala que tenía la altura de una catedral europea y la anchura de un campo de fútbol. Quizá por ello, Alfred Starks llamaba a aquel lugar “La Catedral”. La profundidad de la caverna, nadie la sabía con certeza, quizá varios kilómetros. Permanecía a oscuras y nadie se aventuraba a descubrir qué había en esa negrura.  El lugar mantenía de forma natural una temperatura que rondaba los 18 grados, en invierno y en verano, y una humedad que se mantenía estable en el 48%. El ambiente ideal para custodiar legajos.

A la izquierda del pasillo de entrada, en unas modernas oficinas, se ubicaba el departamento de administración. Personal de absoluta confianza del bufete era el único autorizado para entrar allí. No obstante, la vigilancia era extrema y cualquier acción necesitaba la autorización por pares. A la izquierda, junto a la puerta corredera, un par de contenedores albergaba un sofisticado equipo de vigilancia que controlaba cada metro del lugar, incluida administración: todos los ordenadores y el personal.

—¿Qué has podido averiguar en comisaría, Sombra? —preguntó a su contacto en el departamento.

Todo el equipo fue reclutado de distintos departamentos militares, o había llegado directamente de agencias gubernamentales: CIA, FBI, NSA, DHS o DIA. El proceso de selección era competencia exclusiva de Alfred Stark. Todos eran presentados bajo seudónimos, estando prohibido utilizar sus nombres reales. Todos comprendían las razones y las acataban sin preguntar. Los nombres en clave eran del gusto del jefe de seguridad. Procuraban intimidad y un inteligente cortafuegos ante investigaciones exteriores. Nadie sabía nada de sus compañeros.

Sombra le enseñó un pendrive y se lo entregó.

—Ahí tienes todo lo que tienen hasta ahora, Alfa. Van a seguir una pista de un asesino de prostitutas de Capp Street. Te sorprenderá ver una copia de un perfil de una web de acompañantes de lujo con la foto de la señorita Williams. El viejo cree que la creó para atraer al asesino hasta ella. Es una excelente pista.

—Bien. Quiero que llames al equipo Sherlock y se pongan ahora mismo a buscar a ese tipo. En cuanto lo tengáis, llamadme. No toméis contacto con él. Quiero interrogarlo sin intimidarlo demasiado. Si se niega, os llamaré para traerlo aquí. Un par de días en la zona oscura, oyendo ruidos extraños, y cantará La Traviata. Utiliza todos tus recursos; necesitamos resultados inmediatos.

—Descuida, jefe. Lo encontraremos. En el peor de los casos le haremos un favor a esta ciudad con su desaparición. Y en el mejor, mantendremos distraído a Apocalipsis durante una buena temporada.

En el fondo de la sala, acostado sobre una mesa metálica, Apocalipsis les enviaba un desenfadado saludo militar. Todos temían a aquel tipo. Dos metros de músculos, mala leche e inestabilidad emocional. Proporcionar dolor era su mayor aspiración en esta vida. Temía a Alfred como al hombre del saco.

—Radar, te quiero a ti y a tu equipo haciendo vigilancia sigilosa de los socios y de la familia Brooks. Acabo de dejarlos en Kobayashi. Os quiero armados y listos. Halcón os ayudará desde aquí con las cámaras de vigilancia y los drones.

—Sigma, al bufete. Quiero abrir una línea de investigación de clientes insatisfechos. Los demás, ojos abiertos. Quiero a todos con esto. Prioridad absoluta.

El tono reflejaba preocupación. Todos sabían que era su responsabilidad mantenerlos a salvo y no lo hizo. Tenía planeado dimitir después de ese último servicio e irse a Alaska a cazar osos.


Greer esperaba al sol de media tarde la llegada de la familia de Megan. Sabía que acababan de aterrizar y ordenó que un par de coches camuflados los trasladaran hasta allí. A su derecha aparcó el flamante Maybach con Hunter y los que supuso eran su familia.

—Buenas tardes, familia Brooks, soy el inspector John Greer; además de llevar el caso, era muy amigo de Megan. Habíamos trabajado en bastantes casos juntos. La apreciaba de verdad. Siento mucho su pérdida.

La familia fue presentándose y dándole las gracias al cansado policía. Mientras tanto, en un discreto segundo plano, Alfred Stark observaba la escena.

—Ahora tengo que llevarme a Hunter adentro para que identifique el cuerpo y tenga la oportunidad de despedirse antes de que llegue la familia de Megan. Ahí mismo tienen una cafetería que sirve un pastel de manzana bastante decente.

El joven abogado caminaba errático por los pasillos del instituto de anatomía patológica de San Francisco. Ver a su familia le había procurado la energía suficiente para salir de la cama, pero en el último lugar del mundo que quería estar era precisamente donde estaba.

El ayudante del anatomopatólogo de guardia los acompañó hasta una sala de visitas aséptica y fría. En el centro, una mesa de acero inoxidable sostenía el cuerpo sin vida de Megan bajo una blanca sábana.

—Hunter, si no estás preparado, dímelo y esperaremos a que identifique el cuerpo la familia de Megan.

—No. Quiero despedirme de ella. ¿Podría tener un poco de intimidad, John?

—En cuanto tenga identificación positiva, saldré y te daré unos minutos.

Greer le hizo un gesto al ayudante y este procedió a destapar la cabeza de la chica.

La imagen de una mujer de tono grisáceo y pelo rubio recién lavado contrastaba con la que recordaba. Los profundos cortes que nacían en las comisuras aparecían suturados y bajo una densa capa de maquillaje. La tanatoestética había hecho un trabajo excelente. Había que observar muy detenidamente para darse cuenta del destrozo que le había provocado el asesino.

—Sí, es ella. No hay duda. —La frialdad con la que respondió no sorprendió al experimentado policía. A veces, el cuerpo articulaba un mecanismo de defensa para protegerse ante agentes externos que le provocaban dolor. Sin duda, Hunter estaba en la fase de negación del duelo. Era una excelente señal; el cuerpo reaccionaba como debía.

Como le prometieron, lo dejaron a solas.

—Hola, Meg. Mi amor. Te han arrebatado de mi lado, que todavía pienso que me despertaré y volverás a estar a mi lado. ¿Qué has hecho para merecer esto? ¿Qué hemos hecho para…?—respiró profundamente como queriendo absorber en cada bocanada la vida que le faltaba.


—Siento muchísimo no haber estado a tu lado cuando más me necesitabas, mi vida. Te juro que lo intenté, pero llegué tarde. Y no me lo perdonaré en la vida. Me dejas una oscuridad que no sé si seré capaz de soportar.

El desconsuelo se asentó, duro, irrefrenable, tremendamente doloroso, y el llanto con él. Entre esas cuatro paredes asépticas, sin rastro de complicidad, diseñadas para ser un microcosmos donde contener el dolor de la pérdida, sintió la soledad por primera vez en su vida.

—Espero que hayas conocido ya a mi madre. Seguro que os llevaréis bien. Dile que la quiero y que la echo de menos. Cuidad la una de la otra y esperadme. Pronto estaré con vosotras. Pero antes tengo cosas que hacer. Debo encontrar a quien te ha arrancado de mi lado.

Mientras tanto, en una pequeña oficina, Greer repasó el informe con la meticulosidad de siempre, pero al llegar a las observaciones adicionales, sus ojos se quedaron fijos en una sola línea. Por un momento, la sala dejó de existir. El peso de esa información cayó sobre él como un martillazo seco en la cabeza. No solo la habían matado. La habían destrozado de la forma más cruel posible. Inspiró profundamente, tratando de mantener el control. No había lugar para el horror. Solo para encontrar al monstruo que hizo esto.


Observaciones adicionales: Durante el examen interno, se identificaron signos de ovarios poliquísticos en fase primaria, una condición que generalmente provoca menstruaciones irregulares y fluctuaciones hormonales. Los análisis endocrinos revelaron niveles elevados de andrógenos, junto con una ligera resistencia a la insulina, típicos en cuadros iniciales de síndrome de ovario poliquístico (SOP).

Si bien esta condición no tiene una relación directa con la causa de la muerte, es relevante en el contexto médico general de la víctima y podría haber influido en aspectos relacionados con su salud reproductiva. Así mismo, se confirmó que estaba embarazada de aproximadamente 10 semanas, según los análisis del útero y los niveles hormonales detectados. Sin embargo, no se encontraron restos fetales dentro de la cavidad uterina ni en la zona abdominal.

El análisis histopatológico de los tejidos circundantes sugiere una extracción intencional, realizada mediante manipulación traumática, con signos evidentes de actividad circulatoria en el momento de la intervención. Esto indica que la extracción ocurrió cuando la víctima aún estaba con vida, descartando cualquier proceso natural o post mortem que explicara la ausencia del embrión.

Se identificaron microdesgarros en la pared uterina, compatibles con una intervención forzada sin el uso de instrumental quirúrgico adecuado. La irregularidad de las lesiones y la ausencia de incisiones precisas sugieren que el procedimiento se realizó sin experiencia médica, probablemente con el propósito de causar sufrimiento.

Se han tomado muestras para análisis adicionales, y se investigará la posible presencia de ADN ajeno en la zona afectada, lo que podría proporcionar indicios sobre la identidad del perpetrador.


Ante él, en esas hojas de papel, estaba lo que sus ojos no lograron descifrar. Ni en la primera inspección, ni en las detalladas fotos que, como testigos constantes del horror, presidían la oficina. En ese momento lo vio. Desorden, era el desorden provocado por alguien que había extraído el estómago y las vísceras para hacerse hueco y poder acceder fácilmente hasta el útero. Posterior al traumático aborto, volvió a colocar las vísceras dentro del cuerpo con el resultado que ahora se mostraba ante sí. Ni siquiera él, con toda su experiencia, se había percatado de algo que daba un nuevo giro de tuerca a la infernal degradación que sufrió en sus últimos minutos de vida.

Una serie de gritos llegaron hasta el opresor ambiente de la oficina; se secó con la manga las lágrimas que no pudo refrenar y se puso de pie con la impresión de que había envejecido 10 años en aquella sala.

Al fondo del pasillo, en la puerta de acceso a la zona de patología forense, una mujer enjuta, iracunda, de facciones duras, voz masculina, de unos 60 años, exigía ver a su hija inmediatamente.

—¡Quítate de en medio, negro! O te daré una patada en tus partes y aterrizarás en África.  

Tras ella, varias personas del tamaño y la complexión de jugadores de futbol americano intentaban que se calmara. Ninguno se acercaba demasiado; al que se atrevía, recibía golpes y patadas en zonas que provocaban un terrible dolor.

A considerables zancadas se acercó a la puerta, donde pudo ver a varios uniformados intentando calmar la situación al otro lado de la puerta. Sacó su placa y la estampó en el cristal ante los ojos de la mujer que continuaba intentando entrar por la fuerza.

Ella, iracunda y sin el más elemental sentido de la educación, contestó.

—¡Como si eres el puto Papá Noel que ha pedido el día libre y ha venido hasta aquí a tocarme los cojones! Exijo ver a mi hija, ¡ya!

En ese momento supo quién era. Quiso creer que estaba sufriendo un ataque de nervios y no era capaz de controlarse.

—¿Señora Clara Bell? Soy el inspector Greer; estuvimos hablando anoche. Soy quien lleva el caso de su hija. ¡Por favor, cálmese! —le dijo con su mejor tono conciliador.

—¡Mis cojones voy a calmarme! ¡Es usted un puto inútil, por su culpa mi hija está muerta! ¡A ver!, ¿dónde está el puto maricón de su novio? ¡Quiero verlo!  Sé que está aquí; he visto ahí afuera otro puto chino con cara de haber matado a su puto perro. Como me lo eche a la cara, le juro que lo reviento. Ya sabía yo que liarse con un jodido chino no era buena idea, pero como siempre, los hijos hacen lo que les da la gana y así les va. Me parece que no fui lo suficientemente dura con ellos de pequeños. Claro, como tienen a un puto padre que parece el puto hijo de Elmo de Barrio Sésamo, así nos luce el pelo. ¡Joder, abre la puerta!


—¡Basta ya! —gritó el Greer, sacando de sí un torrente de voz que nunca había escuchado. —¡Una palabra más fuera de tono y le juro que sale de aquí esposada! Se por lo que debe estar pasando, pero hay cosas que no voy a permitir que diga en voz alta en este estado.

—¿Qué me vas a perdonar tú?, ¡maricón de mierda! — dijo en voz baja, casi inaudible.

Bajó la voz y exclamó con evidentes signos que reprimía otro torrente de insultos.

—¿Me permite pasar y ver a mi hija de una put…, perdón, de una vez, ¿por favor?

—Por supuesto, señora Williams. Puede entrar usted y su marido. Pero, por favor, cálmese. Hágalo por la memoria de su hija que está de cuerpo presente.

La puerta que había sufrido los embates de una tormenta hizo un ruido extraño al abrirse, como si los goznes hubieran sufrido más presión de lo que normalmente estaban acostumbrados.

—Señor y señora Williams, siento mucho su pérdida. Conocía a su hija. Era un ser excepcional. Les prometo que se han puesto todos los recursos necesarios para encontrar a quien le hizo esto a su hija. — dijo mirando a los ojos a Peter Williams, que tomó contacto por un breve instante, pero que volvió a mirar al suelo, avergonzado por la escena que acababa de montar su esposa.

Señora Williams, ¿sabía usted que su hija tenía síndrome de ovarios poliquísticos? ¿Sabe si se había estado medicando? — preguntó, siendo todo lo cortés que le brotaba.

—¿A qué demonios viene esto? Perdón. Sí, lo sabía. Cuando se desarrolló, sus ciclos eran muy irregulares; pasaban meses sin que tuviera la regla. Fuimos a un doctor en la capital que nos dijo lo que le pasaba. 'Síntoma policrítico' o algo así. Todos los meses teníamos que comprarle un montón de medicamentos carísimos. Me los llegué a aprender de memoria. Al principio, píldoras anticonceptivas y progestina. Posteriormente, este mismo doctor le cambió el tratamiento y tomaba Clomifeno, Letrozol, Metformina y Gonadotropina. Le dijeron que probablemente le costaría muchísimo tener hijos. Pero que la enfermedad no era muy agresiva en su caso y que cabía una posibilidad. Ahora, tenía un par de pastillas que le había recetado un médico de aquí a modo de mantenimiento. Estaba muy contenta, al menos es lo que me pareció la última vez que hablé con ella. De esto hace mucho; ya no me llamaba tanto como antes. Habíamos tenido nuestros desencuentros por un novio que le dije que no le convenía. Sin conocerlo, había algo en él que me hacía desconfiar.

«¿Su raza?», pensó John de inmediato, mientras abría la puerta donde permanecía Hunter hablando con su novia.

—Señores Williams, creo que no conocen al novio de su hija. Les presento a Hunter Brooks. Un brillante abogado que ejerce en nuest…

—¿Podrían darme unos minutos de intimidad con mi hija, por favor? —interrumpió las presentaciones sin siquiera mirarlo. — No es momento de presentaciones. Solo y exclusivamente he venido a llevarme a mi hija a casa, no a hacer vida social.

Hunter se quedó paralizado, ofreciendo su mano para que le devolvieran el saludo.

Se sorprendió al comprobar cómo la descripción que Megan había hecho de ella era exacta. Incluso, en un tono de verdadera tristeza, le comentó que a su madre solo le faltaba tener un pequeño bigotito en forma de cepillo de dientes, con líneas rectas y cuadradas, para ser la viva imagen del dictador.

Salieron de la habitación, cabizbajos, procesando el bochornoso momento que acababan de vivir.

—Tengo que hablar contigo, Hunter. Sentémonos un momento.

Tomaron asiento en una hilera de asientos en el pasillo de salida.

—Hunter, acabo de recibir el informe de patología forense. ¿Sabías que Megan estaba embarazada? —En estos casos, noticias como aquellas debían ser directas, sin la anestesia de las palabras o usando laberinticos discursos. Las cabezas de los afectados no podían gestionar discursos complicados. Las órdenes debían ser cortas y claras.

Hunter se tomó unos segundos para comprender todo lo que había perdido. Se echó para adelante y tapó su cara con las manos. Esa puntilla no se la esperaba. Admitir que había perdido a la que sería su esposa le llevaría meses poder superarlo. Pero el saber que iba a ser padre era algo que, por insospechado, no podía soportar. Se imaginó siendo el Sísifo del siglo XXI, condenado por unos dioses, en los que no creía, a empujar una enorme roca cuesta arriba por una montaña, solo para verla rodar de nuevo al fondo cada vez que estaba a punto de llegar a la cima.

Tras unos minutos logró balbucear algo mientras se secaba las lágrimas.

—Meg hablaba poco de ese tema. La entristecía enormemente la posibilidad de no ser mamá nunca. Me explicó lo de su enfermedad a los pocos días de conocerla. Últimamente habíamos hablado de recurrir a tratamientos para que cumpliera su sueño. Pero no ahora, en un futuro, en el que soñaba con que su familia lo aceptara, y se pudieran casar con todas las bendiciones.

—Mi estimado amigo, a veces se obran milagros que no sabemos muy bien de dónde salen. Estoy convencido de que la propia Megan, con sus enormes ganas de saber lo que era parir un hijo, obró el prodigio de generar una vida en su interior. Y te lo digo porque me tocó estar en el otro lado del muro. Mi esposa y yo nunca supimos lo que es ser bendecidos con un hijo.  

Greer le pasó el brazo por encima de los hombros y lo apretó con fuerza. El contacto con otro ser humano le revitalizaba y animaba a seguir en marcha.

Se abrió de golpe la puerta de la sala, de donde salió maldiciendo la madre de Megan, seguida por un esposo que intentaba contenerla por todos los medios.

—¿Cuándo puedo llevarme a mi hija? Quiero salir de esta maldita ciudad cuanto antes. — dijo en una voz tan alta que retumbó en todo el edificio.

—Señora Williams, estamos esperando que el forense termine con todos los estudios que le hemos solicitado. Esto llevará unos días. Si le parece, puede ponerse de acuerdo con Hunter para organizar el sepelio de su hija.

—¡Señor, como se llame!, de nuestra hija nos encargaremos nosotros. Nadie más. Nos quedaremos en un hotel hasta que podamos trasladarla. En lo que a mí respecta, no quiero volver a ver a este medio hombre en mi vida.

Se giró y miró despectivamente a un Hunter sin fuerzas para levantarse. Se agachó y le dijo en voz baja:

—Solo te voy a dedicar unos segundos, chino de mierda. No te mereces ni el aire que respiras. Ojalá el cáncer de la soledad te consuma por siglos. Te mereces sufrir en tus carnes el dolor de verte solo y destrozado por dentro.

Se le quedó mirando fijamente unos segundos. Sin previo aviso, la mujer levantó la mano y le propinó una bofetada que resonó en el aire como un látigo. Antes de que el chico pudiera reaccionar, inclinó ligeramente el rostro y, con una desbordante furia que se desbordaba, escupió con precisión, dejando caer el peso de su desprecio sobre él. El gesto, cargado de ira y humillación, parecía más un juicio que una acción impulsiva.

—¡Escoria!

La mujer se incorporó y salió del lugar rodeada de todos los demonios que la acompañaban a diario por la vida.

Fuera, los hermanos de Megan charlaban amigablemente con la familia Brooks de la dolorosa pérdida sufrida, que contrastaba en extremo con lo sucedido dentro de las instalaciones.

Clara Belle pasó por el lado de la reunión y solo fue capaz de soltar un imperativo a sus hijos.

—Vámonos de aquí.

La tarde caía y el mundo, a pesar de todo, seguía girando. Pronto, el recuerdo de Megan caería en el profundo olvido de una tumba que terminaría por licuar su cuerpo y convertir en polvo sus jóvenes huesos que no se merecían ese final.





 



Capítulo 8

Para Hunter, amante de la música con profundas raíces sureñas, Alabama era un mundo de contradicciones. Por un lado, era la cuna del blues, del country y del gospel. Por otro, el 22.º estado de la unión, abanderado de la lucha por los derechos civiles, también pertenecía a la América profunda por derecho propio; no en vano fue el último estado en acabar con la prohibición de los matrimonios interraciales.

Después de la guerra civil americana, la décimo tercera enmienda prohibió cualquier forma de esclavitud en todos los estados de la unión. Sucesivas modificaciones que llamaban ‘códigos negros’ preservaron los derechos de los blancos, negando a los de raza negra los suyos, y perpetuando la segregación tan arraigada en el sur. En ese contexto nacieron grupos como el Ku Klux Klan, germen de movimientos que llegan hasta nuestros días.

En la fachada de la casa de los Williams lucía una enorme bandera confederada. Un cuadro bordado a mano por Clara Belle exhibía el lema de ‘Derecha Alternativa’: "No nos reemplazarán", haciendo referencia a las teorías conspirativas del gran reemplazo.

La bella sureña se había ido radicalizando tras la emancipación de sus hijos. La pareja había sufrido los catastróficos efectos del nido vacío. Una vez perdido el rol de cuidador, que había interpretado durante varias décadas, les alcanzó una profunda sensación de falta de propósito vital. Para paliar la dificultad para adaptarse a las nuevas rutinas, de una pareja que llevaba años rota, comenzaron a asistir a charlas de diferentes índoles. Pero la que marcó para siempre a Clara Belle fue la que ofreció el supremacista Richard Spencer en Tuscaloosa. Peter, su marido, un hombre de exasperante tranquilidad e indolencia, se dejaba manejar como siempre había hecho. En silencio, culpaba a su esposa del profundo desapego que provocaron en sus hijos las nuevas actividades y el papel que interpretaba en Alt-right.

De abnegada esposa y madre de 5 hijos a activa participante en foros de 4chan y en la web The Daily Stormer. Ahí conoció a Andrew Anglin, su fundador y persona que finalmente le abrió las puertas a un nuevo mundo, que pasó a ser su proyecto de vida.


El entierro de Megan se convirtió en un desfile de cruces celtas y banderas confederadas. Por un lado, aquellos que parecían moteros de corte confederado y, por otro, trajeados de estética tradicionalista y corte clásico. En los alrededores del cementerio, una ristra interminable de coches de policía. Dentro, territorio prohibido para la autoridad, era interpretada a su modo por musculados miembros de la derecha alternativa.

Clara Belle había organizado el sepelio con oscuras intenciones: Impedir que asistiera la familia del novio de su hija y convertirla en la perfecta mártir, víctima de razas inferiores.

Primero llegó el coche fúnebre con los restos de Megan. Tras ella, en un Lincoln Continental negro, alquilado por el grupo de “debate”, sus padres. A continuación, llegaron los hermanos con sus esposas e hijos, que precedían a una larga fila de moteros y todoterrenos con apariencia militar que conscientemente ralentizaban la marcha, sin incurrir en faltas que pudieran hacer intervenir a la policía. En un taxi, rodeados de hostilidad, la familia Brooks acompañaba a Hunter con la idea de asistir a las exequias.

El conductor del taxi, un joven afroamericano recientemente casado, se negó a avanzar por miedo a represalias; sabía cómo se las gastaban y no quería ser un daño colateral de aquella guerra. Comprendieron la negativa y decidieron hacer el último tramo caminando. Ese gesto provocó que sus vigilantes se apearan de los coches y rodearan a la familia que con dificultad intentaba llegar al cementerio.

En el siguiente taxi, pasando desapercibidos, iban su socio Ricky con su esposa Dawn, que habían querido acompañar a su amigo. Al observar que su socio abandonaba el vehículo, hicieron lo mismo, dejando unos metros de respetuosa separación con la familia.  Dawn, con su sexto sentido para los problemas, se cobijó en brazos de su esposo y le apretó con fuerza la mano. Rick tensó todos los músculos y puso su cuerpo en estado de alerta.


Los hermanos de Megan transportaban el ataúd a hombros, entre tumbas y ramos de flores, por las empinadas calles del cementerio, mientras observaban el esperpéntico espectáculo en el que se había convertido el último adiós de su hermana.

Dejaron con delicadeza la caja en el catafalco cubierto con la bandera confederada y fueron donde les esperaban sus padres, esposas e hijos. Alan, el mayor, cirujano en el Monte Sinaí de Nueva York, se acercó a su madre. Benjamin, Clark y Desmont le siguieron con caras contrariadas.

—Mamá, ¿qué pasa aquí? ¿Quiénes son toda esta gente? —preguntó muy enfadado su primogénito.

—No sé a qué te refieres, Alan. Son amigos presentando sus respetos. —respondió con la altivez que había mostrado los últimos años.

Benjamin, investigador jefe en una farmacéutica, que cultivaba su enorme cuerpo con los mejores entrenadores personales del país, contuvo su rabia para decir con voz calmada.

—Mamá, sabes perfectamente a lo que nos referimos. No queremos a esta gente despidiendo a mi hermana. Ella no se lo merece ni lo querría. Por favor, diles que se marchen.

Su padre quiso intervenir, pero con una simple mirada de su esposa volvió a cerrar la boca.

Clack y Desmont hablaban al unísono sin entendérseles nada. En ese instante, Alan levantó suavemente la mano, indicando a sus hermanos que se tranquilizaran.

—¿Dónde está la familia Brooks? Hunter tiene todo el derecho de despedir a su novia.

—Muy a mi pesar, este es un país libre. Quizá no quiera asistir. — dijo para exasperar a sus hijos.

Finalmente, Alan, en representación de sus hermanos, sentenció.

—Mamá, no vamos a formar parte de este circo. Megan se merece un entierro a la altura de ella. Has montado un teatro para perpetuar tus trasnochadas ideas que ninguno compartimos. No solo no compartimos, sino que las despreciamos profundamente. Si no les dicen que se vayan inmediatamente y permites llegar a los Brooks, nos iremos a la capilla a despedirla como se merece.

La ira que exudaba su madre no la dejó contestar en el momento. Por detrás, un hombre tranquilo, perfectamente trajeado con un pin de la cruz celta en la solapa, se acercó y, abrazando a Clara Belle, dijo:

—Creo que la familia Williams se merece enterrar a su tristemente desaparecida hija como estime oportuno. Si son tan amables de tomar sus asientos, podremos continuar. Y si no, les ruego que abandonen el cementerio.

Clara Belle, viéndose arropada, se atrevió a replicar.

—Hace mucho que me di cuenta de que ya no tenía hijos. No os quiero en el entierro de mi hija. Estoy suficientemente arropada de todas estas personas a las que sí puedo llamar familia.

Su madre había elegido. Lentamente, con la rabia latente, comenzaron a bajar la colina hacia la puerta de salida los cuatro hermanos y sus familias.

— Hoy has traspasado todas las líneas, Clara Belle. Acabas de demostrarnos a todos que la vida de tu hija te importa muy poco. He intentado permanecer a tu lado en todo momento, pero esto es demasiado. No puedo más. Eras una mujer amable y llena de amor por tus hijos. Ahora simplemente eres un monstruo al servicio de otros monstruos. Y lo peor es que me has arrastrado a algo que no quería. Me has absorbido la energía toda la vida. He sido un títere que has manejado a tu antojo. Pero ha llegado el momento de cortar los hilos y retomar mi vida. Me marcharé con mis hijos a la capilla, y allí honraremos la memoria de nuestra hija, fuera de todo este circo de bestias que solo está aquí para utilizar a nuestra pequeña de trampolín en los medios. — dijo reuniendo todo el valor que le había faltado los últimos años. 

Su familia lo arropó y, rompiendo las cadenas que lo ataban, lo llevaron hacia la clase de vida que añoraba junto a los suyos.



En la puerta del cementerio, la familia Brooks hablaba con la policía para saber cómo podían gestionar todo ese revuelo.

—Está claro que no podemos asegurar su seguridad, señor Brooks. Son cientos, quizá miles de seguidores de derecha alternativa. El FBI nos ha enviado a varios agentes, pero son meros observadores. Llevan años tras ellos y no van a arriesgarse para tirar por tierra todo el trabajo que tienen hecho. — Se sinceró el jefe de policía local, ex púgil de superpesados y con la piel tan oscura como la noche.

Frente a ellos apareció Peter Williams con ánimos renovados.

—Hunter, soy el padre de Meg. Nos vimos el día que fuimos a reconocer el cadáver. Siento muchísimo todo lo ocurrido y cómo le permití a mi mujer que llegara tan lejos con usted. A mis hijos y a mí nos encantaría que, tanto usted como su familia, nos acompañaran en la capilla para despedir a mi hija.

Hunter, noqueado como un boxeador apaleado, no acertaba a contestar al que habría sido su suegro. Nathaniel dio un par de pasos adelante y abrazó a Peter, aceptando las disculpas y devolviendo el gesto, en un acto de reconciliación y de apoyo frente al duelo.

En el interior de la oscura capilla reinaba un silencio acorde con el momento. En el altar, una dolorosa lloraba por todo aquel que perdía a un ser querido. Ella, en su infinito sufrimiento, había visto azotar, humillar, torturar y, finalmente, matar crucificado a un hijo. Los paralelismos aparecieron en la mente de Hunter al observar la bella cara de la imagen. Dudaba de ser capaz de soportar veinte siglos de calvario.

Nunca había sido muy creyente, pero en aquellos momentos cualquiera que le ofreciera consuelo era bienvenido. De una puerta lateral salió un anciano que apoyaba sus pasos en un bastón. Una prominente joroba le impedía alzar la mirada para observar a la congregación. Con extrema dificultad subió el par de escalones del altar y se colocó delante de una biblia con gruesas tapas de cuero. Tomó el separador de seda blanca, la abrió por ese lugar y comenzó a orar con un hilo de voz.

— El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace descansar, junto a aguas tranquilas me conduce, restaura mi alma. Aunque camine por el valle de sombra y muerte, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo...


Entre los asistentes, una figura pasaba desapercibida entre la multitud. Observaba a los presentes, tras un árbol a cierta distancia, buscando a alguien que no parecía encontrar. En el interior del bolsillo de su pantalón movía lentamente el bisturí enfundado en la protección. Observaba llegar el cuerpo de Megan a hombros de su familia. Comenzó a notar como sus dedos rozaban su miembro y le proporcionaba placer recordar sus momentos juntos hasta conseguir tener una prominente erección. Observaba el ataúd y recordó a su inquilina, encerrada en su cama color caoba con asas plateadas. Una mezcla de tristeza y excitación recorrió su cuerpo. No podría volver a disfrutar de aquel cuerpo, que tantas veces había deseado, como aquella noche, pero en su memoria permanecería para siempre cada detalle. Su respiración sonaba alterada y sus dedos se animaron a continuar tocándose. Con vigor se pellizcaba y  hacía deslizar su miembro a lo largo del afilado instrumento. En segundos, aguantando la respiración, dejó rienda suelta a su exitación y comenzaron las placenteras contracciones. Acompañando a estas, el semen brotaba con fuerza desmedida, empapando su ropa interior.

Aun no se había recompuesto y apareció a su lado un rapado enchaquetado, con mil tatuajes y aretes colgados en nariz, orejas y labio inferior, que había observado todo el proceso.

—¿Qué haces, maldito pervertido? — dijo enfundándose un puño metálico en su mano derecha.

Se giró con tranquilidad y sonrió a su interlocutor, que intentó golpearlo con el puño americano. Consiguió esquivarlo y, en el mismo movimiento, atrapó el aro que colgaba de su labio inferior y tiró con fuerza hacia abajo hasta arrancarselo de la cara. Aprovechó el movimiento descendente de la cabeza para insertarle en el cuello el bisturí que blandía en su mano izquierda, impidiendo que pudiera gritar. Con un estudiado giro se situó detrás de su atacante y rebanó el cuello de derecha a izquierda. Le abrazó, como a un amante, desde detrás y notó cómo su cuerpo laxo comenzaba a caer. Lo sujetó con fuerza e introdujo la mano del bisturí en el pantalón de su moribundo acompañante. En milésimas de segundos seccionó la femoral y cortó con maestría su miembro que ya rodaba por dentro del pantalón hasta salir por la pernera y cayendo al suelo. Volvió a sacar la mano del pantalón y le abrió en canal el estómago, desparramando por el lugar las vísceras. Dejó el cuerpo apoyado contra el frondoso árbol y lo rodeó con algunos ramos que fue tomando de las tumbas cercanas que ocultaban el atroz asesinato.

Lentamente, como disfrutando del paseo, abandonó el lugar saltando la misma valla por la que había accedido.


En la puerta de la capilla ambas familias se abrazaban compartiendo su dolor. Departían, entre disculpas y dolorosos recuerdos, sabiendo que los unía el amor por una persona que les había robado el corazón a todos.

Bajando la colina, Clara Belle lloraba tras el entierro de su hija. Se presentó, altiva e intimidante, ante Hunter, que ahora sí le mantenía la mirada.

—Estarás contento, ¿no? No solo me has arrebatado a mi hija, sino que te has atrevido a poner en mi contra a toda mi familia. ¡Me las pagarás! —Las palabras de aquella mujer resonaron como un tremendo golpe en la cabeza del menor de los Brooks.

Mary Ann no pudo aguantar la indignación y colocó su cara a milímetros de la de Clara Belle.  

—Mire usted, malnacida. Este hombre amaba a su hija por encima de cualquier otra circunstancia. Quizá más que usted. Pero le diré algo que posiblemente no sepa. Megan, en su vientre, llevaba el fruto de ese amor. En pocos meses habría tenido entre sus brazos un inocente bebé que le recordaría lo bonito de la vida.

La cara de la matriarca no podía ocultar su estupor.  Tras unos segundos, reaccionó.

—No se equivoque. Habría nacido un monstruo. Quizá este sea el mejor final. Saber que el cuerpo de mi hija fue violado por esa mierda, no crea que va a pasar sin castigo.

Mary Ann le soltó una bofetada a Clara Belle que la hizo caer de espaldas. En un instante, policías y miembros de la organización de ultraderecha se empujaban y golpeaban sin piedad.

Los agentes de policía, considerablemente más numerosos en la estrecha entrada de la capilla, lograron controlar el altercado y detener a varios individuos, llevándoselos esposados. En el suelo, boca abajo, Hunter parecía haber recibido un fortísimo golpe en la cabeza del que se recuperaba con lentitud.

Con todo aquel revuelo a su alrededor, se preguntó cómo podía ser posible que una apacible vida en la soleada California hubiera acabado de aquella manera tan abrupta, con familias enfrentadas y con un sentimiento de culpabilidad que crecía en su interior.

Michael y Ricky le ayudaron a levantarse y abandonaron el lugar, ayudados por la policía. De camino a su hotel, miró a su hermano, que lo abrazaba en el asiento trasero del coche patrulla, y le dijo con voz rota.

—Voy a quedarme unos días por aquí, hermano. Necesito desconectar del mundo y pensar. Ricky os llevará a casa en el avión.

—¿Estás seguro, hermanito? ¿No quieres venir a casa con nosotros? Allí te cuidaremos y te ayudaremos a salir de esta. —Se ofreció Michael, preocupado por la salud mental de Hunter.

En ese momento recordó cómo Hunter fue el único que había mantenido el ánimo suficiente cuando murió su madre. Les elevó y acompañó en aquellos duros días posteriores, erigiéndose en el puntal de la familia. Este golpe había sido muy duro y lo estaba acusando, pero sabía del carácter indómito de su hermano y que tras unos días volvería a ser el de siempre.

Al llegar al hotel, tomó su maleta y un portatrajes y desapareció sin esperar a su padre.


A miles de kilómetros de allí, el equipo del inspector Greer cerraba el círculo alrededor del asesino de prostitutas de Capp Street. Los informes hacían referencia a que las chicas aparecían muertas, con las muñecas cortadas, fingiendo burdamente un suicidio, con lo que probablemente fuera un bisturí. En algunos casos había desaparecido la ropa interior. En otros, les había cortado los pezones o introducidos objetos en la vagina.

La conclusión más lógica que tomaba fuerza era que con este último asesinato había perfeccionado su forma de operar.

Informática había filtrado todas las IPs que habían interactuado con el perfil de ‘Dice de Temis’ y los había comparado con los demás asesinatos. Había una coincidencia. Pudieron acercarse, triangulando la señal de una torre de comunicación en el parque Mission Dolores, cercano a Capp Street. Era cuestión de tiempo que fuera capturado, pero era prioritario antes encontrar alguna víctima que pudiera identificarlo.


En otra parte de la ciudad, Sombra escribía a su jefe un mensaje que se borraría automáticamente después de ser leído.

«Estamos buscando a mi primo. Toda la familia está intentando localizarlo».

Alfred Starks leyó el escueto mensaje y se alegró profundamente de la profesionalidad de su equipo. Debían tomarle la delantera a la policía. Las instrucciones eran acorralarlo y avisarlo.

Él mismo tomaría contacto; no quería dejar pasar la oportunidad de capturarlo con vida. Aún no había decidido qué tipo de final le esperaría al sujeto; de lo que sí estaba seguro es de que no sería nada agradable.

El taxista lo dejó donde le había solicitado. Un hotel donde no pidieran explicaciones, cerca de una zona de bares. Hunter deseaba estar solo, quería pasar el duelo concentrado en su dolor, como queriendo ahondar en la herida que le carcomía las entrañas. Después de registrarse, dejó la maleta en la habitación y bajó al bar que le había aconsejado el conductor. Abrió la puerta y esperó unos momentos a que la vista se adaptara a la penumbra. Estaba vacío a aquellas horas de la mañana. Una pareja chalaba animada en un rincón mientras desayunaban tortitas y café. En la barra dormitaba un anciano que apuraba su enésimo vaso de bourbon. Localizó una mesa al fondo y se sentó. La camarera, una mujer delgada, de mediana edad, con cara de no haber dormido, se le acercó mascando chicle. Desde que había abierto la puerta, sabía que era un chico con dinero y que no pertenecía a aquel lugar. ¿Por qué no intentar aprovechar la oportunidad de salir de allí?

—¿Qué vas a tomar, guapo? ¿Te apetece el especial de la casa? — le dijo con voz seductora.

—Póngame huevos con beicon, pan de centeno y una botella de wiski; elija usted la marca.

—Llegas con fuerza, cariño. ¿Tienes algo que celebrar? Si te apetece, en un rato me puedo unir a la fiesta y quizá podamos pasar un rato en la trastienda. Con un chico tan guapo seguro que puedo hacer maravillas. Además, quiero estrenar contigo mis nuevos piercings. Esperaba a alguien que supiera aprovecharlos. Los podrás tocar como un buen bolso de Versace. — dijo mientras jugueteaba con el chicle.

—De momento me conformo con el desayuno, Peggy. — dijo, leyendo el letrero con su nombre junto a un exuberante escote que estaba seguro de que era producto de la cirugía.

—Bien, cariño. Te pondré lo tuyo y quizá más tarde, cuando la botella vaya bajando, te animes a saludar a estas dos­— replicó tocándose el pecho. Se giró y con un golpe en la nalga dijo—O este, como tú prefieras, cariño.

El resto de la mañana trascurrió lentamente, entre recuerdos inconexos, momentos de euforia en los que brindaba con Megan y su madre, y ratos que, mientras dormitaba, se le hacían presentes momentos de los eventos de esa misma mañana. Todo envuelto en una bruma que no le dejaba concentrarse demasiado en un solo instante.

Se levantó, pagó una segunda botella y volvió a su mesa. La camarera lo observaba con una mezcla de deseo, pero también de tristeza. Algo muy duro tenía que haber vivido para beber de esa manera. Quizá descubrió que su novia le engañaba con su mejor amigo. O simplemente lo había dejado por otro. En todo caso, no perdió la esperanza de probar semejante ejemplar.

Se le acercó portando un plato. En él, un sándwich de carne ahumada, lechuga fresca, tomate en rodajas, aguacate, beicon crujiente, pavo cocido y suavizado con una salsa de mayonesa con un toque de pimienta y sal. A su alrededor, una cantidad importante de patatas fritas especiadas.

—Toma, cariño. Tienes que comer algo si quieres seguir bebiendo. No tengo muchos clientes que paguen botellas completas. Invita la casa. No quiero tener que despertarte al final de mi turno.

La miró sin reconocerla y le dedicó una amplia sonrisa y un torpe guiño. La chica volvió a sus quehaceres con la convicción de que el alcohol lo estaba tornando más receptivo a sus encantos.

Tomó el bocadillo y lo devoró con fruición. Esa carne ahumada lo condujo a uno de los momentos de felicidad plena que guardaba en su interior.


Su madre removía las brasas y añadía un par de troncos para mantener la casa en una temperatura óptima para los que estaban por llegar. Hunter, en la cocina, acababa de llegar de la universidad y daba fin a un delicioso bocadillo que le había preparado su madre. El olor de la carne ahumada extendía su fragancia por todas las estancias, llegando a cada recoveco, mueble o habitación, abandonando el lugar a través de las rendijas de las puertas y ventanas.

Su hermano Michael aparcó frente a la puerta y le abrió la puerta a Mary Ann.

Salió con dificultad del vehículo y comenzó a subir las escaleras, apoyada en el hombro de su suegra. Hunter corrió a la entrada y se encontró a su cuñada a medio camino. La abrazó con fuerza sin caer en el profundo corte que lucía en su abdomen. Saltó encima de Michael entre risas y besos.

—Ya pensaba que no serías capaz de ser papá, hermanito.

Carcajeó divertido Hunter, mientras su hermano sacaba del asiento trasero una diminuta cesta de mimbre donde asomaba una manita sonrosada como queriendo presentarse a su padrino. Una carita redonda, con el ceño relajado, ojos medio cerrados intentando adaptarse a la luz solar y una boquita entreabierta de labios carnosos. Habría jurado que esa cara angelical estaba hecha de diminutas bolitas de plastilina en tono pastel. Transmitía paz y un amor tan profundo que no sabía muy bien de dónde brotaba. Abrió un poco la manta que lo protegía del frío para verlo mejor.

—Te presento a Emmanuel, hermanito. Cuando fuimos de luna de miel a España, fue un nombre que le encantó a tu cuñada. Me dijo que, si algún día fuera agraciada con ser madre, ese sería el nombre que le pondría a su primer hijo varón. Significa "Dios entre nosotros", según nos comentó un cura dentro de la catedral de Cádiz. Además, nos sorprendió saber que era el nombre que, según la profecía, se le concedió a Jesús. Caracteriza a las personas bondadosas y felices.

Hunter obnubilado no tenía ojos para nadie más. Era su mundo, su todo.

Michael volvió a meter medio cuerpo en el coche y sacó otra cesta, igual que la anterior, con otro recién nacido en su interior.

—Y esta cosita que tienes aquí, con esa carita de no haber roto un plato, pero que llora a pleno pulmón, es Helen, o mejor dicho, Elena, tal como nos contó el mismo cura. Su nombre significa luz, la que brilla y simboliza el poder y la belleza.

Hunter volvió a enamorarse. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que dudaba si resistiría tanta emoción.

Nathaniel subía la colina, casi corriendo, para recibir a los nuevos miembros de su familia. Jane le había advertido que debía llegar temprano para poder asearse y recibir a los pequeños oliendo a jabón. Pero como siempre, las tareas mandaban y se retrasó un poco.

Los gemelos llegaron como un regalo divino, iluminando cada esquina de la casa con su presencia. Fueron creciendo y sus risas resonaban como campanas que llenaban de alegría incluso los días más grises. No había rincón de aquella casa que no estuviera marcado por el amor que trajeron consigo, por las huellas de juegos compartidos y por esa energía inagotable que renovaba el espíritu de todos a su alrededor.

Manuel era cariñoso hasta límites imposibles. Activo y con una capacidad innata para meterse en problemas. Elena era reflexiva y tranquila; siempre andaba ojeando los cuentos y cómics que había por la casa. Dibujaba con una soltura impropia de su edad aquellos personajes que más le gustaban. Cuando te abrazaba, te fundía el alma con esa serena mirada con la que dejaba fluir su imaginación por la habitación.

Su hermano la ponía de los nervios desde muy pequeña. Tan dormilona que parecía hibernar, necesitaba su tiempo de tranquilidad que ya se encargaba Manuel de romperlo con algún juego o charla. Eran los típicos hermanos que cuando no están juntos se buscan. Y cuando lo están, andan a la gresca.

Mientras Hunter evocaba esos momentos de felicidad, sintió una punzada de nostalgia y culpa. Aquel maravilloso pasado con campos dorados y risas despreocupadas, que ahora parecía tan lejano como su salvación, no era del todo perfecto. También hubo días oscuros en aquel lugar de Kansas llamado Council Grove, en el condado de Morris.

El recuerdo de esas dos vidas contrastaba profundamente con la noticia que sonaba estridente en la televisión de aquel bar de Alabama. La NBC, por voz de su estrella Lester Holt, anunciaba compungido.

—El Papa de Roma Francisco Bergoglio ha fallecido.

Hunter levantó su copa y soltó un claro

—Descanse en paz.


La tarde transcurrió entre botellas de alcohol y cestas de cacahuetes, en la soledad de un bar del que nadie de su entorno tenía conocimiento.

Peggy había terminado su turno y se le acercaba desde el otro extremo del local. Hunter trató de fijar la vista en la figura que se le acercaba, pero los bordes de su silueta se difuminaban como si la estuviera viendo a través de un cristal empañado. Su cabeza le convenció de que era Meg acercándose a la mesa moviendo de manera exagerada sus caderas. Esa imagen lo transportó a la noche en que asistieron a la apertura de un restaurante de un cliente del bufete. Estaba arrebatadoramente bella, siendo el centro de las miradas de ellos, pero sobre todo de ellas. Hunter la miraba con una mezcla de absoluta admiración y lujuria contenida.

—¡Meg! —susurró a la camarera, mientras le sonreía al sentarse a su lado. Acarició su mejilla y le ofreció un tierno beso en la comisura de los labios. Peggy se dejó querer, aunque sabía que a quien le dedicaba las carantoñas no era ella, pero tenía que aprovechar la oportunidad de salir de una vida mediocre y con un futuro incierto.

Comenzó a interpretar el papel más relevante de su vida. Tendría que ser convincente actuando como un personaje que no conocía, pero que le permitiría entrar en una cabeza trastornada por el alcohol de un joven con el que apenas había cruzado dos palabras. Pero si era capaz de llevárselo a su apartamento, tendría una oportunidad. En su cabeza aparecieron esas noches de casino, apostándolo todo al negro. Iba a por todas.


La penumbra del lugar le reportaba una intimidad que parecía aislarlos del resto del mundo. En un delicado movimiento que pasó desapercibido, la chica le puso la mano sobre el muslo. La suave mano acariciaba levemente la pierna. En cada viaje sus dedos conquistaban un centímetro más para llegar a su destino. El joven, desbordado de alcohol, parecía no darse cuenta de las intenciones. Finalmente, en uno de esos movimientos, logró acariciarle la entrepierna. Comprobó que se mostraba receptivo al notar un aumento considerable de tamaño. Esto la animó a continuar con la experiencia, conquistando terreno por unos minutos más. Peggy estaba realmente excitada. Esos juegos rodeados de personas, cada uno imbuido en sus vidas, le gustaban, le daban la vida; no recordaba cuántas veces había tenido ese tipo de relaciones en público. Temía que la descubrieran, pero ese mismo temor la estimulaba a continuar. Quería que Hunter correspondiera a su atrevimiento tocándola. Le tomó una de las manos y la puso en su muslo, por debajo de la falda, mientras que, con destreza, le bajaba la cremallera, introducía su mano en el interior del pantalón y comenzó a masturbarlo, mientras lo miraba a los ojos.

Hunter, absorto en su delirio, le hablaba de la colección de bonsáis que adornaban su casa en California, de cómo había conseguido los mejores ejemplares y de lo orgullosa que estaría su madre con lo que había construido.


Llenó por enésima vez su vaso y lo bebió de un solo trago, provocándole un amago de vómito que lo despertó de su ensoñación. Miró hacia abajo y observó asustado lo que estaba sucediendo. Queriendo repudiar esa conducta quiso apartarse tan rápido que se tropezó y cayó de la silla. El revuelo hizo girar los cuellos que bebían en silencio. Peggy, asustada y decepcionada, desapareció tras la puerta de la trastienda gimiendo por la oportunidad perdida. Se recompuso y, tras comprarle varias botellas al nuevo camarero, abandonó el lugar en dirección a su motel con la idea de purgar la escena que martilleaba insistente su cabeza.


 









Capítulo 9

A Alfred Stark no le sorprendió la llamada de su jefe. La esperaba desde su regreso de Alabama, pero lo inusual era que lo citara en Kobayashi. Este lugar, más que un simple destino, era un universo en constante transformación. El jardín parecía tener vida propia, en constante y asombrosa transformación. Las estaciones gobernaban su diseño como una orquesta que alternaba entre las suaves armonías de un clarinete y explosiones de color de la percusión. Allí donde la primavera inundaba el entorno con cerezos en flor, el verano dejaba paso a un verdor desbordante; en otoño, las hojas caían vistiendo el suelo desde los tonos amarillentos, anaranjados, hasta los rojizos intensos y los marrones terrosos. En invierno, la calma adormecía todo mientras el bambú se mecía, resistiendo a la tempestad como su abrazo gélido pero pacífico.

El agua serpenteaba por el terreno en sinuosos meandros, trazados a mano, pero que la naturaleza le había impreso un carácter propio y diferenciador, reflejando aves que descendían a beber y reptiles que, inmóviles, permanecían en alerta en la quietud. Una ligera brisa, cargada con el aroma del incienso, se mezclaba con el de la tierra húmeda. El alegre jugueteo del viento con las hojas caídas acariciaba el paisaje como si susurrara secretos que solo los habitantes del jardín podían entender. Cada detalle, desde las umbrías que ocultaban detalles desconocidos hasta el eco de pájaros que venían a recrearse, era un recordatorio de lo especial que era el lugar.

La cita era en la casa de té, un espacio mágico y delicado, donde lo tradicional alcanzaba la máxima expresión. Allí, las puertas se abrían según la estación y la hora del día, ofreciendo distintos escenarios desde una misma ubicación: un mosaico de paisajes que se transformaban con cada nuevo amanecer. Para los visitantes, era un santuario de quietud y contemplación, donde respirar paz, en sincronía con eventos celestiales que los oteaban desde el universo.

En el centro de la sala, la familia Brooks Kobayashi oraba en silencio; sus figuras reflejaban respeto y solemnidad según las tradiciones de sus ancestros. Las manos juntas, las cabezas ligeramente inclinadas. Mary, junto a su esposo, seguía sus movimientos con la precisión de quien se deja guiar en un terreno desconocido, pero profundamente significativo.

 Rick y Dawn, de pie al borde del salón, observaban el acto con asombro reverente, siendo testigos de cómo otras culturas afrontaban el dolor como algo sagrado. A su izquierda, la familia Williams al completo, excepto la matriarca del clan, sentía esa mezcla de dolor y admiración que se generalizaba entre los presentes.

A cierta distancia, Alfred Stark permanecía inmóvil, un par de pasos detrás del inspector Greer, que observaba agradecido y en silencio algo que le parecía fascinante e íntimo y tremendamente doloroso. Alrededor, un selecto grupo de personas hacía lo propio.

Hunter, envuelto en el solemne mofuku negro, lucía el elegante bordado blanco que declaraba con orgullo su conexión con la familia Kobayashi. El traje parecía un símbolo de duelo y respeto, un puente entre el dolor y la tradición.

La voz de Hunter, cantando sutras al ritmo que marcaba el sacerdote budista, flotaba sobre la brisa. Era un canto grave, pausado, pero cargado de intensidad emocional, como un hilo que lo conectaba con los recuerdos de Megan y que la hacía presente. Con cada sílaba, sentía que la amarga hiel que cubría su corazón como un pesado velo se desgajaba de este, uniéndose a las plegarias, entrelazándose con el viento, y transportándola a un lugar donde no provocara dolor, quedando como ese recuerdo que se entierra en las catacumbas de la memoria.  

Frente al altar Butsudan, las varas de incienso ardían lentamente, liberando columnas de humo que ascendían, transportando plegarias hacia el cielo, con su olor dulce y terroso. A su alrededor, las ofrendas cuidadosamente dispuestas en cestas parecían símbolos vivos: arroz blanco, como un manto de pureza; frutas frescas, que prometían la perpetuación de la vida; y un sakazuki de sake, cuya fragancia, transportada por el viento, hablaba de respeto. El solemne altar, con sus aromas dulces y penetrantes, parecía unir dos mundos: los ancestros japoneses de la familia Kobayashi y las raíces sureñas de Megan, en una danza de tradiciones que convergían en un mismo acto de amor y despedida.

Las fotografías de Megan, colocadas con delicadeza, estaban rodeadas de flores vibrantes y objetos personales que parecían contar su historia atrapadas en capsulas de memoria irrompibles:

Un par de colgantes, engarzados en oro, de conchas de nautilos, idénticos, anacarados, recogidas por Megan una a una durante sus largos paseos por la playa en busca de la muestra perfecta. La que puesta al lado de sus hermanas fuera como gotas de agua. Todas con las mismas dimensiones, el mismo tono y la misma cantidad de espirales. El colgante se convirtió en un obsesivo ejercicio de la búsqueda de la perfección del amor que los unía. Como si la belleza de la proporción áurea que presidía cada una de ellas los acercara al ideal aristotélico de un alma compartida por dos cuerpos. 

Un ejemplar de "El pabellón de oro" de Yukio Mishima, el libro favorito de Megan, que paradójicamente hablaba de la obsesión por la belleza y cómo puede ser a la vez inspiradora y destructiva. Cada vez que lo leía, desentrañaba nuevas capas, conectando el mundo externo con sus propios pensamientos.

A su lado, dos anillos de madera engarzados que talló Hunter desde un trozo de madera petrificada que les ofreció un anciano en la entrada de Old Faithful Inn en su primera visita a Yellowtone. Aquel hombre, con una grisácea barba que parecía enredarse como las vetas de la madera que trabajaba, había perdido la vista hacía décadas. Sin embargo, su sabiduría parecía emanar tan clarividente como el agua que fluía por los manantiales de Yellowstone. Cuando les habló, su voz resonó temblorosa y enfermiza, como si viniera de lo más profundo bosque, cargada de esa sensatez que el tiempo había cincelado lentamente. Les paró con un largo bastón que tenía a su lado y les dijo aquellas palabras que necesitaban escuchar:

—Esas pisadas son las mismas que resonaron en mi cabeza el día que traje aquí a mi esposa por primera vez. Habéis hecho recordar a este viejo loco aquellos años de felicidad. — Tomó un pequeño trozo de madera, lo olió como queriendo saber si era el adecuado y se lo ofreció a la pareja. 

—Sí sois capaces de tallar dos anillos engarzados, si que se os rompa o agriete vuestro amor trascenderá a vuestras propias vidas para convertirse en eterno.

Hoy, pensó Hunter, ese amor se convertiría en parte imperecedero del tiempo.


El sacerdote se giró y preguntó por el kaimyo que habían escogido para ella, para ayudarla a encontrar el camino celestial.

—Sensei, queremos destacar cómo compartía amor y felicidad con los demás, dejando huellas imborrables en quienes la rodeaban. Su padre ha escogido el nombre de Aiho, amor abundante.

El venerable monje miró al abatido padre, se acercó, le ofreció una profunda reverencia y le dijo:

—Mi corazón se eleva al admirar el nombre escogido y llora al no haber tenido el honor de conocerla. Aiho es un nombre lleno de luz y buenos propósitos. Amor abundante es un don en desuso en tiempos de espinos y caminos escarpados; hablan mucho y bien de cómo se condujo en vida. Este nombre refleja el legado de alguien que vivió con un espíritu valiente y generoso, buscando la justicia y compartiendo su corazón con todos a su alrededor. Honrar este nombre es un honor para mí. Que la energía de Aiho guíe a Megan en su nuevo camino y traiga paz a los corazones de quienes la recuerdan.

Se giró hacia el altar y comenzó a cantar:

—Acoge el espíritu de Aiho, oh infinita luz del universo, quien en vida caminó con valentía, defendiendo la justicia y esparciendo amor como pétalos al viento. Elevemos nuestros espíritus para que su corazón puro sea faro eterno, guiando a quienes la amaron en vida, y que el loto de su legado florezca en todas las almas que tocó. Con cada sutra recitado y cada llama encendida, pedimos que su viaje sea sereno, y que la infinita sabiduría del Dharma la acompañe en su nuevo camino hacia el despertar eterno.

Poniéndose de rodillas y juntando sus manos alrededor de una vara de incienso, terminó:

—Aiho, amor abundante, sigue brillando más allá de este mundo, en el reflejo de cada acto de bondad y en el eco de cada alma valiente.

Dirigiéndose a los presentes les conminó:

—Creyentes o no, por el amor que albergue sus corazones, les pido que me acompañen en el saikeirei por Aiho. Este gesto simboliza un respeto profundo, humildad y disculpas sinceras. Tomémonos unos segundos para desearle un plácido camino.

El anciano se arrodilló en respertuosa posición seiza, sentado sobre sus talones, y se inclinó profundamente hasta que la cabeza casi tocó el suelo.

Uno a uno, los presentes se arrodillaron en un gesto tan profundo que parecía borrar cualquier distinción entre diferentes confesiones. El suelo absorbía su respeto, y en el aire flotaba una reverencia compartida que trascendía las palabras, uniendo corazones en un silencio casi mágico.

Para Hunter fue una ceremonia liberadora, que lo ponía en paz con el mundo, pero sobre todo consigo mismo. Recordó que tuvo esa misma sensación en el entierro de su madre. Por un lado, el padre Damian, siguiendo los preceptos de la iglesia católica, y, posteriormente, en un ritual que su madre habría deseado, el sacerdote budista honrando a sus ancestros que llegaron sin nada con lo que afrontar la vida a ese país.

Para ambas familias, aquel acto les permitía darle una despedida acorde con la persona después de la terrible decepción sufrida en Alabama. No importaban las religiones, ni los actos que se celebraban alrededor de ellas. Simplemente eran personas despidiendo a alguien que iluminó sus vidas más allá del amor.

Concluido el acto, Greer se giró y vio al fornido conductor del bufete mirándolo fijamente.

—Ha sido una ceremonia verdaderamente emotiva. Es un honor que la familia Brooks me invitara. John Greer, inspector de policía, llevo el caso de Megan —dijo presentándose amablemente.

—Alfred Stark, conductor del bufete Richmond y Brooks. Creo que nos hemos visto algunas veces, inspector. Aunque nunca habíamos hablado. Y sí. Ha sido una ceremonia a la altura de la señorita Williams. Han sido muy amables de invitarme a participar en ella. La tenía en gran estima. Era un ser de luz en este mundo lleno de lobos.

El policía se ajustó las gafas y se acercó a una distancia que le permitiera verlo con claridad. Realmente lo había reconocido, pero siempre le había parecido muy descortés hablar con alguien sin ser previamente presentados. Había hecho los deberes y había investigado a toda aquella persona cercana, por lo que era conocedor del historial que atesoraba, hasta hacerlo dudar de que fuera un simple chofer.

Hunter se les acercó por detrás con los ánimos bajo mínimos y dijo:

—Ya veo que se conocen. Inspector. Supongo que esa fachada le habrá hecho preguntarse cosas. Alfred es nuestro jefe de seguridad, pero siempre se ofrece para ser nuestro conductor. Como podrá comprobar más adelante, es alguien muy preparado y seguro que podrá ayudarle si lo precisa. Es de mi total confianza. Lleva con nosotros desde el primer día y ha demostrado sobradamente su profesionalidad.

—Por supuesto, señor Greer. Mi equipo y yo estaremos encantados de ayudar. Tengo contactos en muchos sitios que nos podrían ayudar llegado el momento.

El policía agradeció con un gesto el ofrecimiento.

—Me hago cargo, mi estimado Hunter. Cuando tenga un hueco me gustaría charlar con el señor Stark; nunca se sabe de dónde puede llegar la pista decisiva.

Hunter asintió satisfecho de cómo había manejado los tempos para que ese momento se produjera. Quería que su jefe de seguridad interviniera con su experiencia y sus contactos para capturar al asesino de Meg. Sabía que no había forma de borrar la herida que la muerte de Megan había dejado en su alma, pero necesitaba respuestas. Necesitaba encerrar no solo al asesino, sino también la culpa que lo devoraba. Solo así podría mirar al futuro sin el peso de tantas sombras. La pregunta que lo atormentaba no era nueva; había resonado en su mente desde el día en que perdió a Megan como un pájaro carpintero horadando la madera hasta construir un nido seguro donde cobijarse. 

«¿Por qué?»


El equipo de Greer estaba discretamente repartido por el lugar, fotografiando a todo aquel que había asistido al sepelio. Les había advertido que los culpables no pueden dejar pasar la oportunidad de presentarse en el entierro de sus víctimas sin ser invitados, o directamente son parte del círculo más cercano. Aunque las pruebas los llevaban en otra dirección, no podían desaprovechar la oportunidad que se les presentaba. Identificó a varios curiosos que se acercaron por los alrededores y detuvo a un periodista que había saltado el vallado perimetral y tomaba fotos desde la protección que le proporcionaba el follaje.

Periodistas, oliendo carroña, ávidos de captar el instante sin conocer límites para conseguirlo. El entierro en Alabama había sido portada a nivel nacional. Aprovechado por unos para lanzar sus proclamas y despreciado por otros por sus tintes racistas.

Al atardecer, Ricky y Dawn y Michel y Mary Ann decidieron salir a dar un paseo por el extenso jardín. Con el sol bajo, el jardín se comportaba como un transformista. Cada minuto mostraba unas absorbentes vestiduras que desaparecían por arte de magia para centrar los cambios en otros lugares.

—¿Recuerdas la primera vez que vinimos aquí, Michael? —dijo Mary Ann, sabiendo perfectamente a lo que se refería.

—¡Vaya susto nos hiciste pasar, Mary! ¡Creía que te estaba dando un infarto! Menos mal que Alicia estaba aquí y te atendió enseguida. ¿Cómo dijo que se llamaba ese síndrome?

—Síndrome de Stendhal. Nunca pensé que algo tan hermoso pudiera hacerme sentir tan mal. Por un momento, pensé que no saldría con vida de este jardín. —respondió su esposa.

—Creo que me provocas ese síndrome a diario cuando te veo despertar a mi lado, cariño. —dijo Michael en tono zalamero. El piropo bien mereció el ruidoso beso que le dio a su marido.

—¡Toma ya! ¡Aprende a decir cosas bonitas, insensible! —dijo Dawn pellizcando a Ricky.

Todos rieron por la espontaneidad de las chicas, mientras el joven abogado correteaba divertido a su chica hasta verlos desaparecer tras un frondoso tilo.

Michael y Mary Ann continuaron caminando por el jardín cogidos de la mano, hasta encontrar un banco de madera bajo un cerezo cuyas flores comenzaban a caer como pequeñas lágrimas expuestas al viento. Respiraron profundamente para atrapar los matices que les traía el aire.

Unos minutos después aparecieron Ricky y Dawn caminando desenfadados por la colina. Ella llevaba un pequeño ramo improvisado de flores silvestres recogidas del camino, que giraba distraídamente entre los dedos.

—Nos preguntábamos dónde estaban —dijo Mary Ann mientras se sentaban en el banco junto a ellos.

—Este lugar tiene algo que te atrapa. Podría pasar horas aquí sin darme cuenta —dijo Dawn, pensativa.

—Cuidado con esas escapadas tras los árboles, que este es capaz de dejarte de nuevo embarazada con solo pensarlo. —exclamó Mary Ann con una sonrisa picarona.

La complicidad de las parejas era evidente y se traducían en risas desenfadadas sin que hubiera temas prohibidos entre ellos.

Las bromas cesaron lentamente, y por un momento solo se escuchó el dulce canto de los canarios anaranjados del aviario. Michael los observó por un rato, atrapado en sus pensamientos, antes de romper el silencio con una voz cargada de preocupación.

—Ricky, estoy preocupado por mi hermano. —dijo atrapado en sus pensamientos, sin poder disfrutar el momento.

Mary Ann se quedó observando cómo el viento hacía temblar las ramas de los cerezos todavía florecidos mientras procesaba en su cabeza todo el dolor que había acumulado en el ambiente. Para ella, el jardín no era solo un refugio, sino un recordatorio de que, incluso en los momentos más difíciles, la belleza podía resistir.

Michael, absorto, continuó hablando sin detenerse. —Desde que volvimos, lo noto más distante, más sombrío. Es como si estuviera construyendo un muro a su alrededor. —Suspiró profundamente mientras recogía una hoja caída del suelo. —Sé que lo está pasando mal, pero temo que este aislamiento solo lo empeore todo.

Ricky le miró con atención.

—Hunter siempre ha sido fuerte, M. Puede que esté en un mal momento ahora, pero encontrar el modo de salir adelante está en su naturaleza. Lo que necesita es saber que nos tiene a su lado, pase lo que pase.

Mary Ann, que había permanecido en silencio, finalmente intervino con suavidad. —A veces, las personas que sufren necesitan tiempo para encontrar su camino de vuelta. Pero nunca está de más recordarles que no tienen que recorrer ese camino solos.

Dawn, siempre con ojos inquisitivos, intervino mientras ajustaba las flores que llevaba en sus manos. —¿Crees que todavía está procesando lo de Meg? Es natural que esté mal, pero tal vez esté atrapado en un lugar del que no sabe cómo salir. No sé si es por todo lo que pasó en Alabama o simplemente por... Meg.

El nombre de Megan quedó suspendido en el aire por un instante, como una hoja resistiendo la caída. Dawn dejó de jugar con las flores y alzó la vista hacia Michael. —Todos estamos preocupados por él, Michael. Es normal que esté mal con todo lo que ha pasado. Pero tal vez lo que necesita ahora es un empujón, alguien que lo saque del pozo antes de que sea más difícil volver a subir.

—¿Y cómo hacemos eso? —preguntó Michel, frunciendo el ceño—. Hunter no es alguien que acepte ayuda fácilmente. Siempre ha querido resolver las cosas por su cuenta.

—Tal vez no se trata de resolver nada —intervino Mary Ann, con voz tranquila pero firme—. Quizás lo único que necesita es que estemos aquí, recordándole que no está solo. Algunas heridas no se curan con soluciones rápidas, pero tener compañía hace que duelan un poco menos.

Ricky asintió lentamente, apoyando los codos en las rodillas mientras reflexionaba. —Mary Ann tiene razón. Pero creo que también sería bueno recordarle que tiene un propósito. La justicia, Meg... Él vive con una brújula moral muy fuerte. Tal vez si lo ayudamos a enfocarse en eso, podría reencontrarse con él mismo.

—Esa es una buena idea. Pero si vamos a ayudarlo a encontrar un propósito, también debemos asegurarnos de que sepa que no tiene que cargar con todo. Él siempre trata de ser fuerte por los demás, como hizo cuando mi madre murió, pero tal vez esta vez necesita que alguien sea fuerte por él. Michael asintió lentamente, como si comenzara a ver una pequeña luz entre las sombras. —Gracias... Gracias a todos. Creo que es hora de que dejemos de preocuparnos solo con palabras y empecemos a hacer algo por él.

—No te preocupes, M. No lo dejaremos caer.

—¡Felicite a su cocinera por esta bebida, señor Brooks! ¿Cómo ha dicho que se  llama? —preguntó Greer, sorprendido por su sabor.

—Se llama sangría, y es muy típica como bebida veraniega en España. La hace Alicia; sin ella esta casa sería un completo desastre. Además, esconde una sorpresa. Es doctora en medicína. Una verdadera joya. Pero será mejor que sea ella la que le explique cómo lo hace. —dijo Hunter alabando a su empleada y ofreciéndole, con gesto cansado, que hablara en su nombre.

—Señor Greer, como verá por su color, el ingrediente principal es el vino tinto. Sirve uno joven, afrutado. Aquí utilizamos uno de variedad garnacha porque le da un sabor afrutado muy especial. Pero el vino es solo uno de los ingredientes. Como verá, lleva trozos de fruta fresca. Puede utilizar las de temporada, pero le recomendaría naranja, limón, manzana, melocotón y, a veces, un toque de fresas o uvas. Según lo golosos que sean sus invitados. Después lleva canela en rama que le da un olor incomparable y azúcar moreno de caña. Para darle algo de chispa le añado ron especiado: Con notas de vainilla, canela o nuez moscada, le aseguro que le proporciona un toque único y aromático a la sangría. Por último, junto a abundante hielo, refresco que puede ser una simple soda o con toques de lima, limón o naranja. Según gustos. El gas del refresco es el toque de burbujas que lo completa.

—Magnífica explicación, señorita Martín. La felicito efusivamente. No suelo beber mucho alcohol, pero está tan suave que se bebe solo. —Le prometo que la citaré cuando la haga para mis invitados —exclamó mientras se ponía de pie y estrechaba la mano con una pequeña reverencia a una avergonzada asistente.

Dio las gracias y desapareció cerrando la puerta tras de sí.

—Estoy intentando ayudarla a que le convaliden el título. Es una verdadera lástima desaprovechar sus estudios en medicina en tareas de la casa. Pero centrémonos en lo que hemos venido. Estoy agotado por las emociones de estos días.

Respiró profundamente y, tomando otro trago de la bebida, comentó:

—Como le dije, nuestro jefe de seguridad, aquí presente, es alguien con una experiencia fuera de toda duda, y nos gustaría que aceptara la ayuda que le ofrecemos desde el bufete. Sus múltiples contactos en agencias nacionales le podrían proporcionar información a la que quizá no tenga acceso. Por supuesto, todo lo que descubra lo pondrá a su entera disposición. Prometo que no intervendrá a menos que usted no lo precise. Hágalo por mí, o mejor, hágalo por Meg.

—Señor Hunter, le agradezco el ofrecimiento, y no dude que si les necesito se lo haré saber. Pero tengo que decirle que el fiscal general de San Francisco nos ha dado acceso a fondos extraordinarios y a todos los recursos humanos que necesitemos. Puedo asegurarle que han puesto a mi disposición a nuestros mejores hombres. Aquí, mi ayudante, el señor Dillon, es el subinspector más capacitado que tenemos en toda la costa oeste. Pese a su juventud, me ha demostrado una lucidez impresionante. Todo ello sin contar que es el mejor running back que tenemos en el cuerpo. Su fuerza y agilidad lo hacen verdaderamente temible en el cuerpo a cuerpo.

—Entiendo sus reparos, inspector. —interrumpió Alfred Stark. —Pero quiero que sepa que, aunque no nos lo pida, tengo a mi equipo volcado en intentar proporcionarle esos recursos que el estado no puede darle. Y como bien ha dicho el señor Brooks, no haremos nada para interferir en sus investigaciones.

Nathaniel, sentado en el sofá, saboreando el segundo vaso de sangría, escuchaba con atención, en silencio.

—El diablo reparte cartas que Dios no puede jugar.

La frase retumbó como un terremoto en la cabeza de los presentes, aunque para Nathaniel solo parecía tener importancia el vaso que observaba con atención. Era una aplastante reflexión sobre cómo el mal o las tentaciones pueden ofrecer alternativas que puede que no se alineen con los principios divinos o éticos. Era la metáfora perfecta para aplicar a dilemas morales, elecciones difíciles o la lucha entre el bien y el mal.

El inspector no pudo enfrentarse a la aplastante lógica que escondía la frase que acababa de escuchar. Unir las fuerzas era la manera más rápida de encontrar a la terrorífica sombra que arrancó de la tierra el dulce aliento de la luz.

Megan bien lo valía.

De camino a los coches, Alfred se acercó al detective y le entregó un dosier de la investigación que había comenzado a dar sus frutos.

—Inspector, mi intención no es estar en primer plano cuando capturen al asesino. Me sentiré pagado con solo verlo entre rejas. —admitió el fornido chofer. —De acuerdo con mi equipo, hemos supuesto que están investigando como hipótesis más plausible al asesino de prostitutas que salen a diario publicadas en todas las portadas. Ahí tiene lo que hemos podido encontrar hasta el momento. Siento que no sea todo lo completo que me hubiera gustado entregarle, pero hay ciertos datos que convendrá conmigo que son muy interesantes.

—Muchas gracias, mi estimado amigo. Lo leeré con atención y le informaré de lo que pueda.

El viejo policía le ofreció la mano y la apretó más fuerte de lo que en él era costumbre, mientras lo miraba a los ojos. El apretón fue firme, quizá demasiado dadas las relaciones de poder en juego. El policía sintió cómo los nudillos se tensaban bajo la presión del apretón. No era un gesto descuidado; era calculado, una declaración silenciosa. Mientras Alfred le soltaba la mano, sus ojos no se apartaron de los del inspector, y en esa fracción de segundo, Greer supo que aquel hombre medía cada acción con una precisión inquietante. Sería una declaración silenciosa, producto de la confianza, o como si hubiera ganado una partida que solo él sabía que estaban jugando. El inspector no pudo evitar sentir que aquel hombre no ofrecía palabras vacías; era una fuerza a considerar, le pidiera ayuda o no.

—Es usted un verdadero descubrimiento, señor Starks. —Se despidió alzando el enrollado dosier que llevaba en su mano izquierda.

Se subieron al coche y vieron alejarse un lugar que jamás habrían soñado conocer.

Greer desenrolló el dosier, su mirada recorrió las primeras páginas, haciendo hincapié en fechas, nombres y ubicaciones destacadas en tinta negra, pero eran las notas marginales, escritas en rojo con una caligrafía precisa, las que llamaron su atención. Alfred Stark parecía ser alguien que no dejaba cabos sueltos. Era difícil ignorar la sensación de que sabía más de lo que decía. Pero la pregunta que martilleaba la mente de Greer no era si podía confiar en él, sino si podía permitirse no hacerlo.

— Inspector, le conozco lo suficiente para saber que ese último encuentro esconde algo más que simples palabras. — le confesó su ayudante mientras conducía a gran velocidad por el acceso a la autopista.

—Mi inteligente compañero ha comenzado a rascar por usted mismo los vericuetos de la psique humana. Le he ofrecido mi mano y he apretado más de lo normal. Generalmente, por mi edad y por ser cargo, nadie se atreve a apretar por encima de lo que yo lo haga. Pero nuestro amigo no ha permitido que quedara por encima. Un saludo firme con contacto visual y una sonrisa despreocupada suele interpretarse como una señal de autoconfianza y determinación. Confianza y seguridad en sí mismo. También puede expresar honestidad y compromiso. Aunque también puede tener trazas de entusiasmo por el trato cerrado. — comentó Greer con voz serena.

—Pero la sensación que me llevo es de dominancia: En algunos casos, un apretón demasiado fuerte puede percibirse como un intento de imponer una autoridad que no debería tener en este caso. Y si el apretón pasa un cierto límite, llegando a ser doloroso, como en este caso, es síntoma de pérdida de autocontrol. Y eso se contradice con sus primeras frases de querer mantenerse en un segundo plano. Las palabras son importantes, pero las manos pueden contar historias que las bocas no se atreven a expresar. No me gustaría tener a un tipo de esas dimensiones buscando al asesino de la novia de su jefe, sin saber que podría llegar a hacer si lo encuentra.

Mientras conducía, no podía evitar admirar la calma metódica del inspector. Greer siempre encontraba la manera de leer entre líneas, incluso cuando lo único que tenía delante era un gesto tan aparentemente mundano como un apretón de manos. Concentrado en la carretera, tenía ese brillo en los ojos de alguien que había asimilado una pieza clave del oficio, ese tipo de lecciones que no encuentras en los libros de la academia, sino que es la experiencia la que te las ofrece a lo largo de la vida. Era consciente de la fortuna que había tenido al caer a las órdenes de un tipo como aquel.

Mientras el paisaje se deslizaba más allá de la ventana del coche, el inspector no podía sacudirse la sensación de que algo fuera de su control estaba tomando forma. La justicia, si caía en las manos equivocadas, podía convertirse en otra clase de crimen. Y Alfred Stark, con su mirada impenetrable, podría ser el rostro de esa amenaza. Parecía confiable, pero dejaba entrever una ambigüedad que lo ponía en alerta.














Capítulo 10

Un par de colibríes de Anna jugueteaban en un elegante cortejo en la rama de un sicomoro en el parque Mission Dolores. Entre los arbustos, un tímido gorrión coroniblanco revoloteaba en busca de migajas olvidadas por los turistas. Cornejas y pinzones permanecían en las ramas altas de los robles, esperando su oportunidad.

El parque bullía abarrotado de vida. Familias extendían sus mantas en el césped, improvisando picnics, mientras los niños correteaban persiguiendo una pelota que subía y bajaba por el terreno inclinado. Turistas y locales se mezclaban en un crisol de culturas rodeados de un ambiente desenfadado, para observar la naturaleza, participar en actividades culturales o simplemente admirarse por las impresionantes vistas. Un grupo de atletas hacía series de cuestas por las empinadas veredas del parque. Otros, simplemente, asistían en silencio a algún espectáculo improvisado. La vida tenía su propio ritmo en ese oasis en medio de la ciudad.

Una pareja descansaba distraída tirada en el césped, cerca de las pistas de tenis. Él recorría los cielos en busca de algún halcón de Cooper que quisiera pasearse por el abarrotado parque. Mientras ella aprovechaba para tomar un poco de sol. En la cima de la colina, apoyado en la estatua de Miguel Hidalgo y Costilla, un joven recorría con sus prismáticos el parque. Desde lejos, podría confundirse con uno de esos mirones que acechan en parques públicos, observando a jóvenes tomando el sol o haciendo deporte. Pero sus ojos se movían con precisión entre los usuarios del parque, como si buscara algo concreto, saltando de un punto a otro, buscando su objetivo.

En la esquina sudeste, entre un grupo de palmeras, uno se afanaba en aporrear su portátil mientras fingía mantener una conversación a través de sus auriculares.

—Cuatro, ¿alguna señal? —preguntó Uno con la voz rasposa de mando resonando en el canal.

—De momento nada, Uno. Hay mucha gente en el parque y va a ser difícil encontrarlo. —Se disculpó el mirón.

—¿Y vosotros, parejita? ¿Algo que valga la pena?

—Aquí Cinco. Negativo, Uno. Pero tienes justo encima tuyo una cacatúa enmascarada roja, y tienen la perversa costumbre de practicar su puntería sobre los incautos que tienen debajo. Es su forma de marcar territorio. — dijo el chico para regocijo de todos los que estaban en línea.

—Dejaos de memeces y poneos a trabajar si no queréis que ‘Alfa’ os cambie de sitio algún hueso. Tres, ¿tenéis visual de alguien que se ajuste a la descripción?

Desde una furgoneta de una empresa de desatascos, Sherlock 2 contestó:

—Aquí, Dos. De momento nada, Uno. Un par de falsas alarmas en toda la tarde. Por cierto, tengo que mear urgentemente. Si no busco un baño, tendré que hacerlo en el vaso del Starbucks. Además, no pienso enseñarle mi cosita a Tres.

Dos era el bromista del grupo; no podía resistirse a añadir un comentario sarcástico, incluso en medio de una operación.

—Descuida, Dos. Esa cosita no te la encontrarías ni con todas las luces de Las Vegas señalándote la entrepierna. Iré a estirar las piernas, así te dejo que te rebusques con tranquilidad. ¡Cuidado con mancharme la furgo!, o tendrás que lavarla entera con la lengua.

En el campanario de Mission High School, dos activos reían mientras oteaban la zona sin resultados.

—Sherlock 1. Negativo, Uno. Otro día que nos iremos a casa de vacío.

Uno apretó la mandíbula e hizo varias respiraciones profundas intentando contener la creciente ansiedad. El sonido de su respiración rasposa se mezclaba con el murmullo constante del parque. La espera se hacía eterna, hasta hacer preguntarse si habían cometido un error.

En ese instante, un par de golpes en el micrófono interrumpieron la charla.

—Aquí, Cuatro. Chico de treinta y tantos, con ropa deportiva color azul, fornido y con un portátil en la mano, marca Rakon. Encaja en el perfil. Ha llegado desde la calle 19 con Church. Acaba de pasar por mi lado. —dijo bajando la voz.

El sospechoso caminaba tranquilamente entre la gente buscando un lugar donde sentarse.

—¡Localizado! Va hacia la zona recreativa. Lo seguimos a distancia. 

Cinco y Seis apenas intercambiaron una mirada antes de moverse. El pulso acelerado y la adrenalina filtrándose en cada movimiento era lo que necesitaban. Por primera vez en días, la cacería estaba cerca de su objetivo.

Después de varios días de infructuosa búsqueda, aquella era la primera vez que la acción hacía subir las pulsaciones al equipo.

—Aquí Cinco, se ha sentado junto al puente. — La pareja se acercaba dando un pequeño rodeo, observando un mapa y señalando lugares.

—Quiero fotografías hasta de la etiqueta de sus calzoncillos. ¡Moveos! Tres, pon el drone en el aire, ¡ya! Halcón, no lo pierdas si no quieres que solo te contraten para bodas y bautizos. Hay que identificarlo lo antes posible. — Ordenó Uno con autoridad.

Uno rastreaba las conexiones a señales WI-FI más cercanas. Sabían que el sospechoso se conectaba a la página web de contactos a través de la red pública de ese parque.

—¡Bingo! Lo tengo. No ha cambiado ni el nombre que venía de fábrica del portátil. Voy a intentar entrar. Necesito que lo distraigáis unos segundos para poder instalarle un rastreador.

Cinco golpeó suavemente el puño contra su pierna, conteniendo el impulso de celebrarlo. «Lo tenemos.» En los auriculares, las voces se entremezclaban en un murmullo tenso. Esto podía ser el inicio de algo con lo que acercarse a su objetivo.

Rápidamente, Seis se acercó con un mapa en la mano.

—Perdone que le moleste. ¿Podría decirme dónde está el edificio The Light House? He quedado con un amigo allí y no logro localizarlo. En su lugar veo una iglesia enorme.

Por un instante, el hombre la miró fijamente, como si intentara descifrar sus intenciones. Luego, una sonrisa franca apareció en su rostro, y su postura se relajó. 

—Es un error muy común. Intuyo que no es usted de San Francisco.

Su marcado acento del este de Europa convirtió su respuesta en algo cautivador. —Es común confundirse. Ese edificio que busca fue una iglesia neoclásica, pero ahora son apartamentos muy caros.

—Siento haberle molestado, llevo un buen rato buscando y resulta que lo tenía delante. Habrá pensado que soy un poco tonta.

Dijo mientras se recogía un mechón de pelo tras la oreja.

—No se preocupe, ha sido un placer ayudarla. Si más tarde necesita algo, estaré aquí un rato. —Se ofreció rebosando amabilidad.

—Si me da su número de teléfono, quizá le llame. No me vendría mal un guía para conocer un poco más la ciudad… y sus encantos nocturnos —contestó la chica coqueteando. —No se preocupe por mi acompañante, es mi hermano. Un auténtico pelmazo y seguro que se irá a la cama temprano.

La chica le tendió su móvil con una sonrisa ligera. Él tecleó rápidamente su número, devolviéndoselo con una expresión despreocupada.

Tomó el teléfono por los extremos para no borrar las huellas y se lo volvió a meter en el bolsillo. Se despidió coqueta con un ligero aleteo de dedos y se alejó contoneándose ante la atenta mirada del desconocido.

—¡Eres la mejor! —admiró Uno desde su escondite de las palmeras. — Llévalo inmediatamente a que extraigan las huellas. Envíame el número para rastrearlo.

—Acaba de conectarse a www.yoursecretdate.com. Dejadme un segundo a ver si puedo acceder a su teléfono. Voy a enviarle una falsa actualización de su galería de fotos.

Segundos después, el despreocupado desconocido aceptó la actualización sin prestarle atención.

—Está cerrando un trato con ‘Minerva69’ para cenar mañana a las 7:00 en “The Angeles”. Lo tenemos.

Si este era el hombre que buscaban, estaban a un paso de resolver el caso. O de hundirse en algo mucho más profundo.

El equipo estaba entusiasmado con los avances. Si se confirmaba que era el asesino de prostitutas, habrían ahorrado a la ciudad muchos días de incertidumbre.

—¡La madre que parió a la cacatúa! ¿No tenías a otro en quien cagarte, mal nacida?

Uno se quedó inmóvil, mirando incrédulo la mancha que comenzaba en su hombro y terminaba en el bolsillo del pantalón.

—Te lo advertí, Uno, esos bichos tienen una puntería extraordinaria.

Las risas estuvieron un rato resonando en los auriculares mientras observaban al sospechoso que deshacía los pasos dentro del parque para ingresar en la 19.

—Seguidlo a distancia e informadme. Y, por favor, no la caguéis. Tengo que ir a informar a Alfa. Esto es lo mas cerca que hemos estado.


Un mensajero había entregado el último dosier reportado por Alfred Starks. El inspector, visiblemente cansado, estudiaba cada detalle, intentando rascar lo que no decían las palabras.

—¿Cómo demonios han conseguido tanta información en tan solo unas horas? — continuó leyendo hasta llegar a un nombre.

—Gabril Aleseyev Golubev vive en un apartamento en la calle Castro, encima de una librería llamada “El Arcoíris” —dijo leyendo el informe.

El semblante de la sargento Meléndez se tensó, mientras una mezcla de pavor e incredulidad se apoderó de ella. No podía creer lo que acababa de escuchar. Recomponiéndose contestó:

—La librería es de mi amigo Manuel Peña; fue el padrino en mi boda. —dijo con voz dubitativa, arrepintiéndose de inmediato. —Perdón, inspector. Vivo en El Castro, no muy lejos de allí. Conozco a todo el mundo en ese barrio. Es mi comunidad…


Se interrumpió abruptamente al comprobar que iba a hablar más de lo que debía.

Greer la miró sorprendido y le hizo un gesto para que continuara.

—No me gusta hablar de mi vida privada, pero vivo con mi esposa en la calle Hartford, una zona residencial muy tranquila a la espalda de la calle Castro.

—Hábleme del dueño de la librería, mi estimada compañera. —contestó rápidamente Greer, queriendo obviar la información de que estaba casada con otra mujer.

—Sí, sí, claro, inspector. Manuel llegó a Estados Unidos en los años 70 huyendo de la represión castrista. Durante el quinquenio gris, Manuel fue castigado por escribir poesía y debatir sobre libertad, lo que lo llevó finalmente a un campo de trabajo forzado, para una supuesta reeducación. Posteriormente, en 1971, después del congreso de educación y cultura, el gobierno estableció políticas más restrictivas, incluyendo la condena oficial de la homosexualidad y otras prácticas consideradas como "aberraciones sociales". Fue cuando decidió arriesgar su vida e intentar salir de la isla como balsero a mediados de 1972.

—Se convirtió por derecho propio en un ‘pies secos’, supongo. Alguien que es capaz de cruzar el estrecho de Florida sobre una colchoneta se merece quedarse en este país. El sacrificio y las dificultades de los migrantes cubanos en su búsqueda de una vida mejor siempre me ha parecido un ejercicio de valentía como pocos en el mundo. —interrumpió Randy Dillon, que escuchaba muy atento la explicación de la sargento.

—Efectivamente, subinspector. La política migratoria de “pies secos, pies mojados” les ofreció a los cubanos una oportunidad de prosperar a los que se arriesgaron a abandonar la isla. Parece que en ciertos temas hemos involucionado, pasando de la tierra de las oportunidades a la de los muros con alambre de espino y las expulsiones masivas.

—La democracia tiene a veces estas inexplicables distorsiones, desafortunadamente. Somos muy propensos a tirarnos piedras sobre nuestro tejado. — contestó Greer, dándole la razón.

—Estuvo un tiempo en Florida con la creciente comunidad cubana, desempeñando varios trabajos que no terminaban de llenarle. Le atraían las noticias que llegaban de San Francisco y decidió arriesgarse en un lugar donde no conocía a nadie. Pero pronto se disiparon los miedos. Al llegar al Castro, supo que aquel lugar sería su hogar para siempre. Sus inquietudes lo llevaron a tomar contacto con el movimiento rápidamente. Ahí fue donde conoció a Harvey Milk. Desde el primer momento tuvieron excelente buena relación; Milk le ofreció trabajar en la tienda de fotografía del 575 de la calle Castro. Ese lugar no solo fue su negocio, sino también un centro de activismo cultural y político de la época, pero, sobre todo, un símbolo para la comunidad LGBTI. Desde allí, Milk organizaba las campañas políticas. Manuel, en un discreto segundo plano, le ayudaba en todo lo que podía, sobre todo en confeccionar aquellos discursos que pasaron a la historia.

—¿Qué pasó con Manuel tras la muerte de Milk? —preguntó el inspector, adelantándose a la historia.

Respiró la sargento, queriendo tomarse un tiempo para organizar toda la información de su memoria.

La sala quedó en absoluto silencio. Incluso Collins, ahora más controlado, frunció el ceño al procesar la información. 

—Eso no es algo que se pueda borra fácilmente. —murmuró Dillon, cruzando los brazos.

—Tras su muerte en 1978, Manuel abrió la librería que tanto había soñado tener. Para él era ese espacio de libertad que su país le había negado. Unos días después de abrir el local, conoció al que ha sido su única pareja en su vida. Robert. Todas las mañanas pasean de la mano hasta su negocio, charlando con amabilidad con todo aquel que les reclama unos minutos. Verlos mirarse a los ojos es una experiencia que les recomiendo vivir. Si en algún lugar se puede encontrar el amor puro, es en esos instantes que nos suelen regalar a diario a todos los que los conocemos. Ahora, con casi 90 años, siguen abriendo cada mañana su negocio, no con la intención de vender algo, sino por la fuerza de la costumbre. No sabrían hacer otra cosa.

— En 2013, con la aprobación de la ley de matrimonios igualitarios, decidieron dar el paso definitivo tras cuatro décadas juntos. Su enlace tuvo lugar en Castro Camera, la tienda de Harvey Milk, que durante años ha servido como un refugio para la comunidad y un escenario de lucha por los derechos del colectivo. Fue una ceremonia preciosa. Realmente conmovedora. Los novios no pararon de llorar. Para ellos había sido el final de una lucha que había comenzado 40 años atrás. Siempre han llevado una vida discreta, alejados de las nuevas tendencias que se están imponiendo en las celebraciones del orgullo. Entienden su homosexualidad como cualquier hetero podría demostrar su sexualidad. En su estricta privacidad. Ahora se dedican a compartir historias con todo aquel que quiera escucharlos. Les aseguro que serían los abuelos perfectos para cualquier nieto.

Sus compañeros, absortos, dejaron que el asombro se posara en sus rostros mientras la historia resonaba en sus mentes. Millie gimoteaba ostensiblemente mientras se secaba las lágrimas que continuaban brotando sin freno. Dough se giró ocultando los ojos mientras Collins lo miraba sin entender nada.

—Mi estimada compañera, con cada palabra, ha tejido un relato que nos ha conmovido profundamente. Deben ser una pareja digna de ser conocida. —Le agradeció Greer de manera afectuosa.

—Y ahora la segunda parte de esta historia. ¿Por qué el hijo de un alto representante de la Duma termina viviendo en San Francisco? —preguntó Randy Dillon, queriendo saber la historia completa.

—Creo que también puedo responderle a eso, subinspector. —agregó Meléndez levantando el dedo índice. —De la misma manera que Manuel tuvo que abandonar Cuba, Gavi lo hizo de Rusia. Ser hijo de un alto cargo da una serie de privilegios que no están al alcance de la mayoría de los mortales en Moscú. Desafortunadamente, fue arrestado por la Politsiya en una redada en un club liberal en Dolgoprudny, según nos contó una noche cenando en su casa. Esas fiestas se celebraban sin ningún tipo de publicidad. Alcohol, drogas y mujeres dispuestas de desinhibirse propiciaban la captación de todo aquel que pudiera pagar el acceso. Las fiestas solían durar varios días, donde no veían la luz del sol y se dedicaban, en exclusiva al disfrute, en libertad. En uno de esos encuentros se encontró con la hija de un concejal y su amiga. Se trasladaron a un privado y comenzaron a calentar el ambiente. Todo iba bien excepto por el detalle que no le habían comentado a Gavriel. La amiga era una chica trans. Cuando llegó la policía lo encontraron de rodillas, semi inconsciente, hasta arriba de vodka y LSD, con la chica trans haciéndole…bueno, cosas de chica trans.

—¿Quieres decir que se lo estaba follando ella a él? —preguntó Collins sin ningún tipo de freno.

—El término exacto sería que lo estaba violando, Collins. —, respondió María del Carmen, visiblemente enojada.

El investigador ahogó una carcajada al comprobar que estaba fuera de lugar. Incomodo se incorporó en la silla y esperó a escuchar a la sargento.

—Siempre nos ha asegurado que no se acuerda de nada. Le llevó tres días recuperarse de toda la mierda que se había metido. Se enteró de lo ocurrido al ir a la lectura de los cargos. Pero, ¿cómo convences a un policía ruso de que no eres gay si te han cogido en pleno acto?

Se encogió de hombros, admitiendo que era improbable que nadie le creyera.

— Cuando su padre se enteró, estalló en furia y exigió que la policía lo liberara de inmediato. No solo ordenó que el expediente desapareciera del sistema, sino que también movió todos sus contactos para silenciar el asunto. Sin embargo, la noticia ya había llegado demasiado lejos. El politburó del partido Rusia Unida estaba al tanto, y lo peor de todo, el mismísimo Putin había sido informado. La presión fue tal que Aleseyev padre no tuvo más opción que enviar a su hijo al exilio en Polonia, garantizándole, eso sí, una generosa asignación mensual enviada directamente desde el Kremlin, con la única condición de que jamás regresara a Rusia.

El suave zumbido de los fluorescentes se deslizaba por la sala, único testigo sonoro del atento silencio con que sus compañeros la escuchaban.

—En Polonia, seguía sufriendo el control de su padre a través de agentes del FSB que lo vigilaban para que llevara una vida fuera de los focos del Kremlin. Se sentía encadenado, con menos libertad que en su casa, y decidió trasladarse a Estados Unidos buscando ese aire que necesitaba. En una de las visitas a Alemania, consiguió comprar un billete de avión a Nueva York y de ahí a San Francisco, en busca de sol, pero sobre todo para poner kilómetros entre Rusia y él.

La sargento Meléndez estaba demostrando por qué era uno de los activos más sobresalientes de la comisaría.

—Si me lo permiten, inspector, quisiera añadir que conozco bien a Gaby, y no le creo capaz de ser el asesino de prostitutas, y mucho menos el autor de esas atrocidades. —dijo señalando las fotos del panel. — Lleva una vida tranquila, no hace alarde de su desahogada economía. Aun sin tener por qué hacerlo, trabaja en una startup diseñando gráficos para juegos de rol. Está perfectamente integrado en la comunidad. Es una persona cálida y generosa, siempre dispuesta a ayudar a quienes la rodean. En mi boda nos regaló un NFT de Henry Cavill interpretando a Geralt de Rivia al saber que era nuestro actor preferido.

Randy interrumpió el relato de su compañera:

—¿Qué tipo de relaciones ha tenido?

—Ha sido un chico bastante ligón. ¿Quién no a su edad? Llegó muy joven a Estados Unidos, lejos de la mirada de su padre; es normal que aprovechara cualquier mínima oportunidad de llevarse a la cama a las chicas. Últimamente mantenía una relación con una universitaria que había conocido de una manera poco usual. Pero que ella se había negado a profundizar en su relación hasta que terminara su carrera.

Greer leyó el expediente y contestó:

— ¿Minerva?

Meléndez hizo un gesto de extrañeza al comprobar lo detallada de la información.

—Efectivamente, señor. Alguna vez la nombró, pero nunca nos la ha llegado a presentar. Siempre contestaba con la misma frase: “Nunca digas ‘hop’ antes de haber saltado”. Es un refrán de su país que enfatiza la importancia de no adelantarse a los acontecimientos y asegurarse de que todo está en orden antes de hacer declaraciones.

—Lo que aquí sería no vender la piel del oso antes de cazarlo. — comentó Molly.

Greer se quedó pensativo al escuchar las revelaciones de su ayudante.

—Gracias por tu aporte, estimada María del Carmen. Lo que me preocupa es de dónde ha sacado esta información el equipo de Starks para asociar una conducta de este calibre a lo que usted define con un chico perfectamente normal.

El subinspector Dillon, que había leído el informe mientras su compañera hablaba, comenzó a hablar.

—Se cimentan en varias pistas que podrían montar un caso. Les explico. En la página 17, no muestran conexiones de la IP de su portátil a páginas web de citas y de acompañantes. Por otro lado, en la 19, nos relaciona 4 perfiles de chicas, entre 2022 y 2024, que no han vuelto a contestar ninguna propuesta desde que estuvieron con Gavriel.

Dough Monaghan seguía la explicación y comentó:

—Puede ser que hayan vuelto a casa o que hayan dejado la profesión. Al utilizar sobrenombres, una vez que dejan el mundillo, se vuelven irrastreables.

—También he pensado lo mismo, pero las coincidencias no acaban ahí. Tres de las chicas asesinadas habían tenido contacto previo con el ruso. Podéis verlo en la página 24. No solo eso, según demuestra en las 26, 27 y 28, con todas las chicas asesinadas tuvo algún tipo de contacto. No obstante, cuando hablé con los compañeros de Mission, me dijeron que investigaron a fondo todos los clientes y ninguno dio resultado positivo. Y por último, es la única pista que tenemos hasta el momento. No perdemos nada por seguirla mientras no tengamos nuevas evidencias.

Greer se puso de pie, se acercó a la foto del chofer y, señalándolo, dijo:

—Muy acertado, sobre todo por el final. Les diré qué pienso. Algo me dice en mi interior que no me fíe de Alfred Starks. Creo que sus motivaciones por encontrar al asesino van más allá de las instrucciones que le han dado sus jefes. Si Alfred lo encuentra antes que nosotros, no lo detendremos nunca. Aparecerá en un vertedero, metido en un bidón de ácido, o no aparecerá nunca.

Dillon asentía con la cabeza al comprobar que había tenido la misma intuición que su jefe.

—Con respecto a Gavi, como usted lo llama, le pondré varios ejemplos por los que por ahora no puedo descartarlo.

Volvió sobre sus pasos y del último cajón de su mesa extrajo una carpeta que podría tener más años que alguno de los presentes. La abrió y comenzó a sacar fotos de su interior. Se desplazó hacia un lugar vacío de la pizarra y comenzó a pegarlas.

—Tenemos en primer lugar a John Wayne Gacy, 1972-1978. Chicago. 33 víctimas confirmadas. Empresario y organizador de eventos comunitarios. Engañaba a sus víctimas haciéndose pasar por una figura de autoridad o utilizando su disfraz de payaso. Luego las estrangulaba o asfixiaba después de torturarlas. Arrestado y condenado a muerte en 1980. Nadie en su entorno sabía de su doble vida.

Pasó a la siguiente mientras Dough fruncía el ceño.

«Es inquietante pensar que todos estos tipos llevaban vidas aparentemente normales. Eso es lo que los hace realmente peligrosos».

—Esta cara les será familiar. Ted Bundy. 1974-1978. Actuó en Washington, Utah, Colorado y Florida. 30 víctimas confirmadas, aunque siempre se ha sospechado que podrían ser más. Se acercaba a sus víctimas fingiendo necesitar ayuda, a menudo con un brazo enyesado o fingiendo una lesión. Luego las golpeaba, las secuestraba y las estrangulaba. También practicaba necrofilia. Capturado en 1978, escapó brevemente, pero fue arrestado de nuevo en 1979. Condenado a muerte y ejecutado en 1989. Todos se sorprendieron de que un vecino tan amable pudiera hacer esas atrocidades.


Molly observaba horrorizada la explicación de su jefe. Era una mujer sensible, amante de la música clásica y de los conciertos de cámara. Solía tocar el piano en su parroquia, donde apoyaba el coro y se ofrecía para hacer obras de caridad.

—El asesino BTK, Dennis Rader. 1974-1991. Esas letras son los acrónimos de “Bind, Torture and Kill”, ‘atar, torturar y matar’. Entraba en las casas de sus víctimas, las ataba y las estrangulaba lentamente, disfrutando del control sobre ellas. Técnico de seguridad y miembro activo de su iglesia, logró ocultar sus actividades criminales durante décadas hasta su captura en 2005. 10 víctimas confirmadas. Arrestado tras enviar pistas a la policía. Condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

—El asesino de Green River, Gary Ridgway. 1980-2001. Área de Seattle y el condado de King, Washington. 49 víctimas confirmadas, aunque él mismo afirmó haber asesinado más de 70. Se acercaba a mujeres vulnerables, especialmente trabajadoras sexuales, las estrangulaba y luego arrojaba sus cuerpos en áreas remotas. Era pintor de camiones con una vida aparentemente normal, mientras cometía asesinatos durante décadas sin levantar sospechas. Capturado gracias a las pruebas de ADN. Condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

—¡Dios santo! No era consciente de cuánta maldad contiene este mundo —exclamó Meléndez, sorprendida.

—Esto es solo un pequeño recordatorio de esa maldad que apunta, mi estimada. Por último, el cazador de Anchorage, Robert Hansen. 1971-1983. Entre 17 y 21 víctimas, aunque podrían ser más. Secuestraba a sus víctimas, las llevaba a zonas remotas en Alaska y las liberaba para luego cazarlas con un rifle. Era un respetado panadero en su comunidad. Arrestado y condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Falleció en prisión en 2014.

El equipo entendió el patrón y lo que su jefe quería que entendieran. Continuó con su explicación. 

Meléndez, con los labios apretados, intentaba sostener su propio argumento, pero la evidencia era inquietante y se asentaba en la sala como una realidad que no se podía obviar. Su parte analítica se apoderó del momento convenciéndose de que no se trataba de un «no puedo creerlo», sino de un «No quiero creerlo», murmuró, «pero lo que importa no es lo que queremos. Es lo que podemos probar.»

—Gacy, Bundy, Ridgway... todos parecían hombres normales, —dijo Greer, mirando fijamente la foto de Gavi en la pizarra. —Pero la normalidad es relativa. Y a veces, engañosa. Todos llevaban unas vidas ordenadas, siendo padres amorosos, esposos atentos o abnegados cuidadores de sus padres. Pero escondían en su interior depredadores insaciables. Con esto no quiero decir que el señor Aleseyev sea culpable. Pero tampoco podemos descartarlo por su apariencia.

Meléndez dejó caer la carpeta sobre la mesa, como si el peso de la información fuera demasiado tangible. «¿Y si nos estamos equivocando?» murmuró para sus adentros. 

Greer se pasó una mano por la cara, agotado, antes de hablar nuevamente. 

—No podemos esperar sentados a que el caso se resuelva solo. Y si el equipo de Starks está en lo cierto esta información nos puede dar acceso al asesino. Sabemos que esta noche tiene una cita en The Angeles y debemos estar ahí por si acaso. Hagamos una cosa: si esta noche no obtenemos nada concluyente, sargento Meléndez, quiero que lidere un equipo de vigilancia frente a su casa. Hablaré con el jefe para que ponga a tu disposición tres equipos. 6 vigilantes en turnos de 8 horas. Usted los coordinará y me informará. Existe un doble motivo para esta vigilancia. Si es el asesino, podremos saber sus movimientos con exactitud. Si se le acerca alguien sospechoso, sabremos que el equipo de Alfred Starks está interviniendo en una investigación y podremos pararle los pies. Y si no lo es, si intuición será correcta y podremos descartarlo como sospechoso, y por extensión, podremos protegerlo. ¿Le parece?

—Lo que usted mande, inspector. Suelo pasear mucho por la zona. Unas veces hago deporte y otras, camino por el barrio para charlar con mis vecinos. Nadie sospechará nada si me ven por allí. Suelo participar en actividades en favor de mi comunidad. Gracias por la oportunidad, señor. No lo decepcionaré.

Greer asintió con una leve sonrisa. Quería con todas sus fuerzas de que la sargento tuviera razón, pero no podía evitar pensar en las consecuencias de no medir la amenaza con las pocas herramientas de la que disponía. El tiempo se les echaba encima.

—Os quiero a todos disponibles a partir de las 6 de esta tarde para montar el operativo en el restaurante. Dough, quiero que te centres en buscar desapariciones en la zona de San Francisco y alrededores. Habla con todas las comisarías. No quiero llevarme la sorpresa de que tenemos 30 homicidios sin resolver.

Dough Monaghan salió rápidamente de la sala para comenzar con su cometido. El joven tenía un cerebro analítico privilegiado, con una capacidad innata para procesar información de manera lógica, estructurada y detallada. Su cerebro trabajaba bajo un excelente razonamiento lógico, que acompañaba con un afilado pensamiento crítico capaz de detectar patrones y resolver problemas con una toma de decisiones que fundamentaba en reducir sesgos y asegurando elecciones fundamentadas. Junto a Dillon, la materia gris que hace avanzar las investigaciones.

—Collins, quiero que investigues al señor Starks. Si lo mantenemos vigilado, evitaremos que haga algo de lo que se pueda arrepentir.

Dillon soltó un suspiro y miró de reojo a Collins.

—Si Starks se adelanta... bueno, no vamos a tener un juicio. Vamos a tener un cadáver más. —advirtió el subinspector. Asintió Greer y continuó con sus instrucciones.

—Quiero que sienta tu presencia. Si te protesta, dile que es por su seguridad. Si se acerca demasiado al asesino, puede volverse peligroso. Si de camino puedes enterarte de quién forma su equipo, sabremos en qué círculo se mueve y hasta dónde llegan sus contactos. Te enviaré ayuda en cuanto hable con Highwater. Mientras, averigua dónde vive, con quién se relaciona o qué come y dónde.

—Entendido, jefe. Me convertiré en su sombra. Este es el tipo de acción que necesito.

Collins Westwood aunaba una gran intuición con un físico que asustaba. Si el gimnasio era su casa, el octógono de artes marciales mixtas era su dormitorio. Quebraba huesos con la misma facilidad con la que se rasga una hoja de papel. Sus características felinas le hacían acechar a sus presas con paciencia, analizando sus movimientos antes de emboscarlas y dejarlas fuera de combate. Sus detenciones siendo agente de campo eran muy celebradas dentro del cuerpo. Todo el mundo lo quería de compañero. Greer sabía que era el único hombre con el que Alfred se pensaría enfrentarse. Equilibrar la balanza era la clave.


Mientras Collins salía de la sala, Greer se quedó mirando la foto de Starks en la pizarra. Había algo en su mirada, algo que decía que no esperaría pacientemente. La carrera había comenzado.








Capítulo 11

"The Angeles" era un coqueto restaurante de comida mediterránea en la última planta del mercado de Valencia Street Station. En su interior contaba con apenas 8 mesas, en doble turno de comidas y cenas, ofreciendo una experiencia culinaria sin igual. En su terraza, mucho más amplia, se podía disfrutar de las vistas de una ciudad en constante ebullición, sin el estridente ruido de los vehículos. Entrar en el local era traspasar los límites de la realidad para trasladar al cliente a un mundo de sensaciones culinarias.

Gavril esperaba a su acompañante degustando un Sobrenatural de Menade de 2018, un vino blanco español de uvas verdejas de 300$ la botella. Justo a la hora acordada salía del ascensor una bellísima mujer, joven, elegante y con un exclusivo Louis Vuitton confeccionado en crepé de cady de lana y seda, con una elaborada cremallera delantera. Zapatos Manolo Blahnik de pedrería incrustada con bolso de mano a juego.

Observó el salón e identificó rápidamente a su acompañante. Soportándole la mirada, se acercó con una elegante sonrisa en la boca, sorteando las mesas, con una seguridad y sensualidad que llenaba el restaurante.

—Señor Aleseyev, es un verdadero placer volver a verle. —dijo alargando su mano con pose delicada y voz pausada.

Gavril la ayudó a tomar asiento mientras admiraba su escultural acompañante.


—Señorita Minerva, me admira su capacidad de elevar su belleza cada vez que nos vemos. ¿Le apetece una copa de vino blanco mientras esperamos la cena?

—Por supuesto, Gavi. Seguro que ha escogido un vino excepcional.

Mientras le servía la copa, no podía dejar de admirar cada curva de su vestido, el grácil movimiento de sus pestañas. Sus manos maravillosamente cuidadas o como sus carnosos labios se posaban, con la delicadeza de una mariposa, en la copa de vino y tomaba unos sorbos.

Un par de mesas a su izquierda, Dos y Tres, se lanzaban besos y brindis celebrando un supuesto aniversario con una copa de Rovellats Gran Reserva Masia Segle XV Brut Nature de 2015, mientras observaban a la mesa de al lado ordenar los primeros platos.

—Tal como nos dijo nuestro contacto, el viejo está en la terraza queriendo pasar desapercibido.

Desde un discreto lugar de la terraza, el inspector Greer saboreaba un bourbon con los ojos puestos en los comensales, mientras construía la quinta grulla con las servilletas.

Una hora después, tras una deliciosa cena, Gavril pagó la cuenta y abandonó el restaurante del brazo de la escultural mujer.

Greer observó cómo la pareja de la izquierda cesó bruscamente en su actitud cariñosa; pidieron la cuenta apresuradamente mientras tomaban el segundo ascensor.

«Bingo, os tengo», pensó Greer mientras apuraba su bebida.

—Dillon, saldrán por la puerta en un par de minutos. —le dijo a su ayudante a través de los micrófonos de su solapa. —Tras ellos baja otra pareja. Él, traje de chaqueta azul y corte de pelo militar; ella, falda negra y camisa blanca con chaqueta abotonada. Pelo largo rubio con una cinta. Mucho me temo que serán del equipo de Starks y seguirán discretamente a Gavi y su acompañante. Asegúrate de que le saquen un buen reportaje. Síguelos a distancia y observa por si hay alguien más del equipo.

Dillon esperaba en el Buick mientras Dough, desde el asiento trasero, tomaba fotos detalladas de todo aquel que saliera del edificio.

—Afirmativo, inspector Caminan bajando por la calle Market, dirección a la bahía, 50 metros por detrás de Gavriel, parándose en los escaparates para mantener distancia. —informó a su jefe mientras caminaba a cierta distancia de ambas parejas.

—Meléndez, por favor, síguelos en paralelo desde la otra acera. Observa la zona por si hay vigilantes no identificados.

—De acuerdo, jefe. Mantendré los ojos abiertos.

—Collins, manténgase en el coche y aparque cerca del hotel. Si alguien huye, necesito que sea rápido y expeditivo.

—No lo dude, inspector. Saltaré sobre el que sea antes de que se dé cuenta.


Minerva, entusiasmada, caminaba del brazo de Gavril mientras se acercaba a la entrada del Four Seasons Hôtel San Francisco en Embarcadero, a apenas 200 metros del restaurante. Atravesaron la puerta, saludaron cortésmente al conserje mientras él sacaba su tarjeta del bolsillo y se dirigieron al ascensor que los llevaría a la planta 46. En el último momento se les unió un acompañante que les frenó en su afán de devorarse a besos.

El ascensor subía a ritmo vertiginoso mientras los ocupantes soportaban el incómodo momento en silencio.

Cuando se abrieron las puertas, Uno cedió el paso a la pareja, mientras simulaba buscar la tarjeta de la puerta de su habitación. Observó cómo la pareja entraba en la suite y cerraban la puerta tras de sí.


A Minerva le erizaba la piel aquellas vistas al rascacielos Pirámide Transamérica, al Golden Gate y a la bahía de San Francisco. Sus contactos con aquel ruso, joven, educado y con dinero se habían convertido en un placer, más que en un trabajo. El amor no fue algo premeditado; surgió como la hierba entre las rendijas de hormigón de la gran ciudad. Se sentía una chica afortunada. Fue su primer y único cliente desde que la necesidad le obligó a tomar la decisión más difícil de su corta vida.

El joven ruso se acercó por detrás, apartó su pelo y comenzó a besarle apasionadamente su cuello, mientras comenzaba a bajarle la cremallera del vestido, dejando a la vista de la ciudad un trabajado cuerpo envuelto en una excitante ropa interior roja. El amor estaba a punto de rendir sentencia entre esas cuatro paredes y ambos se abandonaron a los sentimientos.


—Suite 4638. —dijo Cuatro a sus compañeros que esperaban órdenes a pie de calle.

—Espera un segundo, Cuatro. Puedes entrar en la 4656; está vacía. —comentó Uno mientras accedía al sistema informático del hotel y le abría la puerta de manera remota.

Dos se sentó en el bar del hotel con la vista clavada en la amplia sala que soportaba el intenso trasiego de clientes entrando y saliendo del hotel. Tres subía a la habitación donde le esperaba su compañero.


El subinspector Dillon evitó la entrada principal y accedió por la del personal que daba directamente a recepción. Enseñó su placa y le pidió al recepcionista el listado de inquilinos. La habitación estaba a nombre del señor y la señora Aleseyev. Tras una breve charla con el amable recepcionista, le entregó una llave de la habitación 4640 que compartía pared con la de Gaby.

Greer llegó caminando tranquilamente al hotel y observó cómo Meléndez se refugiaba en la esquina de un callejón para observar sin ser vista.

—Collins, quédate en el vestíbulo y cubre la entrada. Meléndez nos avisará desde el exterior si llegan refuerzos. Por favor, chicos, máxima atención. No sabemos las verdaderas intenciones del equipo de Starks. Si alguien lo ve, que me avise inmediatamente.  

Accedió al hall y fue directamente al primer ascensor que lo llevó a la habitación en la planta 46.

—Quiero que tengáis los sentidos bien despiertos. ¿Nadie ha visto a Starks en toda la noche? Si su equipo está aquí no debe andar muy lejos. Avisadme en cuanto lo veáis.


Halcón había accedido al micrófono del teléfono de Gavriel y escuchaban atentamente los sonidos provenientes de la habitación. Desafortunadamente, la cámara solo daba una imagen fija del techo de la habitación.

—¡Pues no parece que estén pasando el rato jugando a las cartas! —dijo Dos socarronamente. —Tres, si te apetece seguir después con la celebración del aniversario, podríamos aprovechar la habitación que nos ha reservado Uno.

—Si tú quieres ser mi John Wayne, yo seré tu Lorena. Pero… ¡Tu Lorena Bobbitt! Y un día, de buena mañana, cuando menos te lo esperes, cogeré las tijeras y zas…

—¡Auch! —exclamó Dos, agarrándose la entrepierna con ambas manos.

—Además, podrás alardear de ser el único eunuco dentro del equipo. ¡Son todo ventajas, cariño!

Alfa escuchó la conversación y tuvo que intervenir.

—¡Silencio en la línea! Estamos aquí para ayudar a capturar al asesino de la señorita Williams, no para hacer bromas como universitarios con las hormonas revolucionadas.

—Lo siento, jefe. Escuchar al ruso y a la chica pasándoselo tan bien nos ha desconcentrado un poco.

—Está bien. Volved al trabajo. Estoy en el garaje del bufete guardando el Maybach. Avisadme si necesitáis que intervenga. —dijo Starks claramente.

—¡Caramba, Alfa! Se le oye tan claro que parece que lo tengamos dentro de la habitación. ¡Estos nuevos dispositivos son excelentes! —dijo Uno alabando el material que habían adquirido.

—Es material israelí. Para estas cosas, nos llevan muchos años de ventaja. Estaré en mi oficina terminando algo de papeleo. No quiero que el equipo de Greer me vea por allí. Ya hemos comprobado que no confía demasiado en mis intenciones.

—Afirmativo, Alfa. No sé muy bien por qué. Nuestro contacto lo dejó meridianamente claro. Pero le demostraremos al viejo que somos gente de fiar. Nos comportaremos como hermanitos de la caridad en el Día de Acción de Gracias.


La noche dejaba paso a la madrugada y los sonidos en la habitación cesaron después de varias raciones de sexo desenfrenado que no parecían tener fin.

—Minerva, ¿cuándo me dejarás pedirte que te cases conmigo? —le dijo Gavril, casi suplicando.

—Te he dicho mil veces que me llames Sandy. Hace mucho que no interpreto ese papel. En cuanto pase el año de contrato que me queda con la web eliminaré el perfil y seré Sandy para siempre. 

—Lo sé, cielo. No me importa seguir contratando tus servicios a través de ellos mientras que la aportación económica siga llegándote regularmente y no tengas que quedar con ningún otro hombre. Espero con ansiedad el día en que podamos ser marido y mujer.

Cariño, hasta que no saque el título no quiero que nada me desvíe de mi objetivo. Quiero ser algo más que la mujer de alguien, aunque ese alguien sea alguien tan maravilloso como tú. Quiero ser Sandy Shelby, doctora en medicina. Quiero ser fiel a la promesa que le hice a mi padre antes de salir de casa.

Gavriel la besó y le contestó.

—Como decimos en mi país, por ti esperaré el buen tiempo junto al mar. Algún día seré el orgulloso marido de toda una doctora.

Apuraron un par de copas de champán charlando sobre el futuro antes de quedarse dormidos entre besos, sueños y caricias.


Meléndez sonreía observando a un par de borrachos como torpemente intentaban seguir los pasos del Macarena que sonaba en la radio del coche, mientras sus novias reían a carcajadas. En la parada de taxis, varios conductores esperaban charlando a los últimos clientes del día, antes de ir a buscar el abrigo de sus hogares. Pakistaniés e hindúes discutían si Wasim Akram era mejor que Kapil Dev, o viceversa. La conversación subió de tono y comenzaron a empujarse violentamente.

—Jefe, unos taxistas están agrediéndose en la puerta del hotel. Permiso para intervenir.

—Deje que se encargue la seguridad del hotel. — contestó Greer mientras hacía un crucigrama. —¿Quieres cambiar el puesto con Collins?

—Estoy bien aquí afuera, jefe. El aire acondicionado de los hoteles me provoca sequedad en la garganta y no le viene muy bien a mi asma.

—Avíseme si necesita algo. No me importaría estirar un poco las piernas cambiándome por usted.

Un leve chasquido se oyó en la línea.

El equipo de seguridad del hotel separaba a los taxistas e intentaban que se metieran en sus coches, mientras seguía sonando la Macarena, poniendo la banda sonora a la pelea, mientras los borrachos balbuceaban la letra sin mucho éxito.

Meléndez, abstraída de su propio entorno, no escuchó llegar por el callejón a un corpulento hombre que la golpeó en el cuello y la dejó sin sentido. Rápidamente desconectó el sistema de comunicación que llevaba en el cinturón de su pantalón.

Mientras la arrastraba hacia el interior del callejón, le susurró al oído.

—Porque la paga del pecado es muerte, pero el regalo que Dios ofrece es vida eterna mediante Cristo. Jesucristo nuestro Señor. Ejecutar la voluntad del Señor es obligación de todo buen cristiano. Pagarás por tus pecados. ¡Señor! Apiádate del alma de esta sierva del demonio.

Del bolsillo de su chaqueta sacó un escalpelo que acercó a la oreja derecha donde lucían varios pendientes. Con un certero movimiento cortó el lóbulo, guardándoselo en una bolsa de plástico dentro del bolsillo de la chaqueta. Hizo lo mismo con la oreja izquierda.

En la oscuridad del callejón, entre un par de contenedores de basura que ocultaban sus actos, prosiguió con su despiadada liturgia.

—Esa sonrisa no volverá a embriagar a nadie.

Meléndez recobró la consciencia levemente y notó como el bisturí seccionaba el músculo orbicular y, con un rápido movimiento, hacía lo propio con los músculos bucinador, masetero y cigomático, hasta el nervio mandibular. La sangre se filtraba por las seccionadas mejillas hacia la garganta, impidiéndole respirar. Las burbujas de aire intentando escapar de los pulmones provocaban un gutural gorgoteo que asfixiaba a la malherida policía.

Desvistió rápidamente a su presa cortando la ropa con el afilado instrumento.

Observó por unos momentos el fibroso cuerpo que se abría como una flor ante él. Rozó levemente sus prominentes pezones que erectos le provocaban. Bajó la vista hasta su afeitada entrepierna.

—Mala mujer que incita al pecado de la pederastia dejando sus partes pudendas como las de inocentes niñas.


Observó el piercing que colgaba de su clítoris. Jugueteó con el aro, tirando de él y retorciéndolo en su base. Con un suave movimiento se lo extirpó, lo besó y lo introdujo en la bolsa.

La respiración de la sargento era irregular, sibilante y con el agónico crepitar de los pulmones. Entre convulsiones, el cuerpo dejó de luchar.

Su obra estaba casi concluida. Un profundo corte que nacía en el pubis y terminaba entre los pechos dejó las vísceras a la vista.

Del bolsillo derecho sacó dos cinchas de poliéster trenzado, colocándoselas en ambos tobillos. Se subió a uno de los contenedores y, lanzándolas al aire, las pasó por el último tramo de la escalera contra incendios de la primera planta del edificio. Tiró de ellas con fuerza y elevó el cuerpo, a imagen de la crucifixión de Cristo, mientras las vísceras se descolgaban del cuerpo sin vida de la sargento.

Admiró su obra y se sintió satisfecho y excitado por el rotundo mensaje que mandaría al mundo entero.

«No importa dónde estés, ni quién creas que seas, te encontraré y pagarás por tus pecados».  

Tomó la radio de la sargento Meléndez y con un distorsionador de voz dijo a quien estuviera en línea.

—Hoy el mundo descansará plácidamente entre almohadones de plumas y sábanas de seda. El mal nuevamente ha sido derrotado. Venid y contemplad la obra del Señor. ¡Alabado sea Dios!

—A todas las unidades, cerrad al tráfico 5 manzanas alrededor de Four Seasons e identificad a todo aquel que quiera salir. ¡Todos al callejón!

El inspector y su ayudante comenzaron a dar órdenes mientras bajaban a la calle. Esquivaron varios coches que circulaban distraídos y se acercaron al callejón de donde Dough Monaghan salía para vomitar y Collins, de rodillas, lloraba desconsolado.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Greer a Collins. Este levantó la vista y señaló con el dedo.

Aproximándose, encendieron sus linternas y observaron la obra de un demente.

—¡Dios Santo! —exclamó el subinspector Dillon.

Greer, derrotado, sabía que había perdido otra partida. Su mente analítica comenzó a generar hipótesis, pero una pregunta no le dejaba concentrarse. 

«¿Dónde demonios estaba Starks?»


En cuestión de minutos, el oscuro callejón se convirtió en un hervidero de nerviosos policías intentando organizar el caos. Hasta los que lo habían visto todo giraban la vista ante tanta barbarie. El cuerpo de la sargento colgaba en una macabra exhibición, el vaivén lento de su silueta contrastando con la urgencia de quienes la rodeaban. Cada gota de sangre que caía sobre el asfalto era un duro recordatorio del sufrimiento que en su agonía tuvo que soportar. El hedor a sangre fresca comenzaba a impregnar el aire, una mezcla entre hierro y descomposición que se adhería al olfato, penetraba en los recuerdos, haciéndolos imborrables. Las luces, azules y rojas, de los coches de policía que se iban agolpando en ambos extremos del callejón reflejaban rostros tensos, rotos de dolor y expresiones de vomitiva incredulidad. Nadie se movía con certeza, como si aún estuvieran procesando la escena ante sus ojos.

Uno de los agentes dio un paso atrás, tambaleándose, intentando huir de la escena. Otro apretaba los dientes y dejó escapar un juramento apenas audible. Nadie quería ser el primero en acercarse. Incluso con la sobriedad que les daba el uniforme, nadie puede abstraerse de sentir rabia, indignación y dolor por la muerte de una compañera.


El equipo de Starks se retiraba del lugar sigilosamente con la convicción de que su investigación había sido una trampa y una trágica pérdida de tiempo. Uno se colocó una gorra de los Giants y miró a sus compañeros con una certeza incómoda: alguien los había llevado hasta allí y les tendido esta trampa. Y ellos habían caído de lleno en ella.


—¡Seguridad del hotel, por favor, abran!

Unos poderosos nudillos golpeaban la puerta de la suite 4638, despertando asustados a sus dos ocupantes. Gavriel se levantó, se puso los pantalones y fue a abrir. Dos personas entraron en la habitación hablando en ruso.

—Señor Aleseyev, somos de la embajada, del Servicio de Inteligencia Exterior; debe salir de aquí inmediatamente. Lo llevaremos a un lugar seguro. —dijo el que parecía estar al mando.

—Pero, ¿por qué? No hemos hecho nada. ¿Qué sucede? —contestó Gavi reconociendo a los agentes del SVR mientras se vestía. Sabía que a esa clase de tipos no se les podía llevar la contraria. Te llevarían con ellos en volandas, por tus propios pasos o inconsciente.

—¿Qué pasa con mi novia? No podemos dejarla aquí.

—No se preocupe por ella. En cuanto esté vestida, un equipo la llevará a su casa. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.

Un sedán negro los esperaba aparcado junto a la puerta de servicio. En cuanto estuvieron en su interior, el vehículo desapareció sin dejar rastro.

—¿Dónde me lleváis, por favor? No he hecho nada. He llevado una vida fuera de los focos, como me pedisteis. ¡No puedo volver a Rusia! ¡Ahora no! —imploraba a gritos Gavi desde el maletero.

—No se preocupe. Lo llevamos a un piso franco. Alguien quiere hablar con usted y le explicará lo que sucede. Le prometo que no le haremos ningún daño, ni a usted, ni a su novia. Después lo llevaremos a su casa y podrá hablar con ella. —Contestó el ocupante de la plaza trasera, tranquilizándolo. —Ahora, por favor, permanezca en silencio. Pronto llegaremos.

El conductor sorteaba los múltiples controles policiales que se estaban montando por la ciudad, entrando en aparcamientos subterráneos que tenían salidas por varias calles. Efectuando esta maniobra varias veces lograron zafarse de la tela de araña que la policía de San Francisco está tejiendo alrededor del hotel.

El trayecto fue largo y sinuoso hasta llegar a una tranquila zona residencial de la ciudad donde el conductor se relajó. Al llegar a su destino se abrieron unas pesadas puertas metálicas y desaparecieron tras ellas. La finca estaba rodeada de una espesa vegetación. Sobre postes metálicos, dispositivo de videovigilancia y sensores de movimiento permitía adelantarse a cualquier eventual intromisión. 

—Disculpe, señor Aleseyev. Todo esto es por su seguridad. Estamos aquí para protegerlo. —dijo el enorme agente, ayudándolo a salir del maletero.

En la puerta de la casa les esperaba, sentado en una silla de ruedas, un anciano con gruesas gafas de pasta, un batín de seda y una mascarilla que le proporcionaba el soporte vital necesario.

En las manos le faltaba varios dedos 

Gavriel observó cómo al anciano le faltaban ambas piernas. Sus ojos, glaucomatosos, bailaban sin detenerse dentro de las cuencas.

—Camarada Aleseyev Golubev. Bienvenido a mi morada. Su padre le manda recuerdos. 

Dijo el anciano en el pórtico de la entrada, con voz apagada tras el respirador. 

—Pase, creo que necesita algo más fuerte que el agua para recobrar el color de esa cara. Llegaron al salón donde un ayudante servía dos vasos de vodka.

—Siento las formas, pero era necesario salir del hotel lo antes posible. —Se disculpó el anciano que continuó hablando, apartando por momentos el respirador. —Supongo que con esta pinta no me habrá reconocido. 

Gavriel lo intentó, pero su memoria se negaba a darle una respuesta. Algo en los ojos del anciano le resultaba familiar, pero no podía ubicarlo.

—De pequeño me llamabas Djadja Sergei. Tío Serguei. Serguei Makarov, si lo prefieres. Si sigues sin acordarte, te diré que fui quien te enseñó a jugar al ajedrez. —dijo con evidentes signos de fatiga.

Gavriel lo observó por unos momentos y recordó esas horas ante el tablero aprendiendo el noble arte de la lucha por la posición. Lo recordaba, esbelto, imponente y con un bigote grueso y poblado, acompañado de una barba corta y recortada, muy del estilo de Lenin. Su pechera repleta de medallas en un impoluto uniforme de gala era motivo de múltiples preguntas referentes a dónde las había ganado. Algunas, recibidas con todo el boato, y otras que se ganaron con actos que la opinión pública no debía conocer. Recordó que era un verdadero héroe de guerra.

—¿Cuánto tiempo, Djadja? No recuerdo cuándo fue la última vez que le vi.

Quiso hacer memoria, pero en aquella situación no era fácil concentrarse.

— Moy dorogoy, plemyánnik. Quiero decir, mi querido sobrino. Perdona a este viejo tonto por utilizar el ruso. Últimamente no tengo muchas oportunidades para hacerlo. Del mismo modo que tú tuviste que abandonar la madre patria, a mí me obligaron amablemente a desaparecer. En mi última operación, eras muy pequeño por aquel entonces; una granada en Mazar-i-Sharif, en el norte de Afganistán, me convirtió en el medio hombre que tienes delante. Sobreviví de milagro, pero las secuelas fueron terribles. En teoría no podíamos estar allí y que sobreviviera era algo que no esperaba nadie. Me trajeron, a través de nuestra embajada, a uno de los mejores hospitales privados de Estados Unidos. Y aquí sigo desde entonces, dos décadas después.

—Siento oír eso, tío. Supongo que habrá sufrido mucho. —Comenzaba a recordar la familiaridad con la que se trataban y comenzó a relajarse con la conversación.

—Al principio, sí. Al que está acostumbrado a la vida militar le cuesta adaptarse a tener que pedir ayuda hasta para ir al servicio. Pero a todo se acostumbra uno.

De todas maneras, mi vida útil en el ejército llegaba a su fin y muy probablemente había acabado frente a un escritorio sin nada que hacer por el resto de mi vida. Debo reconocer que habría sido el mismo final que este. Pero aquí he rehecho mi vida. Conocí a una buena mujer, rusa por supuesto, que había enviudado años atrás y pasó de ser mi cuidadora en el hospital a ser mi esposa. Espero que puedas conocerla en otro momento más propicio.

Gavriel se levantó y comenzó a observar las fotos que había sobre la chimenea.

—Esa foto en la que está tu padre nos la hicimos en la galería Tretyakov. El cuadro que puedes ver detrás de nosotros es La Trinidad de Andréi Rubliov. Ese icono es considerado una obra maestra del arte religioso de nuestro país y un símbolo de paz, amor y unidad espiritual. Podría contarte muchas cosas de ese día, pero solo destacaré que la amistad entre tu padre y yo sería indestructible después de esa visita.

—¿Tío, sabes algo de madre y él? —preguntó con añoranza.

—Sobrino, no ha pasado ni un solo día sin que estemos en contacto. Ha llorado mucho tu ausencia. Fue muy duro para tus padres tener que separarse de ti. Pero creo que te daré buenas noticias al decirte que estamos intentando organizar un viaje privado. Por supuesto, se quedará en mi casa y podrás venir a verlos cuanto quieras. Solo espero que sea una visita muy larga.

La noticia lo tomó por sorpresa, pero inmediatamente sonrió al imaginar el momento en que se volvieran a ver y poder abrazarlos. La despedida fue tan repentina y desoladora que no dio tiempo para el corazón.

—Debo ser franco contigo, querido sobrino. Tu padre está perfectamente informado de tu vida. Cuando llegaste a San Francisco, no fue por coincidencia, que yo estuviera aquí tuvo gran parte de la culpa. ¿Recuerdas a tu amiga de Berlín y al chico con el que te encontraste por casualidad en Central Park? Ambos fueron instruidos para enseñarte el camino hasta aquí. Tu padre quería que estuvieras a salvo y feliz. Fueron pequeños trucos de viejos zorros, perdóname.

Gavi se recostó en la silla, tratando de asimilarlo. 

«Me habéis estado siguiendo todo este tiempo sin enterarme» 

La incredulidad en su voz apenas se disimulaba. Gavi recordó cómo la presión en Polonia lo desvió de Italia a Alemania, y una vez allí fue teledirigido hasta acabar en California.

—¿Cómo supisteis que terminaría en San Francisco y no en Los Ángeles o Sausalito?

—Si te lo dijera, tendría que matarte —lanzó entre risas el viejo militar—. A modo de resumen te diré que se empieza con el llamado efecto exposición. Unas revistas en un hotel, unas dirigidas conversaciones con desconocidos. No fue fácil ponerte a la vista tantos periódicos del San Francisco Chronicle. Todo ello sumado a preguntas encaminadas a crear una necesidad y refuerzos positivos que tuvieras la falsa sensación de que habías sido tú el que había decidido venir a San Francisco. Escuchar historias a tu alrededor de lo bien que se vive aquí… Ya puedes imaginarte el resto.

—¡Bozhe moy, ya ne znal, chto tak legko poddayus vliyaniyu! — soltó en un perfecto ruso.

—Eres tan influenciable como cualquier otra persona en tu situación, sobrino. No te sientas mal por ello. Fue el amor de tus padres el que nos empujó a ayudarte a decidir el mejor sitio para vivir.

Las piezas encajaban de golpe. Cada encuentro, cada sugerencia, cada mirada dirigida. No había sido libre. Pero se convenció que en el cómputo general estaba agradecido porque vivía en la ciudad en la que quería vivir.

—Ahora, tenemos que tratar ciertos temas que te han traído hasta aquí, querido sobrino.

Gavriel se sentó delante del anciano, dispuesto a escucharlo.

—Desde que llegaste a San Francisco tengo a un equipo pendiente de ti. Nada extraordinario, lo que llamamos una vigilancia discreta. Un rastreador en tus dispositivos para saber dónde estás. Tu padre nos dejó muy claro que no quería interferencias en tu vida privada.

El joven no sabía cómo tomarse esta noticia, pero continuó escuchando.

—Hace unos meses detectamos que alguien estaba rastreando tu IP. Todo este tiempo ha logrado cubrir su rastro perfectamente, según nuestros especialistas tiene conocimientos muy avanzados. Nos ha sido imposible saber quién es por los limitados recursos de que disponemos. Pero nos puso en alerta varios acontecimientos que creo que no conoces.

Volvió a ponerse la mascarilla y respiró varias veces para continuar.

—¿Recuerdas a Samantha, Alexia y Yuriya? —preguntó Serguei, sabiendo la respuesta.

—Eh, bueno. Sí. Salí un par de veces con ellas, pero no me terminaron de gustar. Hace mucho que no sé de ellas.

—Ni volverás a saber. Han ido apareciendo muertas en estos meses. Pero tranquilo, no eres sospechoso. La policía te estuvo vigilando y en los momentos de los asesinatos sabían que, o bien estabas trabajando o en tu casa. Te descartaron rápidamente. También han desaparecido Ethelinda, Melusina y Zephyra. —dijo de memoria.

Recordaba esos nombres. Con ninguna se había acostado, pero sí habían quedado para cenar o salir de fiesta. Quiso justificarse.

—Cuando llegué aquí me costó mucho aprender el idioma. Apenas tenía amigos con los que conversar. Mi procedencia crea ciertas reticencias en los americanos. Mi única opción fue contratar a acompañantes, en su mayoría sabían varios idiomas. Tío, le puedo asegurar que solamente me he acostado con una, mi actual pareja. Con las demás solamente hemos salido de fiesta. Bien es cierto que todas lo han intentado; la tarifa es totalmente diferente si hay sexo. Cada acto tiene un precio. Pero no lo hacía por vicio. Solamente por no sentirme solo. Por charlar con alguien, aunque fuera pagando. Las invitaba a unas copas y cada uno para su casa. Se hace muy duro llegar a otro país sin conocer a nadie, ni siquiera el idioma.

—Te comprendo, sobrino. Yo pasé por algo parecido. Mi suerte fue conocer a Yelena en el hospital. No te estoy juzgando. Sabemos que eres un buen chico. Pero queremos que comprendas la gravedad del asunto que te ha rodeado sin que hayas intervenido en nada. Continuo con lo que tengo que contarte.

Serguei se incorporó en la silla, respiró un par de veces de la bombona de oxígeno y continuó.

—Perdona a este pobre viejo. A estas horas llevo acostado varias horas. Pero tenemos que dejar esto claro esta misma noche. A partir de estas desapariciones, intensificamos la vigilancia. Ayer, mientras estabas en el parque Mission, se acercó una chica pidiéndote una dirección. Aprovechando ese instante, detectamos que te llegó una falsa actualización, que no era otra cosa que un rastreador. Mis técnicos me dijeron que era muy sofisticado y que apenas dejaba huella. En ese mismo momento te hackearon el móvil.

El joven comenzó a rebuscarse entre los bolsillos nervioso.

—No lo busques, no lo tienes tú. Al salir del hotel, Pavel se lo ha llevado. Están eliminando el rastreador e instalándote un cortafuegos para evitar que lo vuelva a hacer. Ahora te lo traerán. También te darán tu portátil.

—Pero, ¿con qué intención quieren rastrearme? Soy una persona normal que vive su vida sin meterse con nadie.

—Para eso no tengo respuesta, sobrino. Lo que sí sabemos es que utilizan tus contactos para llegar hasta ellas y asesinarlas. Pero permíteme terminar. Esta noche había dos equipos pendientes de ti. Uno de la policía, y otro que no sabemos todavía quién es. Hemos estado observando toda la noche. 

El anciano estaba visiblemente cansado e incómodo. Su salud se deterioraba rápidamente con cualquier actividad fuera de lo normal.

—A las 23:48 la policía que te vigilaba ha reportado un grave incidente en la calle. En un callejón cercano han asesinado a una policía que formaba parte del operativo. Debo decir que ha sido asesinada de manera terrible. La piel lacerada, la expresión congelada en una mezcla de terror y sufrimiento. No solo la han matado, han querido enviar un mensaje claro. Ni el KGB en sus mejores tiempos se atrevió a tanto, he escuchado decir por la radio. No sé si eso debo tomármelo como motivo de orgullo o desprecio. En ese momento aprovechamos el desconcierto para entrar y hacer una extracción limpia. No queríamos que te vieras involucrado en todo aquello.

Tomó un pañuelo del bolsillo y tosió repetidamente. Con cada esfuerzo se le veía más demacrado e intranquilo. Volvió a respirar y dijo.

—El equipo de esta noche de la policía es diferente al que te estuvo investigando semanas atrás. No sabemos el alcance de esta otra. Un par de mis agentes han seguido al segundo equipo para obtener información de quiénes son. Pronto podremos desenmarañar este hilo. Por el momento nadie nos ha detectado; podemos estar orgullosos de que todavía siguen entrenando bien a nuestros agentes en el SVR.

El joven estaba confundido intentando asimilar la historia. No podía entender que algo así le estuviera pasando.

Gavriel sintió que el aire se volvía pesado a su alrededor. Las palabras de su tío resonaban en su cabeza, pero su cuerpo no reaccionaba. 

«Han estado matando a mujeres que conocí...» 

La idea lo golpeó con una fuerza que no había esperado.

—¿Qué hay de Minerva? —preguntó.

—¡Descuida! Está vigilada por uno de mis hombres. Además, vive en el campus, rodeada de la policía del campus y de dos patrullas permanentes de la policía del condado. La mantendremos a salvo.

—¿Qué va a ser de mí a partir de ahora, tío?

—Tal como lo veo, tienes dos opciones. Quedarte aquí, protegido, aunque eso signifique abandonar cualquier apariencia de normalidad. O seguir en tu casa, como si todo esto no te estuviera consumiendo desde dentro. No creo que corras peligro inmediato, pero la realidad es que ya no eres un ciudadano con una aburrida vida. Te están observando, no solo la policía, hay alguien del que no conocemos sus intenciones.

—¿Podré recuperar en algún momento mi vida, tío?

—Seguro que sí, sobrino. Creo que te has visto involucrado en algo que no has querido ni buscado. Nuestro objetivo debe ser encontrar al asesino y dejarte al margen de todo esto. Voy a mover algunos hilos en la embajada para que no envíen material y activos. Pronto sabremos algo.

Serguei quiso mentirle para generarle tranquilidad y esperanza. No era momento para que el joven perdiera la cabeza.

—Mi recomendación es que vuelvas a casa y duermas un rato. Velaremos tu sueño.

Serguei pulsó un llamador y en segundos se presentó su ayudante.

—Artyom, por favor, devuélvele a mi sobrino su móvil y el portátil. Dale un botón del pánico y un teléfono seguro. Gavriel, con ese teléfono podrás llamarme directamente sin dejar rastro.

Serguei tosió repetidamente mientras se aguantaba la mascarilla que le permitía respirar con normalidad.

—Tendrás que perdonarme, sobrino. Mi cuerpo está pidiendo desde hace horas algo de descanso. Ahora te acompañarán a tu casa. ¡Uvidimsya zavtra, plemyánnik!

Gabriel le dio un abrazo a su tío, le agradeció su intervención, y salió de la habitación dirección a un futuro que había vuelto a cambiarle la vida sin poder hacer nada por evitarlo. Su cabeza solo podía pensar en Sandy y en como afrontaría este giro de los acontecimientos. El mundo de Gavi se sacudió en un instante. Toda su lucha por encontrar su propio camino, toda su búsqueda de independencia, había sido una ilusión cuidadosamente construida por otros. Nunca había sido realmente libre. Darse cuenta de la mentira en la que vivía le martilleaba el pecho sin cesar.

La oferta estaba ahí. Quedarse bajo la protección de su tío o continuar con la vigilancia pasiva. Pero Gavriel ya no sabía en quién confiar. Su vida había sido observada, manipulada, y ahora, alguien usaba sus relaciones para matar. ¿De verdad aún podía actuar como si todo fuera normal?

 

Amanecía en San Francisco y Hunter llevaba un par de horas en el despacho del bufete adelantando trabajo mientras esperaba la llegada del equipo. Su vida había pasado de arena bajo sus pies y sol bañando su piel a un mundo despiadado de acero y cristal. Las noches eran una mezcla de dolorosas pesadillas con horas donde el insomnio se hacía dueño de su acelerada y atormentada cabeza. A las 2 de la madrugada salió a correr para intentar despejar su mente de fantasmas. En sus auriculares sonaba “Let's Stay Together" de Al Green 1972, con un sonido suave y romántico; hablaba sobre el amor incondicional y la importancia de permanecer juntos a pesar de las dificultades. La letra le recordaba a Megan como parte de un compromiso profundo con la que hasta hace unos días había sido su pareja, destacando la felicidad que proporciona estar con la persona amada y que hace que la voluntad de superar cualquier obstáculo sea inquebrantable. En su foro interno no quería admitir que ella ya no estaba, y que no volvería a estar nunca más, pero recordarla con vida, junto a él, compartiendo cada minuto del día, le proporcionaba esa clase de paz que necesitas cuando todo lo demás no llena ese vacío.

Su familia había regresado a continuar con sus ajetreadas vidas, dejando la casa en una serie de interminables habitaciones y pasillos desiertos, donde solo flotaba, etéreo, el recuerdo de Megan. Le habían pedido, casi rogado, que los acompañara unos días, mientras recuperaba el ánimo, pero tenía un claro objetivo entre cejas. Encerrar tras muros de acero y hormigón al animal que le había arrancado parte del alma.

Las noticias de la mañana lo mantenían absorto en la pantalla, quemándole las retinas. Las cadenas de noticias 24 horas repetían en bucle el asesinato de la sargento Meléndez. Destacando, sin escatimar detalles, la brutalidad con la que se había cometido el acto. Fueron esos detalles los que lo sumieron en un estado de intranquilidad incontrolable. Necesitaba noticias que le revelaran la naturaleza del acto y sí, como intuía, podía tener ciertas similitudes con el asesinato de Megan.

Días atrás le pidió a su jefe de seguridad que buscara la manera de entregarle una copia del informe policial. Excepto pequeños párrafos censurados el informe detallaba con milimétrica precisión lo que hasta ese momento sabían. La impactante revelación del extremo sufrimiento que había le infringido hizo que se arrepintiera al momento de haberlo leído.

Algo crecía en su interior de una manera que no podía controlar. Era una sensación difusa al principio, como un leve susurro que buscaba arrullo en su pecho, apenas perceptible, pero que iba ganando fuerza con cada latido. Primero fue un destello, una chispa, un temblor silencioso que no pudo ignorar. Mas tarde, se convirtió en una violenta riada que fue derribando su debilitada sobriedad, y lo arrastraba hasta rozar la locura.

Intentó resistirse, aislarlo dentro de los límites de su propia razón, pero era inútil, el dolor se imponía al equilibrio, extendiéndose sin restricciones. Cada día crecía más, se transformaba, tomaba forma la venganza como única manera de liberar esa presión que se acumulaba en su interior. Su equilibrio mental no sabía diferenciar si debía temerlo o aceptarlo, luchar o rendirse a sus más bajos instintos. Solo podía sentir cómo se expandía, imparable, reclamando su espacio en lo más hondo de su ser.

En su desesperación había llamado al inspector Greer, del que no había obtenido respuesta. Recorrió desesperado los pasillos bajo la tenue luz de los testigos luminosos nocturnos. Cubículos, perfectamente ordenados, pero sin su morador habitual en su puesto. Salas de reuniones, en silente actitud, y despachos, testigos mudos del deambular de un alma sin descanso.

En la entrada, tras una serie de monitores, los vigilantes nocturnos hacían sus rondas mientras intentaban contactar con Alfa por orden directa del señor Brooks.

El turno de noche fue sustituido por el que comenzaría su guardia hasta el mediodía. Los primeros empleados comenzaron a llegar somnolientos a sus flamantes puestos de trabajo. Secretarias leían las agendas del día mientras tomaban la primera taza de café de la mañana. Las pantallas comenzaban a expulsar esos tonos azulados e iluminaban las caras de sus usuarios con los primeros correos del alba. En minutos, la actividad frenética apartaría de una patada a la indolencia de los primeros minutos, volviendo a poner en marcha la maquinaria de facturar horas.

Moverse en aquel ambiente, donde el cuerpo sufría la extrema privación de estímulos sensoriales, era algo que le permitía luchar contra los fantasmas que se habían instalado en su mente tras volver de la guerra, y que lo atormentaban hasta rozar la locura. Esas píldoras de aislamiento extremo eran una necesidad inalienable para mantener su frágil equilibrio mental. Lo que para otros era insoportable, para él era la manera de reconectarse con su vida. O eso creía.

A pesar de tener inutilizados la vista y el oído, nada le impedía moverse en ese espacio. Conocía cada centímetro, esquina y paso necesario para llegar a un punto determinado. Era un mundo creado por y para su uso personal, donde daba libertad a esos instintos, donde su enajenación se asentaba en la maniquea dualidad del bien, asociado a la luz, y el mal con las tinieblas.

Tres servicios en Irak y Afganistán, colaborando con la CIA, desde su puesto de contratista militar, fueron demasiados para una mente que circulaba entre brumas y que a golpe de locura fue moldeando adaptaciones de la realidad a sus verdaderos propósitos.

Era reclamado en prisiones clandestinas para sacar la verdad, costase lo que costase. Le precedía la leyenda de su crueldad en esos devastadores interrogatorios, donde los cuerpos de los interrogados terminaban terriblemente mutilados en una fosa en medio del desierto, donde nunca más se sabría de su existencia y que, aunque fueran encontrados, jamás serían reconocidos. Sus aberrantes experimentos lo llevaron a ser apodado en la agencia como “el Mengele del desierto”. Las terribles imágenes de Abu Ghraib eran solo la antesala del horror, y publicadas por los mandos para evitar que saliera a la luz lo que ocurría en la trastienda.

En el desierto, había perfeccionado la asociación del control con el dolor y este, con la búsqueda de la verdad, racionalizando cualquier atrocidad en nombre de una moralidad superior que solo él entendía.

Tras aquel escándalo, la CIA ocultó su rastro para siempre, enviándolo al retiro que solicitó. Los carmelos le proporcionaron la estabilidad que no tenía. Estrictos horarios, interminables de lecturas de las santas escrituras, enseñanzas de su maestro. Allí, le enseñaron a asociar el dolor con la redención a través del control de sus propias necesidades. Le enseñaron a vivir con poco y a sembrar el mundo con piadosos actos. A cuidar del prójimo y ayudar a los desvalidos.

Se obsesionó con la idea de ayudar a conseguir un mundo mejor. A conectar con Dios a través de los buenos actos.

Durante la madrugada los hermanos se levantaban para la liturgia de las horas, los maitines. La actividad del monasterio comenzaba para todos antes de que el sol pensara en levantarse. El cillerero, el hermano Rafael, responsable de los suministros y la gestión de alimentos, se afanaba en sus quehaceres diarios sacando de la despensa los alimentos que iban a consumir durante el día. Las comidas eran escasas, con ingredientes básicos, pero bien condimentados, nunca un banquete: les reportaban las energías necesarias para poder llegar al final de sus actividades diarias. Ese día, después del desayuno, el novicio observó cómo el jefe de despensa se guardaba un trozo de pan en el bolsillo interior de su sotana. Le siguió mientras abandonaba el refectorio, atravesó el claustro y se dirigía a las celdas donde dormía. A medio camino lo alcanzó, detuvo al anciano y le interrogó:

—Le he visto robar un trozo de pan del desayuno, hermano Rafael. Le exijo que lo devuelva de inmediato o tendré que reportar su conducta al señor abad.

El viejo cillerero, asustado, balbuceó nervioso.

—No es lo que usted cree —contestó al novicio. Este lo agarró del hábito y comenzó a tirar de él. El anciano tropezó y cayó, golpeándose la cabeza. Viéndolo en el suelo, ensangrentado y dolorido, volvieron las imágenes de los interrogatorios que rogaba por desterrar de su memoria. En un acto reflejo se quitó el cíngulo y, blandiéndolo como un arma por encima de su cabeza, comenzó a golpearlo sin piedad.

Los gritos del hermano Rafael alertaron a la congregación, que se apresuró a socorrerlo separándolos.

—Ha robado pan del desayuno —espetó el novicio.

Rictus de incredulidad brotaron en las caras de los hermanos con miradas que iban del cillerero al novicio buscando respuestas. Rafael sacó el trozo de pan del bolsillo y dijo:

—Lo he tomado para dárselo al hermano Esteban. Lleva días muy enfermo y necesita recuperar fuerzas. He guardado el pan de mi desayuno para él.

El abad había escuchado y visto suficiente y expulsó de la congregación al novicio. Maltratar a un hermano era un acto suficientemente grave como para avisar a la policía, pero tras la mediación del hermano Rafael, convinieron que la expulsión fuera suficiente penitencia para su acto.

Tras abandonar la orden, vagabundeó por todo el país en busca de una piedad que no llegaba. Esa espiritual conexión se transformó en algo que luchaba por liberarse. Crecía algo oscuro, malvado y amoral en su interior. Algo que rebrotaba como un medio para purgar no solo sus pecados, sino los de aquellos que consideraba indignos. Un robo era un robo independientemente del porqué del acto, y como tal debía ser castigado.

Desde su destierro de Dakota del Norte, viajó hacia Montana, Wyoming e Idaho, donde comenzó a frecuentar los peores barrios de cada ciudad y dar rienda suelta a su depravación con indigentes, ladrones o chaperos que asesinaba después de utilizarlos. Cuando la presión policial se tornaba intensa, desaparecía por un tiempo y aparecía en el siguiente estado. En Nevada, perfeccionó su forma de actuar en la intimidad de una mina abandonada en Round Mountain. Allí fue cuando, tras uno de sus habituales estados de trance, imaginó que se le aparecía un ente que le ordenó ir a la ciudad de San Francisco y limpiarla de tanta degeneración.

«Ve y limpia la ciudad fundada en nombre de Asís. Toma el Código justiniano como palabra del Altísimo. Condena prácticas inmorales de lujuria abominable, lucha contra el que atesore riquezas y castiga a la mujer que con sus malas artes corrompe el corazón de los hombres. Marcha y crea una iglesia en mi nombre».

En esa cámara anecoica, a una respetuosa distancia del altar que se presentaba ante él, se inclinó y entrecruzó sus dedos y oró en silencio.

«Oh luz eterna, guía y salvación, ilumina nuestros corazones y destierra la oscuridad que nos rodea. «Oriéntanos para desterrar de la faz de la tierra aquellas almas descarriadas que nos infectan con sus provocaciones».

En su delirio, creía hallarse en un presbiterio, donde podía admirar su obra inacabada, como una grotesca muestra de arte funerario. Asentado sobre una piedra de pizarra y construido con huesos humanos, el altar era testimonio de su obsesión. Cada pieza ósea había sido minuciosamente extirpada a sus víctimas y colocada con precisión, como si formara parte de un macabro rompecabezas, en el lugar de culto que se alzaba en la oscuridad. Solo en contadas ocasiones se permitía encender una luz para admirar su obra en su conjunto. A lo largo del tablero superior, objetos de sus víctimas servían como recordatorio de que de la justicia divina nadie era ajeno.

Comenzó a despojarse de la ropa con una meticulosidad casi reverencial, doblándola cuidadosamente antes de comenzar su liturgia. Dentro del sagrario que había fabricado con el mismo material que el altar, pero con huesos más pequeños, había múltiples objetos sacramentales. De entre ellos tomó un cilicio y una disciplina. El cilicio hecho de cadenas metálicas lo colocó en su muslo izquierdo y lo apretó hasta conseguir que mordiera su carne, como las fauces de un lobo hambriento.

Dentro de su comunidad religiosa se utilizaba en determinadas épocas del año, sobre todo durante el miserere de los viernes. Una vez expulsado, lo siguió utilizando en los oficios que celebraba a sus víctimas, para ayudarlos a alcanzar la resurrección.

A continuación, tomó la disciplina de 5 puntas fabricada en cáñamo y le agregó un nuevo nudo en honor a su última víctima. Comenzó a golpear vigorosamente su espalda. Tras cada golpe, sentía que se acercaba un poco más a la ansiada redención, reportándole ese alivio que se transformaba en excitación sexual. Aunque, en sus escasos momentos de lucidez, sabía que su alma estaba irremediablemente perdida, esos instrumentos que utilizaba como doloroso recordatorio de las faltas que debía expiar le proporcionaban unos instantes de paz inigualables.

—Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia. — murmuró mientras apretaba el artilugio de su pierna para mortificarse hasta límites inhumanos.

Sabía que su misión no había terminado. Había más almas que purificar, más cuerpos que transformar en ofrendas para su altar. Con esa última víctima había logrado purgar esa sonrisa que embriagaba a los hombres y los seducía para acercarlos a la lujuria desbordada. Se sentía poderoso al pensar que había sido capaz de eliminar de la faz de la tierra otra inmunda alma que se había desviado de la palabra de Dios disfrutando del vacuo oropel de la vida moderna.

—Señor, apiádate de tu servidor porque he pecado. La lujuria se apodera por momentos de este humilde siervo. ¡Cristo, ten piedad!

 Permaneció en silencio durante unos minutos, queriendo recobrar el equilibrio, y abandonó el lugar por un acceso que solo él conocía.

La noche dejaba paso a un nuevo día con sus oportunidades y desafíos. Se dirigió a su coche y vio la pantalla de su móvil el intenso titilar de su pantalla. Tocaba dar explicaciones.


En la comisaría había sido una noche muy larga. Los ánimos iban de la desolación que mostraba Millie Moore a la rabia de Dough y Collins, pasando por la frustración de las mentes analíticas de Greer y Randy.

Greer hablaba desde su despacho con Richard Triplebaum. El fiscal general de San Francisco se quejaba amargamente de la pérdida de otra vida humana. 

—No hemos tenido tiempo de comprobar los datos del informe que nos envió el jefe de seguridad de Hunter, Richard. Nos pareció tan completo y detallado que lo seguimos sin advertir que podía ser una trampa o pistas falsas. —, comentó cansado Greer.

—¿Me estas diciendo que el informe estaba manipulado o contenía inexactitudes a propósito? 

—Richard, me conoces desde hace muchos años y sabes que soy alguien que intenta adelantarse a los acontecimientos, pero esta no la vi venir. Creo que hemos caído en una trampa con la que nos querían mantener distraídos. Necesito que me autorices el análisis del teléfono de Alfred Starks de la última semana. Quiero saber dónde estuvo y por cuánto tiempo. 

—Cuenta con ello, John. Pero, ¿tienes algo solido que nos diga que pueda estar involucrado? ¿Por qué no lo detienes y lo presionamos hasta que admita los hechos? —preguntó el fiscal para darle solidez a la solicitud del policía.

—Digamos que de momento es solo una intuición, mi estimado. Su equipo estuvo en el escenario, pero Alfred no apareció en toda la noche. Para confirmar mis sospechas necesito saber donde estuvo. Siento ponerte en un aprieto, pero necesito que mi petición suceda fuera del radar. —rogó Greer.

—Esto es algo muy poco común, John. Nos podemos meter en un buen lio si esto sale mal.

—Creo que reciben información de alguien desde dentro de comisaría. No sé cuál es su implicación en todo esto, pero pronto lo descubriré. Además, no quiero que se sienta presionado y desaparezca.

El fiscal se revolvió sobre la silla. Ese tipo de peticiones eran los actos que les encantaría saber a sus competidores por el cargo.

—Está bien. Haré lo que me pides. Megan se merece que tomemos algunos riesgos. Solo espero que tu intuición no falle esta vez. Tenemos unos nuevos sistemas GPS de última generación en la calle Vallejo que por lo visto son una maravilla. Tienen una exactitud de unos centímetros de error por cada kilómetro. Tengo un buen amigo en la comisaría que me debe un par de favores, le diré que te envíen los resultados, solo para tus ojos, sin que pasen por el sistema. 

—Gracias jefe. Si estoy en lo cierto pillaremos pronto al asesino de Megan, de María del Carmen y de todas esas pobres chicas.

—Y si no es así mas vale que seas bueno pescando, porque tendremos tiempo de sobra para irnos a Canadá a la captura del salmón para completar la pensión.


Los hechos no habían pasado desapercibidos para la unidad de ciencias del comportamiento del FBI que investigaba en un discreto segundo plano. Esa misma noche, un equipo había volado desde Quantico para ayudar en la investigación con un enorme arsenal de investigadores altamente cualificados, la última actualización del VICAP, Programa de Captura de Criminales Violentos, que les ayudaría a identificar patrones en los detalles que para otros pasarían desapercibidos. Herramientas de identificación genética para vincular casos mediante pruebas biológicas. Software de perfilado criminal con modelos psicológicos y criminológicos para analizar el comportamiento de los asesinos. Tecnología de geolocalización que usaba mapas mentales y perfilado geográfico para rastrear movimientos de sospechosos. Equipos de inspección forense con cámaras especializadas y herramientas de reconstrucción de escenas del crimen. Al frente, toda una leyenda dentro de la agencia, el agente especial a cargo, Ethan Raines que venía charlando amigablemente con Highwater. 

Greer salía de su despacho y se los encontró de frente. 

—Señor Greer, es un placer conocerle. Sus méritos no han pasado desapercibidos dentro de la agencia. —Se acercó Raines extendiendo la mano, con una mirada franca y una sonrisa que no pasaba desapercibida.

El inspector conocía bien a una leyenda que había escrito varios libros que formaban parte de su biblioteca.

—Estimado agente especial Raines. Es un verdadero honor tenerlo en San Francisco. Sus libros han sido una inspiración para mí. Les agradezco que hayan atendido tan rápidamente mi llamada.

—Para decirle la verdad, es un caso que llevamos siguiendo desde hace semanas. Pero con estos dos últimos asesinatos: el de la ayudante del fiscal, Megan Williams, y ahora la sargento María del Carmen Meléndez, el caso ha tomado una dimensión diferente. Me gustaría informarle que el sistema informático ha detectado patrones muy parecidos en otros asesinatos sin resolver en varios estados. Déjeme que se lo muestre.

—Le presento a Mark Seikalis, analista de inteligencia; él nos mostrará los detalles. —Pasaron a la sala donde el resto del equipo de Greer contemplaban el desembarco del FBI. El agente Seikalis observó el material con el que contaba la habitación, conectó su ordenador a la pantalla y abrió un mapa de la zona noroeste de Estados Unidos.

Highwater le entregó a Greer un sobre donde ponía “Solo para los ojos de John Greer

—Me lo acaban de entregar de la comisaría del centro. Me han dicho que tú sabrías que es.—el comisario esperó una respuesta que nunca llegó.

Greer se apartó por un momento, abrió el sobre y lo leyó atentamente. Dobló cuidadosamente las hojas y las guardó en el bolsillo de su chaqueta.

Mientras tanto, ambos equipos se arremolinaron alrededor de la pantalla para escuchar la explicación.

—Encantado de conocerle, inspector. Como pueden ver en el mapa, he marcado una serie de casos sin resolver de asesinatos de prostitutas.

—¡Son muchísimos! —exclamó Collins Westwood.

—Efectivamente, son muchos. Pero permítanme que elimine de la ecuación a aquellas que fueron asesinadas por armas de fuego. Como pueden, aun siendo muchas, la lista se reduce bastante. Quitemos los casos que, según las pruebas, sepamos quién es el asesino, aunque no hayan podido ser capturados todavía.

En la pantalla parecía aclararse a lo que quería llegar el analista.

—Ahora voy a incluir las fechas de cada uno de ellos. Y para mayor claridad uniré las fechas con líneas rojas. Como pueden ver, aparecen las primeras víctimas en Dakota del Norte en febrero de 2022, semanas después, finales de marzo y principios de abril en Montana, en julio y agosto en Wyoming e Idaho, en noviembre en Nevada. Después parece haber un parón que nos lleva a volver a aparecer víctimas desde marzo de 2023 a abril de 2024 en Reno y Carson City, Sparks. Parecía sentirse cómodo entre montañas. Por último, les voy a poner las víctimas de California, que parece que se concentran en el área de San Francisco y alrededores desde septiembre de 2024 hasta la actualidad.

Greer intervino, intrigado.

—Me está diciendo que nuestro asesino ha seguido este camino hasta llegar a San Francisco y ha dejado un reguero de… ¿Cuántos cadáveres? ¿40?

—Exactamente 43 cuerpos. Pero déjeme que le enseñe algo que le dará una mejor dimensión de lo que creemos puede ser el mayor asesino en serie de la historia del país. Voy a poner ahora todas las denuncias de prostitutas desaparecidas en estos estados.

Murmullos de asombro comenzaron a sonar por la habitación abarrotada.

—Quiero que entiendan que estos puntos no confirman su autoría, ya que no se han logrado encontrar los cuerpos, pero el patrón que hemos estado investigando en otros estados se está repitiendo ahora en California, y más concretamente en su ciudad. —apostilló Ethan Raines.

—¿Cuál es el hilo conductor que le ha llevado a este patrón? —preguntó Greer con criterio.

—Bien visto, inspector. Sabía que sus preguntas serían las certeras. En todos los casos hemos detectado patrones que se repiten. Pero sobre todo una cierta evolución en la forma de matar. De sus primeras víctimas se llevó pendientes, piercings, incluso mechones de pelo. En un par de casos le había seccionado una pierna completa con una sierra. En otras, un brazo con la misma herramienta, hasta que se la dejó olvidada en uno de los escenarios, quizá por las prisas de no ser descubierto. Posteriormente, comenzó a utilizar un cuchillo de carnicero que sabemos que robó de una carnicería en Boise, Idaho. El dueño había denunciado que se lo sustrajeron mientras buscaba algo en la nevera. Apareció dos días después en el escenario de un asesinato del que tuvo que salir apresuradamente al ser descubierto por una patrulla. Aun teniendo a toda la policía estatal tras sus pasos, consiguió zafarse de todos los controles que le pusieron. Quizá por esto hubo un cierto parón hasta marzo de 2023.

Todos escuchaban atentamente la convincente explicación que el agente les estaba proporcionando.

Se acercó a la pizarra y escribió una palabra: ‘Bisturí’.

—A partir de ese momento reapareció ejerciendo más violencia a sus víctimas utilizando escalpelos quirúrgicos. Pero seguía repitiendo las extirpaciones de orejas, piercings en casa, ombligo, incluso en vulvas. Pero lo que sí ha sido un patrón, ya sea con un instrumento u otro, siempre ha sido el corte en el estómago. Siempre vertical, siempre desde el pubis hasta el pecho.

El agente especial señaló con el dedo las fotos que se presentaban descarnadas en los paneles de Megan y la sargento.

—Estos últimos asesinatos sabemos que llevan su firma, y confirman la deriva de extrema violencia que lo llevará a un final anticipado. A las primeras víctimas les quitaba los pendientes y piercings. Ahora, directamente se los corta.

Raines observó los rostros que lo miraban sin verlo, cada uno absorto en sus propios pensamientos. El aire se tornó denso, asfixiante. Algunos agentes seguían en shock con la imagen fija en su memoria de una agente crucificada en un callejón de San Francisco. Greer estaba de pie, observando la pizarra con las fotos de las víctimas e interiorizando toda la información acumulada.

De pronto, el agente del FBI dejó caer sobre la mesa metálica el grueso expediente que portaba. El estruendo sacó abruptamente de sus ensoñaciones a los apesadumbrados policías.

—Señores, tenemos que dejar a un lado las emociones y centrarnos en los hechos. Lo que pasó anoche con la sargento Meléndez no fue un asesinato al azar. Fue un mensaje. Y ese mensaje nos dice que nuestro sujeto está escalando. Quiero que sepan que, aunque no conocí a la sargento, para mí es un fracaso absoluto no haberlo podido evitar. Llevamos meses intentando capturarlo, pero una falta de coordinación con nuestra oficina en California no nos ha sabido alertar de las similitudes, siendo algo que deberemos estudiar cuando esto termine. —dijo Raines elevando el tono.

El golpe había generado el efecto deseado en sus oyentes, enfocando la atención en el perfil que iba a desarrollar.

—Tenemos a un asesino organizado, calculador, extremadamente metódico. Este tipo no actúa impulsivamente, planifica con detalle y selecciona a sus víctimas siguiendo un criterio definido. No estamos ante alguien que mata por placer inmediato; él cree que está cumpliendo un propósito.

Collins se reclinó en su silla con la mandíbula apretada y con evidentes síntomas de culpabilidad. Toda su fuerza y capacidad atlética no había podido evitar que su compañera pasara por el infierno antes de morir. Finalmente preguntó:

—¿Propósito? ¿Qué clase de propósito puede justificar semejantes actos de degradación?

Greer levantó la mano pidiendo permiso al agente especial para hablar.

—Este tipo cree que está castigando a sus víctimas. Para él, no es asesinato, es justicia. Su código moral está retorcido, pero en su mente todo tiene sentido. Me refiero a que cree estar ejerciendo todas aquellas medidas o acciones teniendo como finalidad imponer una pena o castigo a sus víctimas, a las que hace directamente responsables de haber cometido una infracción o delito, más concretamente un pecado. En otras palabras, no cree que esté cometiendo crímenes, sino ejecutando un castigo. Sus víctimas no son elegidas al azar; cumplen un patrón que encaja con su sistema de valores. Eso explicaría por qué varias de las víctimas habían tenido contacto con Gavriel Aleseyev. No creo que Gavriel sea el asesino, de esto podemos estar hoy seguros, pero lo está utilizando como canal para encontrar a otras víctimas a las que imponer un castigo.

Raines asintió con una leve sonrisa, comprobando que todo lo que había oído de Greer era cierto.

—Así que tenemos a un asesino que escoge sus víctimas de forma calculada... pero ¿qué más podemos saber de él? Por el momento sabemos que tiene información de primera mano y sabía perfectamente nuestros movimientos de anoche. Alguien nos estaba vigilando mientras nosotros vigilábamos al equipo de Starks y a Gavriel.

— Es un hombre altamente funcional, probablemente con un historial de entrenamiento táctico o militar a sus espaldas. Su habilidad para evitar el seguimiento, para hackear dispositivos, para moverse sin dejar rastro o para escapar de la policía no son causales… sugiere que ha trabajado en entornos de alto riesgo. Y eso, señores, lo hace aún más peligroso. —contestó Raines, esperando la pregunta.

Greer se animó a seguir compartiendo su punto de vista.

—Podemos asegurar que el asesino cree que su misión es justa. ¿Significa que es un fanático? Sí, pero no es un fanático descontrolado, sino alguien con una estructura de pensamiento rígida y fundamentada. Es probable que tenga rasgos de narcisismo, una necesidad de reafirmar su supremacía moral sobre los demás. No mata por impulso, mata por convicción en unos elevados conceptos morales.

Nada más terminar la frase le llegó a la mente que esa sensación la había tenido hacía poco tiempo tras la charla con Alfred Starks.

Collins Westwood conectó los hilos de la charla con una persona que conocía y a la que mantenía informada, creyendo que lo hacía con la intención de acelerar la captura del asesino. ¿Y si le estaba proporcionando información no al captor, sino al ejecutor? La idea lo golpeó como un puño de hierro. ¿Había estado ayudando al asesino sin darse cuenta? Su mandíbula se tensó, y un sudor frío le recorrió la espalda. Tenía que hablar con Greer. Y tenía que hacerlo ya. La palabra “cómplice” comenzó a golpearle con fuerza en su conciencia. No era ningún encubridor; su intención siempre había sido capturar al asesino de esas chicas. Tenía que compartir sus sospechas y tenía que hacerlo cuanto antes.


—¿Qué nos dice el asesinato de Meléndez sobre su estado actual? —preguntó Ethan Raines retóricamente— Nos dice que siente presión. Su violencia ha escalado porque sabe que lo estamos buscando. La forma en que mató a la sargento indica no solo un acto de agresión, sino una respuesta directa al avance de la investigación. Nos está diciendo: "Estoy viendo lo que hacéis, y no me gusta".

Collins preguntó con nerviosismo.

—¿Tienen un perfil aproximado del asesino?

—Basándonos en su habilidad física y psicológica, es varón, entre 35 y 50 años, aunque yo diría que puede estar en el rango superior de esa edad, con un historial de disciplina extrema. Si efectivamente tiene entrenamiento militar o de inteligencia, no cometerá errores obvios. Puede haber servido en alguna guerra: Irak, Afganistán. O haber pertenecido a algún cuerpo de élite. Por todo esto, nuestra única opción es que actúe bajo presión para que revele su siguiente movimiento, cometa errores o deje alguna pista como le ha pasado en el pasado.

Greer miró a Collins y supo que ocultaba algo. Su nerviosismo, trufado con toques de culpabilidad, no pasaba desapercibido para alguien curtido en mil batallas.

— Este tipo se cree un ser superior. Alguien que confía en sus capacidades ciegamente y que no tiene grietas en su estructura mental. Será alguien seco, recto y sin fisuras en su forma de actuar. Alguien que desprenderá confianza por los poros de su piel. Pero no será una confianza vacía. Sus convicciones y su entrenamiento le aportan unos cimientos complejos de quebrar. Si logramos desafiar su sistema de creencias, podríamos llevarlo a cometer un error. Ha demostrado que sabe identificar cuando la presión puede volverse peligrosa para su cometido; lo hemos visto en otros estados. Aquí utilizaremos otras tácticas para no asustarlo. Tenemos que hacerle pensar que estamos dando palos de ciego, que no seremos capaces de acercarnos lo suficiente para poder capturarlo... y justo cuando empiece a confiar en su impunidad, caeremos sobre él.

Greer exhaló largamente, apretó los labios y dijo.

—Prueba de lo que dice el agente especial Raines es que un asesino de este calibre no ataca directamente a la policía a menos que sienta presión. Y Meléndez... Meléndez ha sido el precio que hemos tenido que pagar por nuestra presión. Estoy convencido de que el informe que nos pasó el equipo de Starks estuvo orquestado por el asesino para desviar la atención sobre sí. Os diré algo más: este hombre no es solo un asesino, es un estratega y ha estado jugando con nosotros. Creemos que lo estamos persiguiendo, pero en realidad es él quien nos ha estado dirigiendo como piezas en su tablero. Creo que muchos de vosotros os estáis dando cuenta de ello. Nos está obligando a movernos según sus reglas. Si no lo subestimamos nuevamente, conseguiremos atraparlo. —Terminó clavando fijamente la vista en Collins Westwood.

Greer continuó yéndose a la zona donde había colgado las fotos de los asesinos en serie.

—No es la primera vez que un informe confunde a los investigadores y los hace seguir pistas erróneas. Hay algo en esto que me hace recordar patrones antiguos. Durante los años 80, y esto nos lo podrá corroborar el señor Raines, el FBI persiguió a Robert Hansen en Alaska sin éxito durante más de una década porque su perfil era demasiado... normal. Panadero, esposo, padre. Nadie quería creer que cazaba mujeres en los bosques como si fueran animales.

Randy Dillon había escuchado atentamente las explicaciones. Cuando decidió que podía aportar algo útil al equipo, se puso en pie y se fue para la foto del asesino Robert Hansen.

—Inspector, es curioso que mencione a Hansen en estos momentos. Hay algo que encaja perfectamente con este ejemplo. No el perfil de cazador, pero sí la mecánica de eliminación silenciosa. Creo que Meléndez no era una víctima esperada. Lo que significa que el asesino se sintió obligado a actuar, ya sea por venganza, ya sea porque había estudiado a la sargento. No sé muy bien cómo encaja en su patrón aún.

Dough Monaghan, siguiendo el ejemplo del subinspector aportó su visión.

— Su patrón era claro hasta ahora, al menos en California: mujeres relacionadas con Gavriel Aleseyev, todas con un perfil definido. Pero al atacar a una policía... rompió su propio esquema. Eso nos dice dos cosas: primero, que ha cometido un crimen por rabia, no por su estructura premeditada, y segundo, que está improvisando.

—Y la improvisación lleva a errores. No podemos seguir dejándonos guiar por lo que otros quieren que veamos. Olvidemos el informe de Starks. Tenemos que partir de cero y rastrear sus verdaderas motivaciones. — exclamó el agente especial adelantándose a Greer. No obstante, tenía algo más que decir.

— Si está improvisando, cometerá pequeños errores que le pasará inadvertido, pero ahí estamos nosotros para verlos. Eso significa que necesitamos encontrar el eslabón más débil en su sistema. Y la clave está en su conexión con Gavriel. Si lo usa para encontrar víctimas, significa que hay un patrón de comunicación. Con la ayuda de los magníficos equipos que tiene el FBI, podríamos encontrar puntos de intersección en las conexiones de Gavriel, ubicaciones, perfiles, cualquier huella digital que nos lleve a sus próximos movimientos.

Greer y el agente Raines observaron a sus respectivos equipos y vieron en sus caras el rostro de la determinación.

Highwater entró en la habitación, avanzó hacia la mesa, con una expresión de extrema gravedad que puso en alerta a todos.

—Quizá deberían ver esto que han extraído los forenses de las cámaras de seguridad del hotel.

Le pasó el pendrive a Mark Seikalis, al analista del FBI, y se comenzó a ver un video en blanco y negro de esa misma noche.

Highwater comenzó a decir con esa autoridad que le da el cargo.

—Los forenses me han comentado que este video fue borrado del servidor principal, por eso no hemos visto nada en la revisión de anoche. Pero el hotel hace un doble volcado en un servidor externo para evitar borrados accidentales. Como pueden observar, vemos como Gavriel y su acompañante salen del ascensor. Tras ellos, una persona que busca algo en sus bolsillos. Probablemente la tarjeta para abrir la puerta de su habitación. Pero mire lo que hace. Se queda mirando a la pareja y deja de buscar en cuanto entran en la habitación. Posteriormente entra en una habitación, pero no se le ve que tenga una tarjeta para abrirla. Eso podría confirmar que alguien desde el exterior le abre la puerta.

—Sabemos que el equipo de Starks estaba allí; probablemente será un miembro del equipo. —dijo Greer.

Highwater asintió.

—Seikalis, pásale en segundo plano el reconocimiento facial —ordenó Ethan Raines.

—Seguro que también querrá identificar a la chica que entra en la habitación minutos después. —le comentó el comisario al agente especial.

En las imágenes aparece una chica que accede a la planta y entra rápidamente en la habitación.

—Video 3. Podemos observar cómo entran John Greer y Randy Dillon en otra habitación. Video 4: los vemos salir a toda prisa de la habitación cuando asesinan a…

Las palabras de Highwater resonaron en el ambiente como una pesada losa cayendo con fuerza sobre ellos.

—Video 5. Vemos como los que creemos que pertenecen al equipo de Starks salen a toda prisa y desaparecen. Creo que podremos convenir que se enteran del asesinato de Meléndez a la misma vez que nosotros y deciden descartar a Gavriel como el asesino.

—Lo que demuestra que ellos también fueron engañados. —dijo Dough, verbalizando lo que todos pensaban.

—Efectivamente, investigador Monaghan. Pero esperen que esto no ha terminado aún. Video 6.

La imagen mostraba como dos personas, una del tamaño de un oso y otra pequeña pero fibrosa, llamaban a la puerta, entraban en la habitación y un par de minutos después salía por separado Gavriel y su acompañante.

—Desafortunadamente no tenemos audio y no podemos saber qué dicen. —exclamó Seikalis observando las pistas del archivo.

—Por último, salida trasera del hotel. Este video pertenece al establecimiento 24 horas que se encuentra enfrente. Vemos cómo hay dos vehículos. En uno de ellos entra Gavriel, parece que voluntariamente, en el maletero del sedán negro. En el otro coche, la acompañante de Gavriel en el asiento trasero. Hemos buscado las matrículas en nuestros sistemas y no las hemos encontrado. Quizá el FBI pueda ayudarnos en esto.

Seikalis tecleó las matrículas en sus sistemas y pronto apareció una alerta en su pantalla que le hizo cambiar el gesto.

—Señor, para obtener el nombre necesito autorización nivel 5. —le dijo a su jefe. 

El silencio se alargó mientras su jefe se acercaba y escribía la contraseña. Giró la pantalla para que nadie en la sala pudiera verlo y soltó un revelador 

—Caramba.

La sala contuvo el aliento como en una coreografía perfectamente ensayada.

—Creo que no puedo compartir esto con ustedes en estos momentos. Debo pedir autorización a Langley. 

Después de una breve llamada se volvió a los presentes y dijo.

—Las matrículas pertenecen a una empresa, de la que no puedo decirles el nombre. Lo que sí puedo decirles es que ambos coches pertenecen al consulado ruso en California.

Greer supuso la nacionalidad de los dos desconocidos. ¿Quién si no habría intervenido en ese momento? Sabiendo lo que les contó la sargento Meléndez era previsible que el joven Gavriel estuviera vigilado. Una duda le asaltó. ¿Serían los rusos los culpables de los asesinatos para limpiar rastros? O, simplemente, ¿protegían al hijo de un alto cargo del poderoso partido ‘Rusia Unida’?

Highwater se apartó de la mesa con un movimiento brusco, con su rostro endurecido por la incredulidad.

—¿Cuánta gente estaba al tanto de esta operación, por el amor de Dios? —exclamó Highwater, saliendo de la sala golpeando la puerta con más fuerza de la necesaria.

—Creo que nuestros primeros pasos deben ser localizar a Gavriel, identificar al equipo de Starks y hablar con ellos. Y saber qué demonios hacían agentes del Servicio de Inteligencia Exterior ruso en el hotel. —organizó Ethan Raines.

Greer sintió un peso en el pecho mientras procesaba la información. 

«Starks... ¿Qué más estaba ocultando?»

Su cuerpo pedía descanso, su mente exigía respuestas. Y él sabía que no conseguiría ninguna si no afrontaba esta conversación cara a cara.

—Yo me encargaré de ir a ver a Starks; creo que tiene mucho que explicarnos. —exclamó Greer con una sensación incómoda en el cuerpo. 

Echaba de menos la cabaña del bosque. Solo hacía unos días que había salido apresuradamente de allí, pero parecían años. Su envejecido cuerpo se estaba resintiendo de tantos días sin poder dormir adecuadamente con su cabeza en constante actividad. Necesitaba desconectar por unas horas, pero en ese momento, parecía algo fuera de toda posibilidad.


El recibimiento de Ricky Richmond, a los dos policías, en la entrada del edificio fue comedido, pero creando esa aura de complicidad de quienes están dispuestos a ayudarse a alcanzar el objetivo común de solucionar el caso. Atravesaron el vestíbulo saltándose todos los controles de seguridad que ofrecían las instalaciones. Al pasar por la mesa de seguridad Rick se paró y le ordenó a uno de los agentes de seguridad.

—Mike, son el inspector Greer y el subinspector Randy Dillon de la policía de San Francisco. No hace falta que le deis pase de seguridad. Por cierto, en cuanto llegue Starks quiero que lo enviéis a la oficina del señor Brooks. 

—Descuide, señor Richmond. Creo que está en la catedral con el equipo de campo. Así lo haremos. Bienvenidos a Brooks&Richmond, señores.

Se saludaron protocolariamente y continuaron camino hacia el ascensor. Un moderno aparato de cristal y metal que les subió a su destino sin ruidos aparentes.

A la planta ejecutiva solo se podía ascender por invitación o con uno de los socios por lo que al atravesar las puertas se encontraron una recepción vacía, excepto por una elegante secretaria que les daba la bienvenida y un miembro de seguridad que custodiaba la entrada.

—Como puede ver entrar aquí es como hacerlo en Fort Knox. Nuestros clientes, sobre todo, grandes empresas y fondos de inversión, agradecen esta exageradas escenificación de seguridad.

—Quien invierte millones de dólares en un negocio no quiere dejar nada al azar. —contestó Greer observando el lugar.

Frente a ellos un mostrador con el emblema de la compañía en letras metálicas retroiluminadas precedían a unos cómodos sofás donde esperar a ser recibidos. Tras la secretaria una cristalera separaba el lugar de un jardín al aire libre donde juncos y troncos de Bambú eran acariciados por el sol de la mañana mientras cascadas de agua sonaban a su alrededor. 

—Como puede ver es un lugar muy del estilo de Hunter. Yo que soy un poco más tosco en mis gustos prefiero desentenderme de estos temas. —confesó Randy mientras le mostraba el pasillo acristalado por el qué continuar.

En una de las esquinas del edificio se encontraban las oficinas de los socios.

Abrió la puerta de cristal matizado y entraron.

En su interior, con una taza de café en la mano, estaba Hunter, observando desde la altura, como los viandantes parecían hormigas que se afanaban por llegar a tiempo a sus quehaceres diarios.

—Bienvenidos señores. Es un placer tenerlos como invitados en nuestras oficinas. 

Hunter se acercó y los saludó efusivamente queriendo mantener la compostura mas allá de lo que le dictaba su estado de ánimo. 

 El despacho de Hunter Brooks tenía una atmósfera medida, casi aséptica. No había nada fuera de lugar: los libros perfectamente alineados, el aroma tenue del café recién servido, la luz difusa que se filtraba por los ventanales. Un espacio diseñado para el control, donde cada conversación necesitaba el escenario perfecto para lograr cerrar acuerdos beneficiosos.

—Supongo que me acompañarán tomándose un café. — siguió Hunter con la misma amabilidad del saludo y sirviendo tres tazas. — Antes de nada, quería ofrecerles mi más sincero pésame por la pérdida de su compañera. Ha sido una noticia terrible que se suma a lo evidente. 

Greer aceptó dolorido las condolencias y se acomodó en su silla. Observó la impecable superficie del escritorio como si pudiera encontrar respuestas en su pulcritud. A su lado, Dillon se recreaba lentamente en el lugar buscando algún elemento que no estuviera en sintonía con el resto.

—¡Excelente café, señor Brooks! Tiene un peculiar sabor que me encanta. —agradeció Greer con el primer sorbo. —La verdad es que están siendo días duros y este café es lo mejor que he probado en días.

—Lo traemos de Indonesia. Se llama Kopi Luwak. Tiene un sabor inigualable debido a su proceso único de fermentación natural. —Contestó el socio de Hunter.

—Estoy de acuerdo con el inspector. Creo que es el mejor café que he tomado nunca—respondió Randy Dillon degustando un segundo sorbo. —¿A qué se debe este peculiar sabor?, ¿Quizá utilizan una madera diferente para tostarlo? ¿Algún método milenario?

—Mi estimado Randy, quizá no deberías preguntar lo que no quieras saber. —le dijo Greer sabiendo la historia que había detrás.

—Creo que la intriga que me ha generado con su respuesta ha aumentado mis ganas de conocer la historia. 

—Espero que no sean escrupuloso, subinspector. El Kopi Luwak es uno de los cafés más exclusivos y caros del mundo, y como le he dicho antes es famoso por su proceso de producción único. Se obtiene a partir de granos de café que han sido consumidos y excretados por la civeta de las palmeras, un pequeño mamífero del sudeste asiático.

Greer miraba divertido a su compañero que dudaba entre seguir bebiéndolo o buscar una papelera en la que vomitar.

—¿Quiere decir que…

—Efectivamente, son recolectados una vez son expulsados con los excrementos. La civeta come los frutos del café, y durante la digestión, los ácidos de su estómago modifican la estructura de los granos, reduciendo su acidez lo que aporta un sabor más delicado, lleno de matices. Luego, los granos son recolectados de sus excrementos, limpiados y tostados. Como está comprobando ese proceso le confiere un sabor menos amargo, con notas terrosas y un perfil más equilibrado.

El joven policía pudo retener, no sin esfuerzo, que el café volviera a salir por donde había entrado.

—Creo que se me han quitado las ganas de tomar café por una temporada.

Todos rieron distendiendo el tenso ambiente que había provocado las condolencias.

 Poco después el silencio volvió a la oficina. Fue Hunter quién quiso romperlo.

 —Alfred viene de camino, inspector. ¿Quiere que comentemos algo mientras tanto? — se ofreció mientras se echaba una segunda taza de café. Randy se hizo el distraído para no tener que mirar a nadie mientras tomaba el café.

—Tengo una petición para usted. Si no le importa, ¿podría subir la temperatura de la habitación? A este envejecido cuerpo le cuesta mantener el calor.

—Por supuesto, inspector. A que temperatura la prefiere. ¿22,23?

—28, si no le importa.

Los socios se miraron extrañados, pero accedieron a la petición del viejo policía. Estaban acostumbrados a recibir peticiones de lo más variopintas con sus clientes. Otra no les sorprendió.

—Tengo una pregunta para ustedes. ¿Desde cuándo trabaja Alfred Starks para el bufete? —preguntó Greer con la intención que pareciera una pregunta para romper el silencio pero que llevaba una intención clara.

—Pues realmente es una historia digna de contar. Todavía no estábamos en estas instalaciones. Fue un año después de abrir en una oficina en la ladera de Twin Peaks. En aquel entonces era lo que nos podíamos permitir. Los comienzos son difíciles para todos—comenzó a contar Ricky Richmond.

—En esas fechas nos alimentábamos de sopa del restaurante chino, alubias de lata y cereales con leche. Todo lo que obteníamos era para pagar las instalaciones, la casa donde vivía Ricky con su familia. Yo solía dormir en su sofá para ahorrarnos un alquiler. Cuando Dawn comenzó a traer niños al mundo preferí quedarme a dormir en la oficina, entre cajas de cartón y chinches. — recordó Hunter añorando aquellos años de sacrificio, pero realmente ilusionantes.

—¡Es cierto! Aquella casa se llenó de niños tan rápidamente que cuando nos dimos cuenta era familia numerosa y Dawn dormía abrazada a un bate de beisbol para que no me acercara. Alguna que otra vez me llevé un buen golpe. Por cierto, ese maldito sofá era más incomodo que un zapato apretado en verano.

—Que me vas a contar. Muchas noches prefería dormir en el coche antes que acostarme esa máquina de torturas que tenían en medio del salón. 

A los amigos les gustaba compartir esas anécdotas de como los comienzos forjaron su amistad y su fortuna.

—Perdone inspector. Nos hemos desviado de lo que queríamos contarle. Como le decía estábamos en unas destartaladas oficinas donde apenas cabíamos. En la parte trasera dos habitaciones que eran nuestras oficinas, siempre con columnas de papeles hasta el techo, un portátil y un teléfono móvil. Delante, una pequeña recepción donde nuestra primera secretaria, una chica del norte que solo sabía coger el teléfono y pintarse las uñas atendía a los posibles clientes que pudieran llegar. Sin saber cómo nos encontramos con John John, el fornido sobrino de los dueños del restaurante chino haciendo de servicio de seguridad. Apenas sabía el idioma y se pasaba las horas mirándole las piernas a Dorothy. Con ello ganamos a alguien que acompañara a la chica mientras nosotros estábamos buscando clientes, pero, sobre todo, comenzaron a llegar platos de comida gratis todos los días, supongo que en señal de gratitud. Nunca supimos por qué lo hacían, el caso es que lo hacían.

Richmond recordaba esos años con verdadera añoranza.

—No era la primera vez que Alfred nos entregaba un currículo. Realmente su insistencia nos conmovió. Siempre con el mismo traje negro de tres piezas impecablemente planchado pero que necesitaba urgentemente la jubilación. Aquella mañana había dejado una carta de presentación y esperaba en la acera de enfrente sentado en el banco del autobús por si podíamos atenderle.

Ricky tomó otro sorbo de café, se acomodó en el sofá y continuó.

 — Dos hombres bajaron de un coche que llegó a toda prisa, mientras un tercero les esperaba con el motor encendido. Cruzaron la puerta principal con pasos firmes, dirección a la mesa de nuestra secretaria. Eran grandes, vestidos con ropa informal, pero con chaquetas lo suficientemente largas para esconder armas. Uno de ellos sacó su pistola y apuntó a la cabeza de Dorothy, mientras le pedía todo lo de valor que tuvieran. El otro caminó derecho hacia el guardia que viendo la situación empujó al hombre que se tambaleó.  Antes de que lograra recuperar el equilibrio, John John salió corriendo con más miedo que vergüenza dejando a la pobre chica con un ataque de nervios. Nosotros estábamos reunidos con un cliente que quería vender de manera ventajosa una cadena de ferreterías en Sausalito, al escuchar el revuelo salimos los tres al recibidor y nos encontramos con aquellos dos enormes gorilas apuntándonos a la cabeza. Les aseguro que fue comparable al terror que me provoca mi esposa cuando grita mi nombre completo.

—Starks vio que algo no iba bien al ver correr al enorme chino. Atravesó decidido la calle y observó desde el exterior por unos instantes. Se giró y miró al conductor que esperaba nervioso. De un solo golpe lo mandó a dormir por un buen rato. Justo abrió la puerta cuando nos gritaban “Relojes, carteras, tarjetas. Y rápido.”

Hunter interrumpió a su socio nervioso por tanto detalle.

—Starks demostró en ese momento su valía. “No hagas nada estúpido. Queremos cosas simples.” Les dijo a los atracadores mientras que estos se giraban y le apuntaban con sus armas. Recuerdo que le gritaron que si venía a pedir trabajo no era un buen momento.

—“Pero no veis que estáis asustando a la señorita” le dijo en un tono tan claro y suave que sorprendía su aplomo. —Richmond estaba ansioso por seguir contando la parte de acción de la historia. — Starks mantuvo el rostro sereno en todo momento. Luego, en un movimiento tan fluido que pareció coreografiado, avanzó. Fue tan rápido que el ladrón que sostenía el arma no tuvo tiempo de disparar. Giró sobre su eje, inclinando su cuerpo y atrapando la muñeca del agresor en un ángulo que le provocaba un intenso dolor. Con otro giro, casi imperceptible, le rompió la muñeca. Con la otra mano, golpeó el interior de su codo con un movimiento seco, haciendo que sus dedos se aflojaran lo suficiente para que el arma cayera.

Ricky se levantó del sofá intentando imitar de manera bastante cómica y desafortunada. Sintió el calor que se iba acumulando en la oficina y se quitó la chaqueta.

— El otro ladrón reaccionó tarde, intentaba apuntar con su pistola a Starks que aprovechaba el corpulento cuerpo del ladrón para parapetarse. Fue empujando al ladrón hasta lanzarlo a su compañero. Con su mano izquierda bloqueó el movimiento del arma, mientras su derecha lo golpeaba por debajo del esternón dejándolo si respiración. El ladrón perdió el equilibrio por un instante, suficiente para que Starks lo desarmara retorciéndole la muñeca. En apenas un segundo las dos pistolas estaban en su poder y los dos ladrones se revolcaban de dolor en el suelo de la pequeña entrada.

—Volvió a recuperar la postura firme, se acomodó su chaqueta, como si la escena no le hubiera alterado en absoluto, y soltó un “perdonen ustedes el bochornoso espectáculo, soy Alfred Starks. ¿Se encuentra bien para llamar a la policía, señorita?”

Hunter asentía recordando aquel momento, mientras también se despojaba de la chaqueta y se doblaba los puños de la camisa hacía arriba.

—Un par de semanas después del incidente cerramos la venta de la ferretería y supimos que había llegado el momento de devolverle el favor a Alfred. — con aquella frase Hunter había cerrado la anécdota. — Podemos decir que ha sido una parte muy importante de nuestra organización desde el principio. Hemos levantado todo lo que tenemos gracias a su trabajo y profesionalidad. Algún día los llevaré a la catedral para que vean su trabajo con detenimiento. 

—La catedral es como llamamos al centro de guarda y custodia de legajos y documentos de clientes. Un sistema de alta seguridad diseñado por entero por Alfred. Realmente con lo que nos produce esa instalación podríamos retirarnos, pero nos sigue encantando nuestro trabajo.

—Será un placer¬—contestó Greer con amabilidad.

—Alfred ha llegado. — comentó Hunter al observar en el ordenador que se acababa de activar su tarjeta en el control de acceso.

Unos minutos después tocaron a la puerta y entró la figura imponente del jefe de seguridad

—Buenas tardes a todos. Perdonen la tardanza, pero lo sucedido anoche nos ha provocado un terremoto en el equipo que he tenido que atajar.

La temperatura fue subiendo paulatinamente en la amplia oficina reconfortando a Greer pero haciendo sudar al resto. Randy Dillon absorto en la historia que acaba de escuchar no se percataba de que comenzaba a sudar profusamente. Alfred Starks con un elegante traje de lana de tres piezas mantenía el tipo sin entender por qué hacía tanto calor allí.

 Enfrente, Alfred Starks intentaba mantener la compostura. Aunque su postura era relajada, su mirada esquivaba los puntos de tensión en la habitación: el gesto serio de Brooks, el escrutinio de Richmond, la mirada inquisitiva de Greer que parecía atravesarlo.

—Señor Starks, comprenderá que después de los terribles acontecimientos de anoche teníamos que venir a hablar con usted. Queremos tener una conversación fluida y sin tapujos. Empecemos por lo básico —dijo Greer con voz serena, aunque cargada de intención—. 

—Lo esperaba, inspector. Creo que mi equipo y yo mismo hemos cometido un terrible error. Asumo toda la responsabilidad. En mi favor diré que todas las pistas coincidían en señalar a señor Aleseyev. Sentimos muchísimo la perdida de la sargento Meléndez. 

—Ayer a primera hora recibimos en la comisaría este informe donde ya aparecía el nombre del sospechoso. ¿Cómo obtuviste la información sobre Gavriel Aleseyev antes que nosotros? —comenzó Greer señalando la copia que tenía en el regazo su ayudante.

Starks tomó aire y respondió con su habitual seguridad.

—Sabiendo que el asesino capta a sus víctimas en páginas web de contactos o de damas de compañía, nuestro departamento informático comenzó a estudiar el tráfico de usuarios que habían tenido contacto con las chicas muertas. Fue cuestión de muy poco tiempo ir afinando el listado hasta quedarnos con un solo nombre. Había tenido contacto con todas las chicas, sabíamos que había coincidido como testigo en un juicio por robo con violencia en la calle Castro con la señorita Megan Williams. Puede ver la transcripción del interrogatorio que le practicó en sede judicial. Gracias a las declaraciones pudo ser condenado por robo e intento de asesinato. Se ajustaba al perfil. En mi equipo tenemos ex agentes de policía, del FBI, y alguna agencia que probablemente no conocerá el nombre. Sabíamos su IP y rastramos su dispositivo portátil hasta la WIFI pública del parque. Lo demás fue insistir en la vigilancia y nuestro mejor informático le introdujo un rastreador en su portátil y en su teléfono móvil. Al tener acceso a fuentes de información oficiales, nos permitió adelantarnos a todos y tener toda la información en tiempo record.

Greer intercambió una mirada rápida con Dillon que entendió que necesitaba que siguiera con el interrogatorio. 

—Fuentes, dices. —Dillon abrió el expediente que sostenía y deslizó una serie de documentos sobre la mesa—. Porque según nuestros registros, no hicisteis ninguna solicitud oficial para obtener esos datos.

Por primera vez, Starks dudó. Una vacilación mínima, pero suficiente para que Greer, inclinara la cabeza como si acabara de captar un detalle invisible para los demás.

—No puedo destapar mis fuentes, pero le diré que no todo funciona a través de canales oficiales. Lo saben perfectamente. En este tipo de casos, es tan importante la información que saber quién te la puede proporcionar. —respondió Starks, recuperando el control.

Greer se inclinó hacia adelante, sus ojos afilados.

—Creo que tengo bastante claro de donde ha partido la información. Pero ese río lo pasaremos cuando llegue el momento apropiado, mi estimado Alfred. —sonó como una velada amenaza que Starks captó inmediatamente.

Desde su sien se deslizó una gota de sudor que el jefe de seguridad dejó correr sin inmutarse.

—Lo que sí me provoca interrogantes cómo fueron capaces de avanzar tanto en apenas unas horas. O tal vez no necesitabais moveros rápido porque ya habíais identificado la línea de trabajo incluso antes de editar el perfil. 

Un silencio helado cayó sobre la habitación. Brooks se tensó en su asiento. Richmond descruzó los brazos, observando a Starks con renovado interés.

—Con todos mis respetos, eso es ridículo, inspector —replicó Starks con una leve sonrisa forzada—. No sé a dónde quiere llegar, pero me preocupa. ¿Me está acusando de encubrimiento, de querer buscar a un culpable a toda costa o quiere poner en entredicho mi profesionalidad ante mis jefes?

La pregunta sonó desafiante. Greer no sonrió manteniendo el aplomo. Su mirada no se apartó ni un milímetro.

—No. Todavía no le acuso de nada. Solo digo que sus datos llegaron demasiado rápido y demasiado precisos. Lo que me interesa saber es cómo. Pero estoy convencido de la profesionalidad de usted y de su equipo. Aparquemos por un momento este tema. 

Greer observaba de manera inquisitiva a su rival. Su gesto serio, casi indescifrable le hacía compararlo como la rueda de una caja fuerte; Mientras que no lo giras en el sentido correcto y te paras en el sitio preciso no abre ante ti los secretos que guarda.

—Dígame, señor Starks. ¿Dónde estuvo anoche? Lo pregunto porque nadie lo vio con su equipo en ‘The Angeles’ y posteriormente en el Four seasons.

El jefe de seguridad visiblemente incomodo sudaba sin control. Los altos techos se tornaban opresivos. Su entrenamiento en los Seals le hacía aguantar sin mostrar signos de debilidad.

—Tenía mucho papeleo en la oficina y preferí seguir la vigilancia de mi equipo por radio. Sinceramente, dudé que tomaran en cuenta la investigación que les habíamos compartido esa misma mañana. A veces, los movimientos de la policía son más lentos de lo que debiera. Pero me llevé una grata impresión de que su equipo lo tuviera todo tan bien organizado.

Greer no se inmutó tras las lisonjas que le había dedicado Starks.

—¿Estuvo toda la noche en su oficina, o en algún momento se fue a casa?

—Estuve en la oficina hasta que desgraciadamente fue asesinada la sargento Meléndez. Ordené a mi equipo que se fueran a casa para dejarlos trabajar y yo mismo me fui a casa. Estuve en el garaje levantando algo de hierro un buen rato. Todo el día sentado en una silla me incita a hacer algo de deporte al llegar a casa. Me duché y me fui a dormir. Había quedado con mi equipo a las 630 para reparar el informe y ver qué se nos había escapado.

Greer pensó en las consecuencias de lo que acababa de escuchar cuando Starks lo interrumpió

—Quisiera anunciarles algo a mis jefes aprovechando que están ustedes aquí. Creo que debo admitir la concatenación de fallos que nos han llevado a tener que sufrir la perdida de dos grandes personas. Esta mañana he hablado con mi equipo y les he anunciado que al final del día de hoy presentaré mi dimisión. Me siento profundamente consternado por no haber podido impedir llegar a este traumático final. 

La revelación cayó como una losa entre los socios. Los había acompañado desde el minuto uno de ese proyecto. Era tan culpable del éxito de la compañía como ellos. Finalmente, Brooks dijo

—No te precipites, Alfred. Aunque ha sido un duro golpe no creo que hubiera cambiado nada haber hecho las cosas de otra manera. Megan no quería vigilancia y yo mismo quería respetar su decisión. Desafortunadamente no podemos mantener en una burbuja indestructible a nuestros seres queridos eternamente. El mundo es un lugar maravilloso, pero en él viven, entre las sombras, ocultas en profundas cuevas, individuos sin alma, carroñeros capaces de destruir vidas sin causas aparentes, o por causas que nunca entenderemos. Ese animal pagará por lo que está haciendo en esta vida, o en la mierda que nos espera tras la muerte.

Las palabras de su jefe taladraron la cabeza de Starks llenándolo de odio e indignación. Él, que luchaba en este mundo contra las infames fuerzas del mal no se merecía que lo trataran de esa manera. Si no veían la mano de Dios en sus actos eran tan culpables como sus víctimas. 

«Son cómplices del Mal y deben pagar por ello.»